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Chapter 12 - Capítulo 12. El Espejo De Oesed

Nunca en su vida Helena y Harry habían disfrutado de una comida de Navidad como aquella. Las mesas del Gran Comedor rebosaban de pavos asados perfectamente dorados, montañas de patatas cocidas y asadas, soperas llenas de guisantes bañados en mantequilla, recipientes de plata con una deliciosa salsa y una variedad de postres que parecían sacados de un sueño. Además, por toda la sala había dispersos huevos sorpresa mágicos que prometían todo menos decepciones muggles.

Helena, de forma curiosa, tomó uno de los huevos y lo dejó caer al suelo. En cuanto tocó las losas, el huevo no solo hizo un sonoro ¡pum!, sino que estalló como un cañón, llenando el aire de una nube azul. Cuando la nube se disipó, aparecieron una gorra de contralmirante y varios ratones blancos vivos que corrieron en todas direcciones, provocando risas y algunos gritos entre los alumnos.

En la Mesa Alta, el ambiente era igual de festivo. Dumbledore había cambiado su clásico sombrero puntiagudo por un bonete floreado y reía a carcajadas con un chiste del profesor Flitwick. Mientras tanto, Hagrid, rojo como un tomate tras varias copas de vino, sorprendió a todos al besar la mejilla de la profesora McGonagall, quien, para asombro de los gemelos Potter, se ruborizó y soltó una risa ligera, ajustándose el sombrero torcido.

La velada continuó con los famosos pudines de Navidad flameantes, y más de uno encontró pequeñas sorpresas en sus trozos. Un prefecto casi se rompió un diente al morder un sickle de plata escondido en su pudin, mientras que otros sacaban pequeñas figuras encantadas o monedas de chocolate que bailaban en la mesa.

Helena, cargada de regalos de las sorpresas mágicas —globos luminosos, piezas nuevas de ajedrez y un peculiar juego de Haga Crecer Sus Propias Verrugas—, observaba con una mezcla de diversión y lástima a los ratones blancos que ahora estaban ausentes. Su preocupación aumentó cuando recordó la mirada depredadora de la Señora Norris más temprano.

Después de la comida, Helena, Cassandra y Lucian se unieron a Harry y los Weasley para una épica batalla de bolas de nieve en el parque. Las risas resonaron en la fría noche invernal, y hasta Cassandra, siempre reservada, parecía relajada mientras esquivaba proyectiles de nieve con movimientos gráciles. Lucian, por otro lado, adoptó una táctica más estratégica, utilizando un muro de nieve como fortaleza mientras lanzaba ataques precisos.

Ya entrada la noche, regresaron empapados y jadeantes a la sala común de Slytherin, donde el fuego, proyectaba sombras cálidas en las paredes de piedra. Cassandra estrenó un elegante avión en miniatura que le habían enviado sus padres. El aparato, encantado para volar, surcaba la sala haciendo piruetas que arrancaban exclamaciones de asombro. Lucian, siempre observador, parecía más interesado en el mecanismo del avión que en las acrobacias que realizaba.

Finalmente, la sala común comenzó a vaciarse. Lucian se retiró primero, con una despedida breve y un comentario sobre lo cansado que estaba. Helena y Cassandra no tardaron en seguirlo, subiendo juntas los escalones hacia su dormitorio. Ambas se deslizaron en sus camas, arropándose con pesadas mantas que las protegían del frío invernal.

Helena permaneció despierta, observando el techo oscuro mientras escuchaba la respiración de Cassandra volverse lenta y regular. Cuando estuvo segura de que su compañera dormía, se deslizó fuera de la cama. Sus pasos apenas hicieron ruido sobre el suelo de piedra, y ya había llegado a la puerta cuando una voz suave resonó en la habitación.

—Ten cuidado y no dejes que te atrapen —dijo Cassandra, sin abrir los ojos ni mover la cabeza.

Helena se giró sorprendida, pero solo encontró el perfil sereno de su amiga, iluminado tenuemente por la luz que entraba desde las ventanas altas.

—Lo haré —respondió con una sonrisa pequeña, tomando el anillo que colgaba de su cuello y deslizándose en su dedo como si fuese un recordatorio de su promesa.

Cruzó la sala común vacía, donde las brasas del fuego aún brillaban tenuemente, lanzando destellos anaranjados. La entrada de la sala común se abrió con un leve chirrido, y Helena se adentro en los pasillos de Hogwarts, sus pasos ligeros y seguros. Las sombras del castillo parecían cobrar vida a su alrededor, pero no sentía miedo, solo una emoción contenida que le hacía apresurarse hacia su destino.

Llegó al aula donde había hablado con Harry más temprano, y lo encontró esperándola. Estaba sentado en el borde de un viejo pupitre, con la capa de invisibilidad descansando sobre su regazo. Al verla entrar, su rostro se iluminó con una sonrisa que reflejaba la misma emoción que ella sentía.

—¿Lista? —preguntó, levantándose y sacudiéndose el polvo de los pantalones.

—Lista —respondió Helena, devolviéndole la sonrisa mientras ajustaba el anillo en su dedo.

Helena intentaba mantenerse calmada, pero no podía evitar sentirse molesta. Molesta consigo misma por haberse dejado convencer, y aún más con Harry por su obstinación. En retrospectiva, debía haber sospechado que su idea de "explorar" no sería algo tan inocente. Sin embargo, no se le habría ocurrido que su hermano aprovecharía la oportunidad para colarse en la Sección Prohibida de la biblioteca.

