Bartolomeo esperó pacientemente en los escalones del frente a que llegara el coche que contenía a los últimos visitantes del Enclave, con dos omegas esperando pacientemente detrás de él con sus cabezas bajadas respetuosamente y sus manos entrelazadas frente a ellos.
El aire fresco se envolvía alrededor de sus túnicas mientras inhalaba profundamente y saboreaba el aire fresco y frío que inundaba sus pulmones. Por mucho que amaba el Enclave, tenía que admitir que extrañaba estar fuera tanto como solía estarlo.
Sus obligaciones en el Enclave lo mantenían lo suficientemente ocupado y las incursiones en el mundo exterior eran pocas y espaciadas. Lo máximo que podía manejar hoy en día tendía a ser un paseo por los jardines cerrados o uno de los muchos patios secretos y arboretos privados que estaban ocultos en el laberinto de túneles y corredores.