Era impresionante cómo los últimos sucesos en mi vida parecían haberse desviado hacia el conocimiento, dejando al dinero y a la codicia en un segundo plano. Aún no sabía si confiar en Vorax para encontrar lo que había estado buscando, especialmente considerando su cínico interés en devorar mis pecados. Y ahora, como si el destino quisiera ponerme a prueba, tenía este encargo que prometía algún tipo de conocimiento prohibido. ¿Era esa la respuesta a mis preguntas o solo una trampa más?.
—No es normal que estés tan callado —comentó Aria, interrumpiendo mi mente mientras caminábamos hacia el bar del pueblo.
—Solo estoy pensando en qué pediré al llegar —respondí, buscando una excusa trivial para evadir la creciente inquietud en mi interior.
—Sabes que no venimos a beber —dijo Aria, mirando de reojo.
—No necesariamente —respondí con una sonrisa irónica—. Tú harás tu trabajo y yo disfrutaré de un buen trago.
—Eres incorrigible —susurró, pero no insistió más.
Al entrar al bar, la atmósfera era la misma: madera vieja, mesas mal iluminadas y el aire denso de lo que alguna vez fue un lugar lleno de vida. El cantinero nos observó desde detrás de la barra, y en cuanto nos acercamos, saludó con una sonrisa forzada, como si la oscuridad que acechaba al pueblo no fuera más que una mala pesadilla.
—¡Oh! ¡Son los recién llegados viajeros! ¿Qué es lo que gustan de tomar? —preguntó, su voz parecía más animada de lo que esperaba, sin su anterior paranoia que nos advertía del mal que acechaba el pueblo
—No venimos a tomar nada. —Aria comenzó a hablar, pero la interrumpí con rapidez.
—Tu mejor whiskey en las rocas, mi querido amigo —respondí, una vez más sin tener la menor intención de seguir sus normas.
Aria me miró, con los ojos fulgurantes, pero finalmente cedió. El cantinero comenzó a preparar mi bebida con rapidez, aunque sus manos temblaban un poco. Había algo en él que no encajaba, y no pude evitar sospechar que sabía más de lo que estaba dispuesto a compartir.
Aria, al ver que no podía controlar la situación, decidió pasar al ataque. Su mirada se volvió fría, calculadora.
—¿Qué sabes de Lira? —dijo con una voz que denotaba autoridad.
El cantinero, al escuchar su nombre, palideció levemente. Su mano temblorosa detuvo el vertido del licor por un segundo, y luego continuó con el gesto mecánico de llenar mi vaso.
—Nada que el sacerdote no les haya dicho ya... —respondió, con un tono que intentaba parecer indiferente, pero que claramente denotaba nerviosismo.
Yo lo observaba fijamente. Algo no cuadraba en su respuesta. Había una evasión en sus palabras que no podía pasar por alto.
—Tú tienes algo que ver —afirmé, con la voz baja pero segura, casi como una certeza.
El cantinero no pudo evitar evitar mi mirada. De hecho, parecía que se estaba encogiendo bajo el peso de mi observación.
—Yo... yo no quería matar a nadie... pero ella... —su voz quebró mientras una lágrima, traicionera, se le escapaba. La tensión en su cuerpo era evidente. Algo había sucedido, algo que lo atormentaba.
Aria, al ver su desconcierto, explotó:
—¿A quién mataste? —su voz retumbó, y podía sentir cómo su poder se liberaba, como una presión invisible que afectaba a todos a su alrededor.
El cantinero, viendo cómo la situación se desbordaba, intentó zafarse de la presión. Se tambaleó, tembloroso, y trató de hablar, pero las palabras no salían con facilidad.
—Yo... no sabía... no quería... —balbuceó.
Yo tomé un trago de mi whisky, sin apartar la vista de él, y suspiré con una mezcla de fastidio y desilusión.
—Y pensar que parecías un tipo inocente —comenté, más como una observación que como una crítica.
Aria, incapaz de controlar su ira, se inclinó hacia él y lo sujetó por el cuello con un gesto brusco.
—¡¿A QUIÉN MATASTE?! —su voz era ahora un grito de furia, y la presión en la habitación se intensificó. Las personas en el bar comenzaron a desmayarse, no solo por el miedo, sino por la fuerza de la energía que Aria liberaba. Era como si el aire mismo estuviera siendo aplastado bajo su poder.
El cantinero, sin poder soportar más, gritó en un estallido de desesperación.
—¡ELLOS QUEMARON A MI MADRE! —exclamó, con el rostro lleno de lágrimas.
Aria y yo nos miramos en silencio. Aquella confesión nos golpeó como un mazazo. No era solo un hijo que había perdido a su madre... era alguien dispuesto a hacer lo que fuera necesario para traerla de vuelta, incluso si eso implicaba arrastrar consigo a toda una generación.
El cantinero temblaba, su cuerpo se sacudía de la tensión. Yo lo observaba, sintiendo la ira burbujeando dentro de mí.
—¿Valió la pena? —pregunté con voz tensa, como si las palabras me quemaran en la lengua. —¿Matar a todas esas jóvenes, a esas niñas... por revivir a tu madre?
El cantinero, sumido en su dolor, no respondió inmediatamente. Pero su mirada, llena de arrepentimiento, me decía todo lo que necesitaba saber. La desesperación por traer de vuelta a su madre había nublado su juicio, había llevado a una cadena de muertes que ahora era irreversible.
—Según los registros, al menos trece jóvenes habían desaparecido —añadí, la gravedad de la situación pesando sobre nosotros como una maldición.
El cantinero asintió, y sus sollozos se intensificaron. Cada palabra que decía parecía ser un peso aún mayor sobre su alma.
—Yo... no sabía lo que hacía. Solo... solo quería que mi madre regresara.
En ese momento, el aire a nuestro alrededor se tornó más pesado. Algo había cambiado, como si la atmósfera misma hubiera sentido el grito de la desesperación del cantinero. Una fuerza oscura y poderosa estaba a punto de liberarse, y todo indicaba que la batalla por el alma del pueblo comenzaba, con una figura mucho más siniestra que la madre del cantinero a la vista.