—Es nuestra mejor oportunidad —había insistido Harry, llenó de emoción—. Si hay alguna pista acerca de quién es Flamel, tiene que ser aquí.

Helena no respondió. No tenía intención de decirle que desde hacía tiempo sabía quién era Flamel ni de entregarle esa información tan fácilmente. Aún así, allí estaba, sosteniendo una lámpara para iluminar su camino, mientras su hermano lideraba la incursión con una determinación que parecía crecer con cada paso.

La biblioteca parecía más siniestra de lo normal en la oscuridad de la noche. La tenue luz de la lámpara apenas lograba disipar las sombras, y el aire estaba impregnado de un silencio que no invitaba a quedarse

Al fondo de la enorme sala, la Sección Prohibida se alzaba como un oscuro umbral entre lo permitido y lo prohibido. La cuerda que separaba esa zona de los libros comunes parecía más un símbolo que una barrera real, pero cruzarla seguía haciéndola sentir como si cometiera un crimen.

Harry fue el primero en pasar, y Helena lo siguió a regañadientes, levantando la lámpara para iluminar los títulos de los libros. Sin embargo, la tarea no les sirvió de mucho. Las cubiertas estaban inscritas con palabras en idiomas desconocidos, algunos incluso parecían símbolos arcanos. Otros libros no tenían títulos en absoluto, solo marcas extrañas en sus lomos. Uno en particular tenía lo que parecía ser una mancha negra que, en la tenue luz, se asemejaba a sangre seca.

Helena no pudo evitar estremecerse. Los libros parecían murmurar entre ellos, como si fueran conscientes de la presencia de un intruso. No sabía si era su imaginación, pero sentía un ligero zumbido en los oídos, como el eco de voces distantes.

—No creo que encontremos nada útil aquí, Harry —murmuró, intentando mantener la voz baja.

Pero su hermano no la escuchaba. Sus ojos brillaban con determinación mientras revisaba los estantes, convencido de que en algún lugar encontraría lo que buscaba.

Harry la ignoró por completo. Sus manos recorrían los lomos de los libros con impaciencia, como si alguno fuera a revelarle el secreto que buscaba.

Entonces, lo encontró.

Un libro grande y pesado, encuadernado en negro con detalles plateados. Harry lo sacó con esfuerzo y lo apoyó sobre sus rodillas. Apenas lo abrió, el silencio fue desgarrado por un grito espeluznante. El sonido era insoportable, una especie de aullido agudo e interminable que parecía perforar sus tímpanos.

—¡Ciérralo! —susurró Helena con urgencia, pero incluso cuando Harry obedeció, el grito no se detuvo.

El pánico se apoderó de ambos. En su desesperación, Harry chocó contra Helena, apagando la lámpara de un golpe. La oscuridad los envolvió de inmediato, pesada e implacable.

—¡Corre! —susurró Harry, y ambos echaron a correr a ciegas, guiándose más por instinto que por visión.

Al llegar a la puerta de la biblioteca, apenas lograron esquivar a Filch, quien entraba justo en ese momento. Sus ojos escudriñaron la oscuridad con sospecha, pero ellos lograron pasar agachados, sin hacer ruido, protegidos por los artefactos de sus padres.

Las pisadas de los hermanos resonaron en los pasillos del castillo mientras corrían sin rumbo. Helena apenas podía mantener el ritmo, pero no se atrevía a detenerse. Finalmente, Harry dobló una esquina, y ella lo siguió, solo para encontrarse de frente con un grupo de armaduras.

Helena se detuvo, jadeante, mientras su mirada intentaba orientarse en la oscuridad. Había armaduras cerca de la cocina, lo sabía, pero aquello no tenía sentido. Estaban, al menos, cinco pisos más arriba.

Antes de que pudiera procesar su confusión, escuchó una voz que le heló la sangre.

—Usted me pidió que le avisará directamente, profesor, si alguien andaba dando vueltas durante la noche. Alguien estuvo en la biblioteca. En la Sección Prohibida.

El rostro de Helena palideció. Filch debía conocer algún atajo, porque su voz se acercaba rápidamente.

—¿La Sección Prohibida? —respondió otra voz, helada y autoritaria. Era Snape. Helena sintió que el estómago se le hundía—. Bueno, no pueden estar lejos. Ya los atraparemos.

Retrocedieron lo más silenciosamente que pudieron. A su izquierda, una puerta entreabierta surgió como su única esperanza en medio de la total oscuridad. Sin tiempo para dudar, se deslizaron dentro, conteniendo la respiración y cuidando cada movimiento para no hacer ruido.

El eco de los pasos se detuvo momentáneamente, haciéndolos tensarse, pero pronto se reanudaron, alejándose en dirección contraria. No fue hasta entonces que Helena permitió que un suspiro aliviado escapara de sus labios, su pecho subiendo y bajando con el esfuerzo reprimido. Harry parecía igualmente aliviado, pero su atención ya estaba en otro lugar.

Helena aprovechó para echar un vistazo a la habitación en la que se habían refugiado. Era un aula en desuso, cubierta de una capa delgada de polvo que parecía brillar débilmente bajo la escasa luz que entraba por una rendija de la puerta. Las sombras de sillas y pupitres amontonados contra las paredes creaban formas fantasmales, y una papelera volcada estaba apoyada contra una esquina como si hubiese sido olvidada.

