Mientras Esme se acercaba a Lennox, vestido con la indumentaria blanca ceremonial propia de un rey, él le ofreció su mano enguantada a Esme, y ella la aceptó. Juntos, los dos se dirigieron al altar.
Lennox levantó la copa dorada que le había entregado Leonardo, el suave tintineo de la cuchara contra el vidrio capturando la atención de toda la asamblea.
Los ojos de Esme se posaron en el suelo, su rostro se calentó mientras la atención de la sala se centraba en ellos. La quietud en el aire era densa, pero la voz de Lennox resonó a través del silencio.