Cuando Liffel y Arizmerz llegaron a la ciudad en busca del Altar de Veztuo, notaron un ambiente extraño y cargado. La neblina se cernía pesadamente sobre las calles desiertas, y en la distancia, el altar se alzaba envuelto en una oscuridad inmensa que parecía absorber la luz misma.
Arimerz miró a su alrededor, inquieto.
—Parece que hemos venido en mal momento —murmuró, rompiendo el silencio.
—Por aquí ha pasado la Bruja de las Cenizas —dijo Liffel en voz baja, estudiando el lugar con atención—. También noto la presencia de alguien más.
Arizmerz arqueó una ceja, intrigado.
—¿Quién es la Bruja de las Cenizas?
Liffel apartó la mirada del altar y lo miró seriamente.
—Escuché rumores de pequeña. Decían que, por donde pasaba, todo se convertía en cenizas. Incluso lo que tocaba perecía.
Arimerz soltó una risa tensa.
—Parece peligroso, desde luego.
Él la miró, sopesando sus opciones.
—Entonces, Liffel, ¿nos adentramos o buscamos otro camino?
Ella lo miró con determinación.
—Vamos a adentrarnos y ver qué está pasando. Después de todo, vinimos aquí a buscar información.
Arizmerz asintió.
—Tienes razón.
Liffel y Arizmerz se adentraron en la ciudad, y con cada paso la niebla se volvía más densa y oscura, casi impenetrable.
—Eh, Liffel, esto no me gusta nada —murmuró Arimerz, mirando a su alrededor con inquietud—. Ya no se ve el camino. Es como si fuera una ilusión creada por alguien.
—Tranquilo —respondió Liffel, avanzando con seguridad—, estás con una de las brujas más fuertes.
Arizmerz la miró de reojo y frunció el ceño.
—No te confíes, eso te matará.
—Lo sé. De momento, nuestra presencia está oculta. Sigamos.
De repente, Arimerz señaló el altar.
—Mira, hay una bruja.
Liffel entrecerró los ojos, observando la figura a lo lejos.
—No, son dos.
—¿Dónde está la otra?
—Hay brujas que no se pueden ver porque están muertas —explicó Liffel con voz baja—, pero algunas, como la Bruja de las Cenizas, permanecen en este mundo de formas especiales. Solo una bruja, o alguien con un hechizo o artefacto avanzado, podría percibirlas.
Arizmerz la miró, impresionado.
—¿Conoces a esas brujas?
Liffel continuo hablando con voz baja
—La que no se ve es la Bruja de las Cenizas. La otra no sé quién es, pero parece poderosa.
Mientras Liffel y Arimerz se mantenían en observación, la bruja de cabello rojo se percató de su presencia. Sin girarse, le habló a su compañera en un tono bajo pero firme.
—Bruja de las Cenizas, vete. Yo me encargo de los intrusos.
La Bruja de las Cenizas se desvaneció en silencio, y con ella desaparecieron la niebla y la oscuridad opresiva que cubrían la ciudad. La bruja de cabello rojo se acercó, estudiándolos con una expresión desdeñosa.
—Vaya, vaya... Si es Liffel, la hija de Marak Lem —dijo con una sonrisa gélida—. Si no me equivoco, a tu familia se la conoce como la de los asesinos de buena reputación por sus trabajos sangrientos.
Liffel la miró con una mezcla de desprecio y odio.
—No conozco a tal familia. De hecho, para mí ni siquiera existe —dijo, con el odio marcado en sus ojos.
La bruja sonrió, satisfecha.
—¿Oh? ¿Estás enfadada? Tu pasado te seguirá a todas partes, Liffel. No puedes esconderte de quién eres.
Arizmerz miró a Liffel, como si la estuviera viendo por primera vez.
—Vaya chica fría… no me esperaba esto —dijo, su tono desmoronándose en una sombra de tristeza—. Pero lo siento, Liffel. Ya no puedo seguir este viaje contigo. Marak Lem mató a mi hija, y no puedo perdonar a tu familia. Que gane el mejor.
Liffel lo miró, sorprendida por su determinación.
—No soy igual que mi familia.
—Basta de excusas. No voy a perdonar a los asesinos de mi hija. Así que pagarás por sus pecados —elevó la voz Arimerz, cegado por la ira.
Liffel suspiró con una amarga resignación en su voz.
—¿Así, sin más? Qué destino más triste.
—Prefiero morir de frente y no de rodillas —replicó Arimerz con firmeza.