Sin embargo, lo que más llamó su atención fue algo que no encajaba allí.

En el centro del aula, inclinado ligeramente hacia atrás sobre un par de soportes en forma de garras, se encontraba un espejo imponente. Su marco dorado, intrincadamente tallado, parecía absorber la poca luz de la habitación y devolverla de una manera casi hipnótica. En la parte superior había una inscripción grabada:

Oesed lenoz aro cut edon isara cut se onotse. 

Helena frunció el ceño y, con un gesto automático, se quitó su anillo para frotarlo contra su mano.

.—Harry —murmuró mientras le daba un codazo en las costillas—. Mira esto.

Harry alzó la vista, notando por primera vez el espejo. Sus ojos se agrandaron, llenos de curiosidad.

—¿Qué es lo que hace esto aquí? —preguntó mientras avanzaba hacia él.

Apenas se paró frente al cristal, un jadeo escapó de sus labios. Inmediatamente, Harry llevó las manos a su boca, como si intentara acallar el sonido.

—¿Qué sucede, Harry? —preguntó Helena, su preocupación evidente mientras se acercaba a él.

Pero Harry no respondió de inmediato. Sus ojos estaban clavados en el espejo, como si estuviera viendo algo imposible.

—Es... nuestra familia —murmuró finalmente, con la voz apenas audible—. Están aquí.

Helena se detuvo, confundida.

—¿Qué estás diciendo?

—Mamá y papá... —Harry se giró hacia ella, sus ojos brillando con una mezcla de asombro y tristeza—. Están aquí, justo detrás de nosotros.

Helena frunció el ceño y se acercó al espejo, colocándose junto a Harry. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de lo que Harry estaba viendo. En el espejo no solo se reflejaban ellos dos; había al menos otras diez personas, tanto hombres como mujeres, que se destacaban en la superficie del cristal.

Todos ellos sonreían, saludaban con entusiasmo, como si estuvieran allí para darles la bienvenida. Helena observó el aula una vez más, pero no había nadie, excepto Harry. Y sin embargo, cuando volvió a mirar el espejo, aquellos desconocidos seguían allí, como si solo existieran dentro del reflejo.

—¿Puedes verlos? —preguntó Harry, su voz llena de asombro.

Helena estaba demasiado impactada para responder. Sus ojos se encontraron con los de una mujer muy guapa, de cabello rojo oscuro, y una mirada que... — ¿Esos ojos? — pensó. Son idénticos a los de Harry. Se acercó un poco más al espejo, los latidos de su corazón resonando en sus oídos mientras observaba más detenidamente.

Verde brillante, exactamente como los de su hermano. Pero lo que la hizo detenerse fue algo que no había notado al principio: ella estaba llorando, pero sonriendo al mismo tiempo, como si estuviera atrapada entre la tristeza y la felicidad.

Helena dio un pequeño paso atrás, absorbiendo la imagen, pero su atención fue atraída hacia un hombre alto y delgado que estaba al lado de la mujer. Llevaba gafas, y su cabello negro desordenado se levantaba, encrespado en la nuca, exactamente igual que el de Harry. Sus ojos, sin embargo, no eran verdes; eran de un color avellana profundo, idénticos a los de ella.

Helena estaba tan cerca del espejo que su nariz casi tocaba el cristal. Sus ojos brillaban con emoción.

—¿Mamá? —susurró, con la voz quebrada por el asombro. —¿Papá?

En ese momento, la mujer y el hombre la miraron. Sonrieron, y parecía que los miraban directamente a los ojos. Helena casi no podía creer lo que estaba viendo. Su corazón latía con fuerza. La figura de la mujer, que nunca había conocido más allá de las pocas historias que se le habían contado por otros. Lo mismo sucedía con el hombre que estaba a su lado.

Harry, al ver la reacción de su hermana, comenzó a observar con más detenimiento el resto de los reflejos. Allí había más rostros, más ojos, muchos de ellos con el mismo color avellana que los de su hermana. Se dio cuenta de que estaban mirando a su familia por primera vez en su vida.

Luego vio otro par de ojos verdes, una nariz parecida a la suya, y hasta un hombre pequeño con rodillas nudosas, como las de él. 

Los Potter en el espejo sonrieron y agitaron las manos, y los gemelos permanecieron allí, mirándolos con los ojos fijos, con las manos pegadas al cristal como si pudieran atravesarlo, como si pudieran ir más allá y alcanzarlos. Un nudo se formó en el estómago de Helena. Era un dolor profundo, casi tangible, una mezcla de alegría y una tristeza insoportable.

Ambos permanecieron allí, inmóviles, sin saber cuánto tiempo había pasado. La imagen no se desvanecía. El reflejo de la familia seguía sonriendo, como si estuvieran esperando que los miraran una vez más.

Fue solo cuando un ruido distante, el sonido de pasos, los hizo volver a la realidad. Helena apartó la mirada con dificultad, como si tuviera que romper un hechizo. No podía quedarse allí. No podían quedarse allí. Tenían que encontrar el camino de regreso a sus dormitorios antes de que los descubrieran.

Con el corazón aún acelerado, Helena susurró, más para sí misma que para Harry, aunque ambos lo sabían:

—Volveremos pronto.

