El aire en el caserío donde Marisel vivía era denso y opresivo, cargado de un aroma rancio que sólo acentuaba su malestar. A sus 18 años, sus ojos habían conocido poco más que los rincones sombríos de su hogar y las miradas calculadoras de un hombre que le cuadruplicaba la edad. Su madre, sumisa ante la imposición de aquel compromiso, le había asegurado que la vida que él le ofrecía era la única oportunidad de escapar de la pobreza. Pero Marisel sabía, en lo más profundo de su ser, que ese hombre la confinaba en una celda, una que ahogaba su espíritu libre y curiosamente indómito.
Esa mañana, el sol apenas había asomado cuando, aprovechando un descuido, Marisel escapó. Sus pies descalzos pisaron el sendero que llevaba hacia el bosque, y con cada paso, la bruma de la madrugada la envolvía, otorgándole una sensación de libertad que nunca antes había experimentado. Sus cabellos castaños, ondulados y aún húmedos por el rocío, danzaban con la brisa, en sus ojos marrones brillaba una determinación renovada. No sabía a dónde la llevaría aquel impulso pero algo en su interior la urgía a seguir adelante.
El bosque la recibió como un amante desconocido, con los brazos extendidos en forma de ramas y susurros de hojas que la invitaban a adentrarse. El canto de los pájaros y el crujir de las ramas bajo sus pies creaban una melodía primitiva, que resonaba en su pecho, haciéndole sentir viva como nunca antes. La luz filtrada entre los árboles, bañaba la maleza en tonos de verdes profundos y dorados, dándole a cada rincón un aspecto mágico, como si el bosque mismo estuviera esperándola.
Marisel avanzó, dejando atrás el eco de las voces que la retenían y sintiendo cómo cada paso la liberaba de la cadena invisible que aquel hombre había atado en torno a su espíritu. A medida que se internaba en la espesura, un aroma fresco y húmedo impregnaba sus sentidos; era la vida misma, latiendo en cada hoja, en cada piedra cubierta de musgo.
De pronto, sintió algo inusual en el ambiente, una especie de presencia que parecía observarla desde el silencio. Aquel lugar no era sólo un bosque; era algo más. Los árboles parecían respirar, como si dentro de su corteza habitara una conciencia antigua, una sabiduría profunda que la observaba y la juzgaba. Sin saberlo, Marisel había cruzado una barrera invisible, un umbral que la separaba de su antigua vida y la acercaba a un mundo desconocido.
Mientras continuaba, sus pensamientos volaban hacia su destino incierto, hacia la figura de aquel hombre que tanto detestaba y que se le antojaba cada vez más distante. El compromiso que la aguardaba en el caserío se desvanecía entre los ecos del bosque, y por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa escapó de sus labios.
Sin embargo, el bosque aún guardaba su mayor secreto. En lo profundo de aquel manto verde, un par de ojos azules como el océano observaban. Una figura etérea y milenaria, sentía el pulso de la intrusa, el ritmo de su corazón que resonaba en la tierra bajo sus pies. Desde hacía siglos, había habitado esos parajes, guardiana de lo invisible, vigilante de los misterios que los hombres no podían comprender.
Al observar a Marisel, una mezcla de curiosidad y desconfianza surgió en su pecho. Aquella humana que avanzaba sin temor alguno era distinta a las otras criaturas que habían osado cruzar los límites de su territorio. Había algo en ella, algo que evocaba un recuerdo lejano, una añoranza olvidada en el tiempo.
A medida que el sol avanzaba en el cielo, Marisel encontró un claro en el bosque, un lugar bañado por la luz dorada donde la hierba crecía alta y flores silvestres pintaban el suelo de colores vivos. Se dejó caer en el suelo, inhalando el aroma a tierra y libertad, cerrando los ojos para grabar en su memoria esa sensación de paz. Pero, en el fondo, aún sentía esa mirada que la vigilaba, una presencia silenciosa que la envolvía, como si el bosque mismo la abrazara.
Sin saberlo, Marisel estaba a punto de iniciar un viaje sin retorno, uno que la llevaría más allá de los confines de la naturaleza, hacia el centro mismo de su alma, donde el amor, la libertad y el peligro se entrelazaban en un destino ineludible.