La bruja de cabello rojo sacó un bastón con una punta en forma de lanza, envuelta en fuego, y avanzó hacia Arimerz con una mirada decidida. Pero en ese momento, el brazo derecho de Arimerz comenzó a transformarse, retorciéndose y deformándose hasta convertirse en un miembro monstruoso y poderoso. Con un movimiento rápido, sacó una alabarda extensible oculta en su ropa. En un abrir y cerrar de ojos, decapitó a la bruja con una velocidad inhumana.
Liffel se quedó mirándolo, impresionada.
—¿Qué eres? —preguntó, incapaz de ocultar su asombro.
Arimerz la miró con una expresión amarga.
—Tu madre me dejó una maldición que me transformó en mitad monstruo. Gracias a eso, ya no puedo hablar con los humanos, ni siquiera con mis propios amigos. ¿Qué pensarían si me vieran así? —preguntó, con la mirada fija en Liffel, el resentimiento dibujado en su rostro.
Hizo una pausa y miró su brazo monstruoso, resignado.
—Podría decirse que soy medio inmortal, y esta maldición me da habilidades increíbles. Pero cada vez que uso este poder, me acorta la vida… Así que esta es la situación perfecta para mi venganza.
Liffel bajó la mirada, contemplativa.
—Podríamos haber encontrado otra forma de resolver esto. Si tu hija murió hace poco, quizá pueda revivirla…
Arizmerz lanzó una carcajada amarga, sus ojos llenos de odio.
—Los muertos no pueden ser resucitados, y aunque fuera cierto, volvería como un monstruo —respondió, con la voz quebrada por la rabia—. No quiero que termine con un destino tan cruel como esta maldición.
Liffel observó su transformación, comprendiendo que ya no había vuelta atrás.
—Parece que no te puedo convencer… —dijo Liffel, mirándolo con tristeza. Apenas acabó de hablar, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia, como si el cielo mismo presintiera lo inevitable.
Liffel y Arizmerz se lanzaron a la batalla. Una energía tremenda comenzó a emanar de Liffel, haciendo que la ciudad temblara y que las viejas estructuras comenzaran a derrumbarse. Con un grito de determinación, Liffel lanzó un hechizo en forma de rayo; Arizmerz levantó un escudo mágico para bloquearlo, pero el impacto fue tan fuerte que lo hizo retroceder unos pasos.
Arizmerz empuñó su alabarda y se lanzó hacia ella con una velocidad sorprendente. Pero Liffel se teletransportó justo a su espalda y, sin titubear, lo atravesó con una espada hecha de pura magia. Arizmerz comenzó a desangrarse, la sangre manchando sus labios mientras reía con un tono amargo.
—¿Así de fácil, eh? —dijo, entre toses y risas—. Se nota que heredaste el terrible poder de tu madre…
Liffel lo abrazó mientras flotaban en el aire, sintiendo el peso de su culpa.
—Lo siento… por la muerte de tu hija, por culpa de mi familia —murmuró Liffel, entre lágrimas. Con un hechizo, hizo descender suavemente el cuerpo de Arizmerz hacia el suelo.
Arizmerz esbozó una leve sonrisa, debilitado pero sorprendido por la calidez que Liffel mostraba.
—Parece… que la chica fría tiene sentimientos… Quizás seas diferente después de todo —murmuró, mientras le acariciaba el cabello, en un gesto final de ánimo.
La lluvia cesó, y el primer rayo de sol iluminó el rostro de Liffel, enmarcando su cabello rojo mientras Arizmerz cerraba los ojos por última vez.
Cuando Arizmerz exhaló su último suspiro, Liffel sintió una punzada de soledad. Le dio una despedida digna, cavando una tumba y dedicándole las lágrimas que toda su vida había guardado.
—Descansa en paz… —murmuró, cayendo de rodillas, exhausta. Sus fuerzas la abandonaban, y los efectos de su sello mágico comenzaban a hacerle sentir el peso de la restricción en sus poderes.
Cuando la ciudad se sumió de nuevo en el silencio, y al no encontrar ningún otro rastro en el Altar de Veztuo, Liffel emprendió su camino hacia el bosque de Malix. Tras horas de marcha, su cuerpo, debilitado, se detuvo al ver dos figuras en el camino: un joven vestido con ropas desgastadas y un hombre mayor envuelto en vestiduras mágicas, que irradiaban una presencia oscura y elegante.
Antes de poder decir una palabra, Liffel sintió cómo sus fuerzas la abandonaban y se desplomó al suelo, cayendo en un profundo sueño. Aquellos extraños la recogieron y la llevaron hasta una cabaña cercana, donde comenzaron a atenderla.
En sus sueños, Liffel regresó a su pasado, atrapada entre recuerdos y sentimientos que había intentado dejar atrás.