Y, con un último vistazo hacia el espejo, salió apresuradamente de la habitación, con Harry siguiéndola de cerca. Pero el reflejo de su familia permaneció en el cristal.

La noche siguiente, Helena estaba sentada frente al espejo de Oesed, sus dedos entrelazados mientras observaba las figuras reflejadas en el vidrio. Su madre, con el cabello rojo como fuego y ojos verdes llenos de calidez, le sonreía. A su lado, su padre estaba de pie, alto y firme, con su cabello oscuro rebelde y ojos avellana que Helena veía en el espejo cada vez que se miraba a sí misma. Esa visión era cruel, pero al mismo tiempo fascinante. Se trataba de una felicidad tan cercana que podía sentirla, pero tan alejada que jamás la podría alcanzar.

Un ruido detrás de ella rompió el silencio de la noche. Giró apenas la cabeza para ver cómo Harry entraba sigilosamente, quitándose la capa de invisibilidad. Sin embargo, no estaba solo. Ron Weasley lo seguía, mirando alrededor con una curiosidad mal disimulada.

Helena se puso de pie de inmediato, sus ojos centelleando con algo que mezclaba sorpresa y enfado.

—¿Se lo dijiste? —su voz era baja pero cargada de reproche. Dio un paso hacia su hermano, con los brazos cruzados—. Harry, ¿cómo pudiste?

Harry, atrapado por la intensidad de su mirada, se encogió ligeramente de hombros, evitando su mirada directa.

—Yo... pensé que no sería tan grave, —dijo Harry, con un tono vacilante mientras sus ojos se movían entre Helena y Ron—. Solo quería que viera a nuestra familia... y... yo también quería ver a la suya —añadió, su voz disminuyendo al final, como si dudara de sus propias palabras.

Ron, que había permanecido callado, alzó las manos en un gesto apaciguador.

—Vamos, Helena, no te pongas así. Además, le dije a Harry que podrían venir a nuestra casa en verano. Mi mamá y mi papá estarían encantados de conocerlos.

Helena apretó los labios, sus manos cayendo a los costados mientras una chispa de frustración brillaba en sus ojos. Su mirada se desplazó hacia Ron, quien, ajeno a la tensión, había notado el espejo y ahora lo observaba con fascinación.

—¡Santo cielo! Ese espejo es enorme —exclamó, acercándose unos pasos.

Harry, buscando cambiar de tema, se adelantó. —¿Puedes verlos? —preguntó con esperanza, sus ojos siguiendo los movimientos de Ron—. ¿A mi familia?

Ron frunció el ceño, estudiando el espejo. —No veo nada —respondió tras unos segundos, girándose hacia Harry con una expresión confusa.

—Inténtalo desde donde estaba Helena —sugirió Harry rápidamente, señalando el lugar frente al espejo.

Ron se movió al lugar señalado, lanzándole una sonrisa nerviosa a Helena antes de mirar de nuevo. Esta vez, sus ojos se iluminaron.

—¡Mírame! —dijo, con entusiasmo creciente.

Helena permaneció en silencio, pero sus brazos volvieron a cruzarse, su ceño fruncido mientras observaba la escena.

—¿Puedes ver a toda tu familia contigo? —preguntó finalmente, aunque su tono era más frío que curioso.

—No... estoy solo... pero soy diferente... mayor... ¡y soy delegado! —exclamó Ron, con una emoción palpable—. Tengo un distintivo como el de Bill, y estoy levantando la copa de la casa y la de Quidditch... ¡Y también soy capitán de Quidditch!

Ron apartó los ojos del espejo, girándose hacia Harry con una sonrisa radiante. —¿Crees que este espejo muestra el futuro?

Helena dejó escapar una risa seca, sin humor. —Eso no tiene sentido. Si fuera el futuro, ¿cómo explicas que toda mi familia esté aquí? —preguntó, su voz cortante mientras señalaba el espejo con un gesto rápido—. Están muertos, Ron.

Harry, incómodo, intentó intervenir, pero Helena no le dio tiempo.

—Déjame mirar de nuevo —dijo, adelantándose hacia el espejo, como si el mero hecho de hacerlo pudiera desvanecer la tensión.

Ron dio un paso atrás, levantando las manos.

—¡Helena, lo has tenido toda la noche! Dame un rato más.

—¿Y qué tiene de interesante ver una copa de Quidditch? —replicó Helena, su tono cargado de desdén—. Yo quiero ver a mis padres.

El aire en la habitación se tensó mientras los tres permanecían en silencio. Harry intentó calmar las cosas. —¡Por favor, no peleen!—pidió, aunque su propia frustración era evidente.

De repente, un ruido en el pasillo los sobresaltó. Los tres giraron hacia la puerta, sus ojos abiertos de par en par.

—¡Rápido! —susurró Ron, lanzando la capa de invisibilidad sobre los tres justo cuando los ojos brillantes de la Señora Norris aparecieron en el umbral.

Helena contuvo el aliento, su corazón latiendo con fuerza mientras la gata avanzaba lentamente, sus ojos dorados buscando en la oscuridad. Ron, en voz casi inaudible, murmuró: —¿Crees que funcione con los gatos?

La gata se detuvo, olfateó el aire y, después de lo que pareció una eternidad, giró sobre sus patas y se alejó.

Ron dejó escapar un suspiro de alivio.

