—Ahí es donde vamos a cenar —dijo Michael, refiriéndose a la pequeña isla a la que nos estábamos acercando.
Michael volvió al timón y me dejó mirar cómo nos acercábamos cada vez más a la isla. Un muelle desgastado flotaba sobre el agua, y un sendero de piedras llevaba más adentro de la isla.
Michael atracó el barco con destreza, y para cuando desembarcamos, el atardecer había desvanecido y la oscuridad se cernía sobre el cielo. El camino estaba iluminado por antorchas de tiki a cada lado, iluminando nuestro sendero.
—¿Cómo has preparado esto tan rápido? —pregunté, asombrada.
—No arruines la magia —dijo Michael y se inclinó para besarme.
Mis dedos se entrelazaron con los suyos, y caminamos uno al lado del otro por el sendero. En cinco minutos, el camino desembocaba en un claro con una mesa de madera montada en el centro.
Un arroyo burbujeaba a un lado, bajando por una serie de pequeñas cascadas. Todo el claro estaba iluminado por la luz de las antorchas de tiki.