El aire en el bar estaba cargado de una tensión palpable. El cantinero, llorando desconsolado, había revelado el terrible precio que había pagado por intentar traer de vuelta a su madre. Pero mientras sus últimas palabras resonaban en nuestras mentes, algo aún más oscuro comenzó a moverse en las sombras. Un cambio en la atmósfera. Algo… alguien estaba cerca.
De repente, las luces del bar comenzaron a parpadear, y un viento helado barría las mesas y las sillas, arrastrando consigo una sensación de angustia. Los murmullos de los pocos clientes que quedaban se apagaron de inmediato. El cantinero se detuvo en seco, su rostro palideció aún más.
—¿Qué… qué está pasando? —preguntó Aria, su tono grave pero sin un ápice de miedo.
Antes de que pudiera responder, la respuesta llegó sola. Una figura femenina apareció en la entrada del bar, envuelta en una niebla oscura que devoraba la luz a su paso. El silencio era absoluto. La figura avanzó hasta el centro de la sala, y el cantinero soltó un grito gutural al verla, arrodillándose en el suelo.
—¡Madre! —exclamó, su voz llena de terror y reverencia.
—Que me parta un rayo, en verdad la bruja es su mamá… —murmuré, incrédulo. Saberlo era una cosa, pero verlo… verlo era algo completamente distinto. Ante nosotros estaba algo que desafiaba toda lógica. La figura femenina era más que una simple aparición. Podía sentirlo más que verlo: detrás de Lira, las almas de las chicas sacrificadas se fragmentaban y retorcían en un velo macabro, como si algo las obligara a permanecer atrapadas en su forma corrupta. Pero para Aria, debía ser aún peor. Su conexión espiritual la hacía sentir cada grito de esas almas atormentadas.
—Aria, ¿estás bien? —pregunté, tratando de sacarla de su trance.
Mi compañera no respondió. Sus ojos estaban fijos en Lira, y la intensidad de su energía divina comenzaba a manifestarse en el aire. Era una fuerza implacable, frenética, como un cazador que finalmente había encontrado a su presa.
—Llevas el dolor de todas ellas en tu ser… —escupió Aria, sus palabras llenas de odio.
Lira no parecía afectada. Esbozó una sonrisa casi maternal mientras extendía los brazos hacia el cantinero.
—Mi pequeño, no te arrepientas de traerme de vuelta. Juntos nos vengaremos de las injusticias que este pueblo nos ha hecho… —dijo, ignorando completamente la amenaza que representaba Aria.
—Disculpe, señora, pero su hijo necesita salir a jugar con otros niños, no con rituales malditos —interrumpí, con sarcasmo. Le hice señas al cantinero para que saliera del lugar, y aunque sollozaba incontrolablemente, obedeció.
Lira entonces me miró, y la intensidad de su mirada me recorrió como un escalofrío.
—Oh, Ignis… —susurró, su voz llena de una familiaridad inquietante—. En verdad ansiaba que vinieras.
—¿Y eso por qué sería? —respondí, ocultando mi incomodidad detrás de una máscara de indiferencia.
Lira sonrió ampliamente, pero no había calidez en su expresión.
—Porque quería ver al Demonio de Laplace en persona.
Sus palabras me helaron. ¿Cómo conocía ese nombre? Sentí un mareo repentino, como si mis piernas no pudieran sostenerme.
—¿De qué estás hablando? —pregunté, apenas capaz de mantenerme en pie.
—¡Suficiente charla! —gritó Aria, interrumpiéndonos. En sus manos, su poder divino se condensó en un rayo que lanzó directamente hacia Lira.
La bruja levantó una mano envuelta en sombras, y el rayo impactó contra una barrera oscura con un estruendo ensordecedor. El choque sacudió el bar, haciendo que las botellas en las repisas se hicieran añicos.
Lira rió suavemente mientras su niebla oscura se extendía, tratando de consumir todo a su paso.
—¿Eso es todo lo que tienes, pequeña exorcista? Qué decepcionante.
Aria apretó los dientes, desatando otra ráfaga de energía, pero esta vez Lira se adelantó. Con un movimiento rápido, una sombra sólida se alzó del suelo, golpeando a Aria y lanzándola contra una pared con fuerza suficiente para romper la madera.
—¡Aria! —corrí hacia ella, pero otra sombra me detuvo, envolviendo mi pierna como una cadena helada.
—¿Qué sucede, Ignis? ¿No quieres demostrar tu verdadero poder? —susurró Lira, acercándose con calma mientras la oscuridad se arremolinaba a su alrededor.
—No sabes con quién estás jugando, Lira… —murmuré, tratando de contener la furia que hervía dentro de mí.
Pero ella no me dio tiempo. Antes de que pudiera reaccionar, una ráfaga de energía oscura me golpeó en el pecho, arrancándome el aire. Caí al suelo, mi cuerpo pesado como el plomo.
—Esto no es divertido si no luchas en serio… —Lira se giró hacia Aria, que apenas se levantaba, su energía divina tambaleante.
—Aún no he terminado… —dijo Aria con un hilo de voz, reuniendo lo poco que le quedaba para lanzar otro ataque.
El impacto fue devastador, pero Lira lo absorbió como si nada. Con un gesto, la exorcista cayó de nuevo al suelo, inmovilizada por las sombras.
—Esto es lo que pasa cuando los mortales se enfrentan a algo que no comprenden. —La voz de Lira era fría, triunfante. Se volvió hacia mí una vez más—. Pero tú… tú eres diferente.
Me estremecí. Sabía que podía luchar, que podía acabar con ella si usaba todo lo que tenía. Pero eso significaba exponer lo que realmente era, y no estaba listo para que Aria o cualquiera lo supiera.
—No importa. —Lira retrocedió un paso, extendiendo los brazos—. Esto no ha terminado. Volveré, y para entonces, Ignis, estarás listo para mostrar tu verdadera naturaleza.
Con esas palabras, la niebla oscura se disipó, llevándose a Lira con ella. Las luces del bar dejaron de parpadear, y el silencio regresó, pesado y opresivo.
Me arrastré hasta Aria, ayudándola a ponerse en pie.
—¿Qué… qué demonios fue eso? —murmuró, apenas consciente.
—Algo que no podemos enfrentar aún —respondí, ocultando el temblor en mi voz.
Habíamos sobrevivido, pero estaba claro que esta no era una victoria. Lira solo nos había dejado vivir por ahora, me había dejado vivir, para ver a Laplace, para desatarlo.