después de pasar más de una hora llorando en el baño y haber tenido esa descarga tan abrumadora de emociones, algo que jamás había experimentado antes, caminando hacia la oficina y pensando que hara mas tarde, paso a paso se aproximaba a ese escritorio que ha sido su jaula durante años, viendo los los escritorios vacíos de sus compañeros de trabajo.
aclarando un poco sus pensamientos y siguiendo el tramo hacia el escritorio, como si estuviera caminando por un largo rato, finalmente llega y se sienta sobre aquella fría silla.
esta silla, mi fiel acompañante durante largos años, recordó que había olvidado traer la almohada y la cobija que usualmente usa cuando duerme en su escritorio durante unas pocas horas, hacía frío, un poco incomodo para su gusto, tenía planeado retomar su siesta y dormir una hora más.
después del corto descanso planeaba retomar el trabajo, haciendo planes del que hacer o cómo hacer lo que tenía por delante.
iba a ponerse de pie para ir a buscar la sábana que lo cubrió cuando estaba en el sofá, era bastante pequeño e incómodo para descansar en él, por eso prefería su silla.
al intentar ponerse de pie pero de repente sintió un pinchazo agudo en el pecho, tan intenso que le hizo jadear y detenerse en seco. Era un dolor que crecía, irradiando como un relámpago hacia su brazo izquierdo y trepando hasta su mandíbula. Cada intento de respirar era un fracaso, un esfuerzo desesperado por llenar unos pulmones que parecían haber negado a funcionar. Entre el pánico y la confusión, extendiendo una mano hacia la mesa, buscando apoyo, pero sus dedos temblorosos no encontraron firmeza.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, calientes y saladas, mezclándose con el sudor frío que ya le empapaba la frente. "¿Qué me está pasando?" , pensó con terror mientras un temblor se apoderaba de su cuerpo. Intentó llamar a alguien, a quien fuera. Su voz salió débil, entrecortada, más un susurro que una súplica:
—¡Ayuda…!
El sonido de su propia voz lo asustó. Apenas podía escucharla, como si el mundo estuviera comenzando a silenciarse a su alrededor. Se tambaleó, sus rodillas cayeron, y el suelo parecía atraerlo con una fuerza implacable. Cayó de lado, golpeando el piso con un ruido seco, pero incluso ese impacto quedó amortiguado por el zumbido que ahora llenaba sus oídos.
Mientras yacía en el suelo, con el pecho ardiendo y el brazo completamente entumecido, la verdad lo tocó con una claridad brutal: Es un infarto… Este es mi fin. Su mente, aún aferrada a una chispa de esperanza, repasó imágenes fugaces: el rostro de sus padres, una risa en un día soleado, las palabras que no llegó a decir. Quiso llorar más fuerte, pero no podía. Su cuerpo no respondía. El dolor en el pecho comenzó a disiparse, pero no era alivio, sino algo peor.
Su visión se tornó borrosa, las luces de la oficina se fragmentaron en formas abstractas, y el silencio se convirtió en un vacío ensordecedor. Sus pensamientos se apagaban, uno a uno, como velas sofocadas por el viento. El suelo estaba frío contra su mejilla. Su último pensamiento fue una mezcla de arrepentimiento y resignación:
–''Debí haber hecho las cosas de otro modo''…
– "Debí darle las gracias a mis padres por todo lo que hicieron por mi…"
– "Debí ser un mejor hijo y compartir más tiempo con ellos…"
– "Debí decirles que los amo y que siempre los ame…"
sintiendo que todo se apagaba a su alrededor, con sus ultimas fuerzas gira la cabeza y mira el reloj de pared, eras las 4:44 am.
Hitomi había trabajado sin descanso, perseguido por los fantasmas de sus propias expectativas y la presión implacable de un éxito que nunca se había materializado. El estrés, como un parásito invisible, lo había devorado poco a poco, infiltrándose en cada fibra de su ser, mientras la vida sedentaria había enraizado en sus músculos, robándole la agilidad y la energía. La depresión, una sombra silenciosa, se había instalado en su mente sin permiso, susurrando mentiras al oído y oscureciendo cada intento de esperanza.
Los minutos transcurrieron, y la oficina permaneció igual, imperturbable. Las pantallas en reposo seguían proyectando su luz tenue y azulada, y el reloj en la pared continuó marcando el tiempo, indiferente al drama que acababa de desarrollarse en su dominio. Un clic distante, el apagarse de un sistema automático, fue lo único que respondió a la partida de Hitomi Glenn.
Cuando finalmente alguien entrara al amanecer, se encontraría con una escena que, para el resto del mundo, sería motivo de sorpresa, lástima y unas cuantas llamadas de emergencia. Pero para Hitomi, en ese último momento, lo único que quedaba era el silencio. Un silencio que había buscado y temido por igual, y que ahora lo envolvía con la serenidad impersonal del fin.