—No podemos estar seguros... Puede haber ido a buscar a Filch. Será mejor que nos vayamos ahora.

Sin esperar respuesta, empujó a Harry y Helena hacia la salida. Helena lanzó una última mirada al espejo antes de cruzar la puerta. La imagen de sus padres permanecía allí, mirándola con la misma calidez de siempre, como si esperaran su regreso.

Habían pasado cinco noches consecutivas desde que Helena había comenzado con sus pequeñas escapadas nocturnas. Al principio, Lucian no le prestó demasiada atención. Después de todo, Helena no parecía ser alguien tan imprudente como para no pedir ayuda si realmente la necesitara. Sin embargo, a medida que pasaban los días, algo empezó a inquietarlo.

Helena se había vuelto más retraída, casi ausente. Sus palabras eran escasas, sus respuestas evasivas. Los ojos, normalmente llenos de curiosidad, ahora parecían enfocados en buscar amenazas invisibles. Había un nerviosismo constante en ella, una especie de paranoia que la hacía sobresaltarse ante cualquier ruido.

Lucian intentó hablar con ella, empleando la sutileza que solía usar en sus conversaciones. Pero tan pronto mencionó las ausencias nocturnas, Helena se puso a la defensiva. Su tono fue cortante, como una barrera que dejaba claro que el tema no era negociable.

—No es asunto tuyo, Lucian —dijo, sin mirarlo a los ojos—. Puedo manejarlo sola.

Aunque sabía que insistir sería inútil, Lucian no pudo ignorar su creciente preocupación. Decidió seguirla en una de sus escapadas, utilizando un encantamiento de desilusión para no ser descubierto.

En la tercera noche, la observó atravesar los pasillos vacíos y oscuros con una seguridad inquietante, girando esquinas como si conociera aquel camino de memoria. Finalmente, la vio entrar en un aula abandonada. La puerta, vieja y desgastada, se cerró con un leve chirrido detrás de ella. Lucian esperó en silencio hasta que Helena se fue, y luego entró al aula por su cuenta.

Lo que encontró allí lo dejó intrigado: un espejo imponente con un marco dorado que parecía absorber la luz y devolverla de una forma casi hipnótica. Frente a la superficie del espejo, había visto algo que lo dejó sin palabras. Esa visión lo llevó de regreso al aula una y otra vez en las noches siguientes, en un intento de comprender lo que aquel espejo le mostraba.

Había memorizado los horarios en que Helena y su hermano visitaban el aula, asegurándose de ir en momentos en que no corría riesgo de ser descubierto. Aquella noche no fue diferente. Entró al aula con cautela, cerrando la puerta detrás de él.

El espejo estaba allí, tan majestuoso como siempre. Lucian avanzó lentamente, con los ojos clavados en la superficie brillante. Lo que veía lo atrapaba, lo llenaba de una mezcla de anhelo y desconcierto. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó que ya no estaba solo.

—De vuelta otra vez, ¿no es así, Lucian? —dijo una voz tranquila desde el rincón más oscuro del aula.

Lucian giró la cabeza rápidamente, sorprendido. Allí, sentado en un pupitre contra la pared, estaba Albus Dumbledore. Como siempre, su presencia parecía llenar el espacio de una calma inusual, aunque Lucian no tenía idea de cómo había llegado allí sin ser visto.

—Necesita enseñarme cómo hacer eso —dijo Lucian, intentando ocultar su sobresalto detrás de un comentario juguetón.

Dumbledore esbozó una sonrisa ligera, con esa mirada sabía que siempre parecía verlo todo.

—Me temo que eso solo se aprende con los años —respondió con suavidad, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Aunque me atrevería a decir que tienes talento para los trucos por tu cuenta.

Lucian dejó escapar una risa breve, casi imperceptible, antes de volverse hacia el espejo. La imagen reflejada parecía envolverlo, como si quisiera contarle algo que aún no comprendía. Dumbledore, en cambio, lo observó en silencio, dándole tiempo para procesar lo que veía. 

Comprendía que el joven que tenía delante suyo no se dejaba impresionar fácilmente, pero en aquel momento, la quietud del espejo parecía hacerle una pregunta que él aún no sabía responder. El silencio se alargó, hasta que Dumbledore rompió la calma con una voz suave pero firme.

—¿Sabes qué es lo que tienes delante de ti?

El muchacho no apartó la vista del espejo mientras respondía, su tono calmado pero cargado de interés.

—El espejo de Oesed. Tras mi primera visita, investigué todo lo que pude sobre él. Nadie sabe con certeza de dónde proviene ni quién lo creó. Se dice que pasó de mago en mago, muchos intentando desentrañar sus secretos… hasta que desapareció de los registros. —Hizo una pausa breve, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado—. Estoy seguro que nunca se imaginaron que terminaría en Hogwarts.

Dumbledore asintió, sus manos entrelazadas descansando sobre su regazo.

—Lo trajo uno de los antiguos directores del colegio, mucho antes de mi tiempo. Algunos decían que buscaba entender la magia detrás de él. Pero si me preguntas… —el anciano alzó una ceja, su tono adquiriendo una ligera calidez—, creo que lo hizo porque, en algún momento, se perdió a sí mismo.

Lucian frunció ligeramente el ceño, intrigado. No estaba seguro de si Dumbledore hablaba en un sentido figurado o literal, pero la idea de un mago tan poderoso como para ser director de Hogwarts perdido en su propia búsqueda de respuestas le parecía… curiosa.

