Lucille levantó las cejas asombrada. De repente, escuchó hablar a José. Su voz era pesada y apagada como si estuviera reprimiendo algo.
Nadie sabía qué emociones ocultas había en esos ojos suyos. Su mirada era como una corriente subterránea intensa, profunda e insondable, pero ligeramente fría y solitaria.
—No tengas miedo de mí, Bobo —murmuró.
Lucille quedó atónita. ¿De qué había que tener miedo?
Bajo su mirada perpleja, José se quitó completamente la camisa.
El pecho fuerte y musculoso del hombre estaba cubierto de cicatrices de varios tamaños. Algunas eran profundas y otras superficiales. Incluso después de varios años, uno podía decir que esas cicatrices alguna vez fueron heridas casi mortales.
Lucille aspiró un aliento frío.
La mayoría de las personas solo tendrían moretones en sus cuerpos.
En el cuerpo de José, había heridas de bala, látigo y otras lesiones de instrumentos de tortura.