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muy pero muy lejos en otro mundo desconocido, tumbado sobre la hierba verde en el claro de un inmenso bosque se hallaba un joven entre los 17-20 años.
El joven yacía inmóvil sobre la hierba, la mirada perdida en el vasto cielo grisáceo que se extendía sobre él, un lienzo salpicado de nubes pesadas que ocultaban al sol en un juego de luces y sombras. Cada parpadeo suyo parecía durar una eternidad, y los ojos, de un azul celeste desvaído, apenas reflejaban la chispa de vida que alguna vez los animó. Las hojas de los árboles susurraban entre sí, como si compartieran un secreto ancestral, mientras una brisa gentil movía con delicadeza los mechones enmarañados de su cabello castaño rojizo.
El aire estaba impregnado de una fragancia dulce y ligera, proveniente de las flores moradas que lo rodeaban. Parecían pequeñas manchas de color que destacaban sobre el entorno verde, cada pétalo delicado y aterciopelado brillando tenuemente bajo la luz dispersa. Aquel cuadro natural contrastaba con su cuerpo frágil, esquelético, una figura que había perdido la batalla contra la necesidad más básica y cruel: la de alimentarse.
Alzó una mano temblorosa, casi en un gesto inconsciente, y los dedos huesudos rozaron la flor más cercana. Su textura suave se le antojó un último toque de consuelo, un guiño amable de la naturaleza que lo rodeaba y lo aceptaba, incluso en su estado más miserable. Su respiración, lenta y poco profunda, se fue desvaneciendo como el eco de una melodía que llega a su fin.
—Al menos... —susurró, su voz apenas un murmullo que se perdió entre el susurro de las hojas y el canto de los pájaros lejanos—... al menos aquí... es hermoso.
La paz que sentía era real, y aunque la soledad lo envolvía como un manto pesado, no le temía. Había aprendido, en esos últimos días de penuria, que no toda soledad era cruel; algunas veces, era simplemente el silencio del mundo, un recordatorio de que incluso en la agonía, existía belleza. Sintió el aire fresco llenando sus pulmones por última vez, y una lágrima, única y solitaria, resbaló por su mejilla manchada, trazando un camino limpio que brilló bajo los rayos que se filtraban entre las nubes.
Las flores parecieron inclinarse hacia él, como si quisieran consolarlo, y el viento susurró una última melodía que acunó su cuerpo hasta que, con un suspiro tan leve que la hierba apenas lo notó, exhaló su último aliento. El bosque guardó silencio por un momento, y luego, como si respetara la solemnidad de la escena, un leve crujido en las ramas y el susurro de las hojas se unieron en un canto final, un réquiem para el joven desconocido, que encontró en aquel claro de belleza simple, su última morada.
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La oscuridad que rodeaba al alma de Hitomi Glenn no era como la que conocía en vida, no tenía profundidad ni sombra, ni siquiera un vacío que pudiera sentir en los límites de su ser. Flotaba, suspendido en una nada etérea donde el tiempo no existía y los sentidos no tenían cabida. La conciencia de Hitomi, que apenas había comprendido que su cuerpo había dejado de respirar, se aferraba a una última chispa de voluntad, un deseo instintivo de no desvanecerse, de no ceder al olvido que aguardaba pacientemente en el borde de lo desconocido.
El entorno era un mar oscuro y viscoso, un espacio en el que las almas se movían como luces errantes, diminutas estrellas que destellaban brevemente antes de ser engullidas por una corriente invisible y arrastradas hacia el pozo de la vida. Este pozo, un remolino de energía multicolor, giraba con una intensidad que proyectaba sombras brillantes en la vastedad oscura. Desde allí, las almas eran purificadas, despojadas de sus recuerdos, de sus penas y de sus sueños olvidados, antes de ser liberadas para renacer en un cuerpo nuevo, un ser puro e ignorante del ciclo anterior.
Hitomi observó todo esto, o lo que quedaba de él lo hizo, atrapado en un paréntesis inexplicable de existencia. No estaba seguro de por qué no se movía, por qué su destino parecía haberse desviado de la senda de todas las demás almas. Las almas fluían a su lado, una procesión constante, mientras que él quedaba al margen, flotando como un naufrago en el borde del flujo cósmico. Si hubiera podido razonar, habría sentido una mezcla de extrañeza y terror, pero en su forma actual, la conciencia era poco más que una llama que vacilaba en el borde de la extinción.
Pasó un tiempo sin tiempo, donde la contemplación de las almas y sus recuerdos inmaculados se convirtió en su única actividad. Sin saber cómo, el alma de Hitomi, por pura curiosidad incorpórea, empezó a entrelazarse con fragmentos de otras vidas. Se formaron imágenes fugaces en su no-mente: un guerrero que caía bajo una lluvia de flechas en un campo ensangrentado; una madre que sostenía a su hijo entre escombros mientras la guerra arrasaba su hogar; mundos más allá de su imaginación, donde criaturas con alas de fuego y seres de piel esmeralda danzaban entre las llamas de una magia que fluía como un río enloquecido.