—¿Perderse a uno mismo? —repitió, tratando de captar el significado detrás de las palabras.

Dumbledore mantuvo su mirada, con la misma paciencia que un maestro esperando que su alumno conecte las piezas por sí mismo.

—Sí. A veces, en nuestra búsqueda de respuestas o de algo que sentimos que nos falta, olvidamos lo que somos. El espejo… —hizo un leve gesto hacia él con la mano—, tiene una manera peculiar de mostrarnos ese vacío. Dime, Lucian, ¿sabes realmente lo que refleja?

Lucian se volvió hacia el espejo, observando su propia imagen por un instante antes de responder. Su voz, aunque reflexiva, denotaba cierta inseguridad.

—Nos muestra el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Algo que, a menudo, desconocemos por completo. Un anhelo oculto, tal vez inalcanzable….

Dumbledore lo escuchó con atención, sus ojos chispeando con aprobación, pero también con una ligera tristeza. Se levantó de su asiento y caminó lentamente hacia el joven, colocándose a su lado frente al espejo.

—Tienes razón, Lucian. Se trata ni más ni menos de una ilusión peligrosa. —Su voz era suave, pero sus palabras resonaron con peso—. No hay nada malo en desear. Los sueños, las aspiraciones… son parte de lo que nos hace humanos. Pero quedarse atrapado en lo que el espejo muestra puede llevarnos a olvidar la realidad, a descuidar el presente por un futuro que tal vez nunca llegue.

Al terminar sus palabras guardó silencio, dejando que sus palabras flotaran en el aire, ofreciéndole a Lucian un momento para reflexionar.

—Lo comprendo —dijo Lucian tras un silencio calculado, su tono medido, casi indiferente, aunque sus ojos permanecían fijos en el espejo, como si desafiara a su reflejo a revelar algo que él no quería admitir—. No estoy aquí por mera curiosidad o nostalgia, profesor. Pensé que, si lograba entender lo que veía, quizá podría... ordenar mejor mis pensamientos.

Dumbledore inclinó ligeramente la cabeza, evaluando las palabras de Lucian con una mirada penetrante, que parecía atravesar cualquier máscara. Después de un momento, sonrió con suavidad.

—¿Y qué es eso que ves?

Lucian mantuvo su mirada en el espejo, su rostro cuidadosamente neutral. Pero, al responder, hubo una leve pausa, un resquicio en la fachada que intentaba mantener.

—Me veo sosteniendo un par de guantes de lana nuevos —dijo con un tono que rozaba la ligereza, como si la respuesta fuera de poca importancia.

Dumbledore levantó las cejas, sorprendido por la respuesta, pero su expresión pronto se suavizó en una cálida sonrisa.

—¿Un par de guantes de lana?

—Sí —respondió Lucian, encogiéndose de hombros con un gesto ensayado, como si tratara de quitar peso a sus propias palabras—. Otra navidad ha pasado y la mayoría de las personas a mi alrededor parecen pensar que debo recibir cosas grandiosas o útiles. Libros raros, objetos que me ayuden a... —hizo una pausa breve, apenas perceptible, antes de continuar—... cumplir con ciertas expectativas. Pero pocos se detienen a pensar en algo tan simple.

Dumbledore lo miró con una atención renovada, como si acabara de comprender una capa más profunda del joven frente a él.

—Un deseo sencillo, pero profundo —comentó con suavidad—. No es tanto el objeto lo que buscas, sino lo que representa. Un regalo que hable de afecto genuino, de alguien que te vea por lo que eres y no por lo que esperan que seas.

Lucian no respondió de inmediato. Sus ojos se apartaron del espejo, pero no hacia Dumbledore, sino hacia un punto indefinido en el suelo. La tensión en sus hombros delataba que las palabras del director habían tocado una fibra sensible, aunque él seguía manteniendo una postura aparentemente relajada.

Dumbledore rompió el silencio al levantarse de su asiento, sus movimientos deliberados y tranquilos mientras se acercaba al espejo, sus manos cruzadas detrás de la espalda. Sus ojos azules brillaron con un destello de nostalgia al observar el marco dorado del Espejo de Oesed.

—Pronto, este espejo será trasladado a un lugar más seguro —dijo con tono meditativo—. Su tiempo aquí ha llegado a su fin.

Lucian parpadeó, girándose hacia él con curiosidad.

—¿Y dónde será ese lugar?

Dumbledore sonrió, esa sonrisa suya que siempre parecía esconder más de lo que revelaba.

—Un lugar donde no pueda tentar a aquellos que buscan en él respuestas que deben hallar dentro de sí mismos. —Hizo una pausa, su tono adquiriendo un matiz de advertencia amable—. Pero confío en que no lo buscarás, Lucian. Algunas cosas es mejor dejarlas ocultas, lejos de nuestra vista. De lo contrario, podríamos quedarnos atrapados en lo que deseamos, en lugar de avanzar hacia lo que realmente necesitamos.

Lucian asintió lentamente, procesando las palabras del director. Su mirada volvió al espejo una última vez, pero esta vez no para buscar respuestas, sino para despedirse de algo que, aunque reflejara sus anhelos, nunca podría ofrecerle más que una falsa ilusión.

—¿Quieres jugar al ajedrez? —preguntó Cassandra, con su tono casual mientras movía una pieza del tablero frente a ella.

