Aoife alisó las sábanas de la cama de Ann por lo que parecía la millonésima vez ese día y se sentó pesadamente en el sillón al lado de su cama.
La habitación todavía mantenía ese olor estéril a desinfectante que parecía invadir tus sentidos y abrumarte cuanto más tiempo te quedabas allí. Aoife había intentado todo lo que se le ocurría para hacer que al menos oliese un poco más a hogar, pero sin éxito alguno.
El constante pitido y el zumbido de la multitud de máquinas que estaban conectadas al cuerpo extrañamente inmóvil de Ann daban al cuarto una atmósfera deprimente, lo único que hacía sentir mejor a cualquiera de ellos era que Ann ya no estaba conectada al ventilador que la había mantenido con vida durante la semana pasada.