Cada destello era una historia, un mundo, un ciclo que comenzaba y terminaba. Hitomi absorbía esos fragmentos sin poder procesarlos, pero algo en él, algo primitivo, resonaba con esa historia colectiva, como si estuviera atrapado en un carrusel de visiones imposibles.
De repente, un cambio imperceptible sacudió el espacio. El cosmos, el guardián imparcial de los destinos, advirtió la anomalía: un alma que se había quedado atrás, un fragmento que había escapado al ciclo y osaba vagar por los rincones secretos de la creación. Una fuerza incognoscible envolvió a Hitomi, su conciencia tembló al sentir cómo lo expulsaban de ese plano de existencia. No hubo dolor, solo un desarraigo, una separación abrupta que lo lanzó a través de corrientes cósmicas que lo devolvieron a su origen.
Pero el trayecto, destinado a ser un regreso a su ciclo natural, se desvió. Algo antiguo y poderoso, una fuerza de origen desconocido, absorbió al alma de Hitomi. La oscuridad se quebró con un destello cegador, y antes de que pudiera comprenderlo, fue arrastrado por un remolino caótico de energía que lo llevó a un mundo diferente, uno que parecía arder con un fulgor dorado bajo un cielo de tonos imposibles.
El alma de Hitomi se estremeció, una chispa de lo que había sido en vida parecía prenderse nuevamente. El silencio opresivo del limbo fue reemplazado por el rumor vibrante de este nuevo mundo, un mundo donde la magia, los secretos y el destino se entrelazaban con la vida y la muerte en un baile eterno. Y Hitomi, la chispa perdida entre las mareas del cosmos, estaba a punto de descubrir un nuevo propósito, pero con la certeza de que su historia no había terminado aún, abriendo sus ojos en medio de un vasto bosque en un lugar desconocido
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La luz del sol se filtraba a través de las copas de los árboles, formando haces dorados que caían como flechas de luz sobre el claro. Un silencio sepulcral reinaba en el aire, roto solo por el susurro de las hojas y el murmullo de las aves a lo lejos.
Sobre la hierba húmeda y moteada por sombras, yacía el cuerpo de un joven, sus rasgos juveniles marcados por la palidez de la muerte reciente. Su cabello castaño rojizo se enredaba con las hojas caídas, y los dedos, todavía fríos, estaban rígidos sobre la tierra.
De repente, un resplandor etéreo rompió la tranquilidad del lugar. Un destello sin forma, una esencia errante que parecía arrastrar consigo fragmentos de historias inconclusas y memorias que se desvanecían, descendió del cielo y se precipitó como un rayo silencioso sobre el cuerpo sin vida.
El alma de Hitomi Glenn, la chispa que había flotado a la deriva en los confines del cosmos, impactó contra la materia muerta con una fuerza que resonó en los rincones más profundos de aquel bosque.
El silencio se detuvo, y el tiempo pareció congelarse en una fracción de segundo que se prolongó eternamente. Y entonces, con un movimiento abrupto, los párpados del joven se abrieron.
Los ojos, que antes eran opacos y vacíos, brillaron con una vida renovada, una chispa que contenía algo más que simple vitalidad: una conciencia que luchaba por comprender, por adaptarse a la repentina sensación de existencia.
Hitomi sintió el aire inundar sus pulmones, frío y denso, como si fuera la primera vez que respiraba. El dolor en su pecho era punzante, y su cuerpo, que hasta hacía unos segundos había estado quieto, temblaba con una mezcla de shock y desconcierto.
Las yemas de sus dedos se contrajeron, y la sensación de la hierba mojada y las pequeñas piedras debajo de él era tan real que le arrancó un jadeo. Miró al cielo, donde las nubes se deslizaban perezosamente, y sintió la urgencia de recordar quién era y cómo había llegado allí.
Pero la memoria era esquiva, un río turbio que se resistía a dejarse explorar. La mente de Hitomi, atrapada en un cuerpo joven y desconocido, era un torbellino de sensaciones e instintos. La confusión golpeaba con la fuerza de una ola, pero algo más profundo, un fragmento de voluntad, lo obligaba a moverse. Se incorporó lentamente, apoyándose en sus manos, y el bosque entero pareció contener la respiración.
El lugar, lleno de árboles gigantescos cuyas raíces se entrelazaban formando arcos y pasadizos naturales, emanaba una sensación de misterio y vida. Se percibía un aire pesado, cargado de algo más que simple humedad, algo que hacía que la piel se erizara y la mente se llenara de una vaga sensación de asombro y peligro.
—¿Dónde…? —murmuró, sorprendiéndose al escuchar su propia voz, más joven y diferente de lo que recordaba. Las palabras se perdieron en la inmensidad del bosque, y las sombras alrededor parecieron moverse, como si el propio mundo estuviera atento a su despertar.