"Mierda, mierda, ¡MIERDA!" exclamé mientras el pánico se apoderaba de mí. El reloj brillaba con una hora imposible. Tal vez la alarma no sonó, o quizás mis oídos, hartos de años de gritos en el trabajo, habían decidido desconectarse. No importaba. Lo único claro era que estaba tarde y no podía perder este encargo. No esta vez. Era mi única esperanza de no ser desalojado al final del mes.
Me moví en automático: dientes, ducha relámpago, ropa del suelo. "¿Desayuné?" murmuré al aire mientras cruzaba la puerta de mi departamento, un espacio tan pequeño y desordenado que podía perderme entre mis propios problemas. "Bah, desayunaré en la noche después". Como cada día, debía enfrentar a mis demonios —mis colegas y ese trabajo infernal—, todo por un cheque que apenas cubría el mínimo para sobrevivir.
La calle estaba abarrotada, como si la ciudad entera hubiera conspirado para detenerme. "¡Con permiso, señora!", solté mientras me abría paso con brusquedad. A mis espaldas, un coro de quejas, pero no me detuve a disculparme. A unas pocas calles, mi destino esperaba, y con mi coche fuera de servicio, solo me quedaba correr. Tal vez hoy alguien en las alturas se apiadaría de mí.
El edificio apareció al final de la calle, un bloque gris de departamentos que hacía que mi diminuto hogar pareciera un palacio. La entrada ostentaba un letrero que rezaba: "Exterminio de Plagas - Servicio 24 horas". Un disfraz perfecto para evitar preguntas incómodas.
Subí los escalones esquivando ratas tan grandes que deberían pagar renta. El guardia en la entrada —un tipo calvo y con sobrepeso— ni levantó la vista del periódico que leía al revés. ¿Escondía su teléfono? Probablemente. Quizá veía un partido o fotos de chicas en ropa interior. Era difícil que algo me importara menos en ese momento.
En el tercer piso, los gritos retumbaban en el pasillo. "¡YA LLEGÓ POR QUIEN LLORABAN!" anuncié con tono exageradamente jovial al entrar en el departamento. Si iba a soportar el caos, al menos lo haría en mis propios términos.
El cliente se giró hacia mí como un toro que acaba de divisar algo rojo. Su ceño fruncido, combinado con el desorden de su camisa, hablaba de una noche difícil. "TÚ. Se suponía que estarías aquí hace 15 minutos. ¿Dónde demonios estabas?"
Tomé aire, preparado para la danza habitual. "Los caminos del Señor son misteriosos, señor. Digamos que me tomé un desvío espiritual". Mi tono, mezcla de seriedad y burla, lo dejó descolocado el tiempo suficiente para que continuara. "Pero aquí estoy, listo para solucionarlo todo".
A su lado, mi asistente, Aria, parecía tan aliviada como resignada. Su cabello morado y su flequillo, que cubría la mitad de su rostro, le daban un aire misterioso que intimidaba más a los clientes que a los demonios. Me giré hacia ella. "¿Listos para empezar, Aria?"
Ella asintió, pálida pero firme.
"Perfecto." Volví a mirar al cliente y, con una sonrisa que rozaba la insolencia, añadí: "Es hora de exorcizar a su hijo."