—No.

La respuesta de Helena fue apenas un susurro. Estaba acostada en su cama, abrazada a Crookshanks, que ronroneaba suavemente a su lado. Sus ojos estaban fijos en el dosel de la cama, como si buscara respuestas en las sombras que bailaban sobre la tela.

Cassandra dejó de mover las piezas y la miró por un momento, con los labios apretados, antes de intentar de nuevo:

—¿Entonces visitar a Hagrid?

—No... ve tú —respondió Helena con voz apagada, girando apenas el rostro hacia el gato para acariciar su suave pelaje.

El ceño de Cassandra se frunció ligeramente, pero su irritación no llegó a convertirse en reproche.

—Debes tener cuidado con lo que haces, Helena. No estás en la mejor condición para andar sola por ahí —dijo finalmente, su tono firme, aunque aún cargado de preocupación.

Helena no respondió, limitándose a cerrar los ojos como si quisiera bloquear tanto las palabras como la mirada escrutadora de Cassandra.

Con un leve suspiro, Cassandra se levantó de su cama y se sacudió la túnica con movimientos deliberados.

—Iré a ver si Lucian está libre para ir al Gran Comedor. Si quieres acompañarnos, eres más que bienvenida.

Su voz sonó neutral, pero había una nota de esperanza en la invitación, como si realmente deseara que Helena aceptara.

Helena negó con la cabeza sin abrir los ojos.

—No hace falta —murmuró, apenas audible.

Cassandra la observó por un instante más, dudando si insistir, pero finalmente tomó su bufanda y salió de la habitación.

Helena abrió los ojos una vez que se quedó sola, sintiendo el peso del silencio que dejó Cassandra tras de sí. Sabía que Cassandra estaba preocupada, y aunque en el fondo agradecía ese interés, no podía evitar sentirse irritada. Ser vista como un problema que necesitaba solución era una sensación que no le gustaba tener.

Crookshanks se estiró junto a ella, como si intentara reconfortarla, y Helena le dedicó una pequeña sonrisa.

Crookshanks se estiró perezosamente a su lado, rodando sobre su espalda para exponer el vientre. Helena le dedicó una pequeña sonrisa, su mano acariciando el pelaje suave del gato.

—Estoy bien, de verdad —susurró, más para convencerse a sí misma que al gato.

Helena aún no había hablado con sus amigos acerca del espejo, y probablemente no lo haría. Parte de ella sospechaba que tanto Cassandra como Lucian ya habían deducido que algo estaba mal. Ambos eran demasiado observadores para su propio bien. Cassandra con sus comentarios francos y Lucian con esa mirada tranquila que parecía ver más de lo que decía. Sus intentos de mantenerla ocupada, de sacarla de la habitación, eran todo menos casuales.

Aun así, Helena no iba a dejar que eso le impidiera regresar al espejo. Cada vez que lo miraba, sentía una mezcla de consuelo y tormento. El anhelo de tener algo que debió de haber sido suyo, pero lamentablemente no lo es.

Crookshanks volvió a ronronear, su cálido cuerpo acomodándose contra ella. Helena cerró los ojos por un momento, hundiéndose en la suave compañía del gato, pero su mente seguía inquieta.

No podían entenderlo. Ni Cassandra, con su manera de afrontar el mundo de frente, ni Lucian, con su lógica desapasionada. Las personas que lo tenían todo jamás podrían comprender a aquellos que no tenían nada.

La sexta noche, Helena encontró el camino al espejo más rápidamente que en las veces anteriores. Sus pasos eran apresurados, demasiado ruidosos para alguien que intentaba evitar ser descubierto, pero no le importaba. Su corazón palpitaba con anticipación mientras se adentraba en el aula vacía, y ahí estaba.

El espejo.

Y dentro de él, su madre y su padre, sonriéndole con ternura. Su abuelo, de pie junto a ellos, la saludaba con un gesto alegre y lleno de orgullo. Helena sintió que algo en su pecho se aflojaba. Se dejó caer al suelo frente al espejo, cruzando las piernas y abrazándose las rodillas mientras miraba aquella escena. Una hora pasó como un suspiro hasta que unos pasos suaves se acercaron detrás de ella.

—Helena —susurró Harry mientras se sentaba a su lado—. ¿Otra vez aquí?

—Podría preguntarte lo mismo —respondió ella sin apartar la mirada del espejo.

Juntos, los gemelos contemplaron a su familia reflejada en el cristal, absortos en la ilusión, aferrándose a una conexión que parecía tan cercana y tan inalcanzable a la vez. Nadie les iba a impedir que pasaran esa noche con su familia. Nadie.

Excepto…

—Así que de vuelta otra vez, ¿no, niños?

Helena sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Su cuerpo se tensó mientras giraba lentamente la cabeza.

Sentado en un pupitre contra la pared estaba Albus Dumbledore.

—No… no lo vimos, señor —dijo Harry, levantándose de un salto.

—Es curioso lo miope que se puede volver uno al ser invisible —comentó Dumbledore con una sonrisa tranquila, sus ojos chispeantes detrás de sus gafas de media luna.

Helena y Harry intercambiaron miradas, aliviados por su tono afable.

—Entonces —continuó Dumbledore, bajando del pupitre con sorprendente agilidad para su edad—, como cientos antes que ustedes, han descubierto las maravillas del espejo de Oesed.

