En el extremo más lejano de la habitación, una figura solitaria estaba sentada en la esquina, apoyada contra la pared. Tal vez por el ruido fuerte del rompimiento del sello, giró ligeramente su cabeza hacia mí cuando entré, como si el sonido lo hubiera despertado de un sueño.
Una enorme sensación de alivio me invadió y cerré los ojos por un momento, estabilizándome para no desmayarme. Gracias a los Cielos, al menos él estaba vivo... Mientras estuviera vivo.
Pero cuando abrí los ojos de nuevo y me acerqué, mi corazón se hundió una vez más. Casi no lo reconocía. Se había vuelto tan delgado, sus mejillas hundidas y sin color. Me estaba mirando, pero no había expresión en su rostro, ni siquiera un signo de reconocimiento. Una extraña neblina blanca se extendía a través de esos ojos oscuros, y me miraban sin vida. Las mangas largas de su túnica blanca se extendían sobre el suelo, salpicadas de escarlatas.
Solo habían pasado cincuenta días... ¿Qué le había pasado?