—¿Es así como se llama? —preguntó Helena, con su voz un poco temblorosa.

—Efectivamente. Pero, espero que hayan deducido ya lo que hace, ¿no?

—Bueno… me mostró a mi familia —comenzó Harry, pero Dumbledore lo interrumpió con un gesto amable.

—Y a tu amigo Ronald Weasley lo reflejó como capitán de Quidditch, sosteniendo la copa en alto.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Harry, desconcertado.

—No necesito una capa para ser invisible —respondió Dumbledore con un guiño.

Helena miró al director con cautela. No se movió de su lugar frente al espejo, aunque sintió que sus mejillas ardían al pensar que él había estado ahí, observándolos todo el tiempo.

—¿Pueden pensar qué es lo que nos muestra este espejo? —preguntó Dumbledore, dejando que su mirada se posara primero en Harry y luego en Helena.

Harry negó lentamente con la cabeza, mientras Helena permanecía en silencio, debatiéndose entre hablar o no. Finalmente, tomó aire y respondió con vacilación:

—Nos muestra lo que queremos… lo que sea que más deseemos.

—Sí y no —corrigió Dumbledore con calma, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Este espejo nos muestra ni más ni menos que el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Para ustedes, que nunca conocieron a su familia, los refleja rodeados de ellos. Para Ronald, que ha sido eclipsado por sus hermanos, se ve como el mejor de todos ellos.

El tono de Dumbledore se volvió más grave, como si tratara de imprimir la importancia de sus palabras:

—Sin embargo, este espejo no nos da ni conocimiento ni verdad. Hay hombres que se han consumido frente a él, fascinados por lo que ven, incapaces de apartarse. Otros se han enloquecido, sin saber si lo que muestra es real o siquiera posible.

Helena sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—El espejo será llevado a una nueva casa mañana —continuó Dumbledore, su tono más suave—, y les pido que no lo busquen otra vez. Si alguna vez se cruzan con él, deberán estar preparados. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdenlo.

Harry asintió lentamente y empezó a moverse hacia la salida, aunque parecía reacio a irse.

—Señor… profesor Dumbledore… ¿Puedo preguntarle algo?— dijo, deteniendo su caminata.

—Es evidente que ya lo has hecho —dijo Dumbledore con una sonrisa—. Sin embargo, puedes hacerme otra pregunta.

—¿Qué es lo que ve cuando se mira en el espejo?

Dumbledore pareció considerar la pregunta por un momento antes de responder:

—¿Yo? Me veo sosteniendo un par de gruesos calcetines de lana.

Harry lo miró asombrado, mientras Helena fruncía ligeramente el ceño, confundida.

—Uno nunca tiene suficientes calcetines —explicó Dumbledore con una sonrisa melancólica—. Ha pasado otra Navidad y no me han regalado ni un solo par. La gente sigue insistiendo en regalarme libros.

Mientras Dumbledore y Harry se alejaban del espejo, Helena permaneció inmóvil, sentada en su posición original, sus ojos fijos en el reflejo.

—Si yo… —comenzó, con la voz temblorosa—. Si me voy, ¿no los volveré a ver, cierto?

Dumbledore se detuvo en seco y regresó lentamente hacia ella, sus pasos suaves y medidos, como si cada uno estuviera pensado cuidadosamente. Cuando llegó a su lado, sus ojos azules, que usualmente reflejaban una chispa juguetona, ahora mostraban una comprensión silenciosa.

Con una expresión que mezclaba ternura y sabiduría, extendió su mano hacia Helena. Ella vaciló un momento, pero finalmente aceptó su ofrecimiento.

La mano de Dumbledore era cálida y firme, pero al mismo tiempo extrañamente ligera. Helena notó de inmediato cuán pequeña y frágil se sentía la suya en comparación. Con un movimiento suave, Dumbledore la levantó con facilidad.

—No aquí, no en este espejo —respondió, su voz un susurro sereno, lleno de una sabiduría que solo el paso de los años puede otorgar—. Pero eso no significa que los pierdas.

Helena miró al espejo, luego volvió la vista hacia Dumbledore, sin estar completamente segura de comprender lo que él quería decir.

Dumbledore le dedicó una mirada comprensiva, casi como si leyera su mente. Mientras hablaba, su mirada recorrió a Harry, que permanecía de pie, observando en silencio, pero con una presencia inconfundible al lado de ella.

—Las personas que amamos dejan una marca en nosotros, Helena. Una marca que no depende de recuerdos concretos ni de su presencia física. El amor que se comparte es tan profundo que sobrevive incluso cuando ya no están cerca. Su voz no sonaba como una simple explicación; casi como si fuera un recordatorio.

—Y no debes olvidar que tienes a alguien aquí contigo —añadió con una leve sonrisa, mirando a Harry, que no había dejado de observar a su hermana. La expresión de Harry era una mezcla de preocupación y cariño, la misma que había tenido toda su vida hacia ella.

Una mirada que siempre llenaba su pecho con una sensación cálida y reconfortante. Sabía con seguridad que él siempre estaría allí.

Helena no supo cómo fue que llegó a su dormitorio, pero cuando estuvo en su cama, se le ocurrió pensar que tal vez Dumbledore no había sido del todo sincero. Pero al mismo tiempo comprendía que un hombre tan poderoso como lo era Dumbledore debía tener sus propios secretos.