Ángel Antonio Santoy Quintero siempre había sentido que la vida le había dejado un vacío. A sus treinta y tantos años, la frustración y el resentimiento eran como sombras alargadas de las que no podía desprenderse. Mientras se abrochaba el cinturón en el avión que lo llevaría de vuelta a Monterrey, miró por la pequeña ventana, recordando con amargura la oportunidad que se le había escapado de las manos.
En su infancia, Ángel había crecido en una familia de clase media en Monterrey, Nuevo León. Su madre, una ama de casa dedicada, y su padre, un apasionado del fútbol, eran sus pilares. El padre de Ángel, una vez joven promesa de Tigres, nunca pudo debutar como profesional. La vida le había impuesto un obstáculo insuperable: las circunstancias. Sin embargo, en lugar de rendirse, había seguido otra carrera y logrado graduarse como ingeniero en sistemas. Fundó su propia empresa, que poco a poco empezó a consolidarse con trabajos relacionados con la instalación de cámaras de seguridad, servidores y más.
Desde pequeño, Ángel había escuchado una y otra vez las historias de su padre, anécdotas de glorias que nunca llegaron. Esa pasión encendió un fuego en su interior. Desde que tocó un balón por primera vez, supo que quería dedicarse al fútbol. A los ocho años, con el apoyo de sus padres, entró a una academia local y, gracias a su talento, logró ingresar a las fuerzas básicas del equipo de sus amores: los Tigres.
Para Ángel, el fútbol era más que un deporte; era su vida, su escape y su conexión con el legado de su padre. Cada entrenamiento lo llenaba de una sensación de logro. Los entrenadores lo elogiaban por su velocidad y precisión en el campo, y sus compañeros sabían que Ángel era especial. Pero ese sueño, que se dibujaba en el horizonte como una meta alcanzable, comenzó a desmoronarse.
Las fuerzas básicas tenían sus propios intereses. Todo dependía de conexiones y dinero. Se pedían cuotas exorbitantes, mucho más de lo que su familia podía permitirse. La cifra superaba los cien mil pesos y, aunque el padre de Ángel lo intentó todo, sus ingresos no eran suficientes para cubrir ese gasto sin poner en riesgo la estabilidad económica de la familia.
Cuando los sueños de Ángel se rompieron, una sensación de impotencia lo invadió. Sabía que tenía el talento, pero la puerta se cerró ante él simplemente porque su familia no podía pagar. Mientras veía cómo otros chicos, sin tanto talento pero con más dinero, subían de categoría, su rabia y frustración crecían.
De vuelta en el avión, Ángel suspiró. Aquel dolor lo había acompañado desde entonces, moldeando sus decisiones, sus inseguridades y toda su vida. Decidió estudiar ingeniería y trabajar con su padre en la empresa familiar, pero siempre con ese hueco en el pecho. Había enterrado su pasión bajo una fachada de resignación.
El capitán del avión habló por los altavoces, advirtiendo sobre una tormenta inesperada. Las luces parpadearon y los pasajeros se aferraron a sus asientos mientras las turbulencias sacudían la nave. Ángel cerró los ojos, intentando ignorar los temblores y el miedo que se expandía a su alrededor.
En medio de la tormenta, las memorias de su vida pasaron rápidamente por su mente. Sus manos aferradas al reposabrazos, su corazón palpitante y la sensación de impotencia que lo envolvía le resultaban familiares. En esos segundos de caos, un pensamiento cruzó su mente: ¿y si hubiera otra oportunidad?
De repente, el avión se inclinó bruscamente y los gritos de los pasajeros se mezclaron con el sonido ensordecedor de los motores. Ángel sintió cómo la nave caía en picada hacia el mar. Su visión se nubló y lo último que pudo pensar fue en ese sueño perdido.
Ángel despertó abruptamente. La habitación en la que se encontraba le resultaba extrañamente familiar. Se sentó de golpe y miró a su alrededor. Las paredes decoradas con pósteres de fútbol, la cama pequeña, los juguetes esparcidos... Era su cuarto de niño. Se levantó de la cama, sintiendo un vértigo en el estómago. Caminó hacia el espejo y lo que vio le hizo dar un paso atrás.
El rostro que reflejaba no era el de un hombre adulto, sino el de un niño de ocho años. Era él, o al menos una versión de él de hacía décadas. Confundido y aturdido, se llevó las manos a la cara, tocando la piel suave y libre de arrugas. No había duda.
Había vuelto.
Los pensamientos se atropellaban en su mente: ¿cómo? ¿por qué? Pero pronto, las preguntas se convirtieron en una certeza que resonó como un eco en su corazón. Esta vez, no dejaría que nada ni nadie se interpusiera entre él y su sueño.
Mientras se miraba al espejo, Ángel sonrió por primera vez en mucho tiempo. Había recibido una segunda oportunidad, una que no pensaba desperdiciar.Ángel Antonio Santoy Quintero siempre había sentido que la vida le había dejado un vacío. A sus treinta y tantos años, la frustración y el resentimiento eran como sombras alargadas de las que no podía desprenderse. Mientras se abrochaba el cinturón en el avión que lo llevaría de vuelta a Monterrey, miró por la pequeña ventana, recordando con amargura la oportunidad que se le había escapado de las manos.
En su infancia, Ángel había crecido en una familia de clase media en Monterrey, Nuevo León. Su madre, una ama de casa dedicada, y su padre, un apasionado del fútbol, eran sus pilares. El padre de Ángel, una vez joven promesa de Tigres, nunca pudo debutar como profesional. La vida le había impuesto un obstáculo insuperable: las circunstancias. Sin embargo, en lugar de rendirse, había seguido otra carrera y logrado graduarse como ingeniero en sistemas. Fundó su propia empresa, que poco a poco empezó a consolidarse con trabajos relacionados con la instalación de cámaras de seguridad, servidores y más.
Desde pequeño, Ángel había escuchado una y otra vez las historias de su padre, anécdotas de glorias que nunca llegaron. Esa pasión encendió un fuego en su interior. Desde que tocó un balón por primera vez, supo que quería dedicarse al fútbol. A los ocho años, con el apoyo de sus padres, entró a una academia local y, gracias a su talento, logró ingresar a las fuerzas básicas del equipo de sus amores: los Tigres.
Para Ángel, el fútbol era más que un deporte; era su vida, su escape y su conexión con el legado de su padre. Cada entrenamiento lo llenaba de una sensación de logro. Los entrenadores lo elogiaban por su velocidad y precisión en el campo, y sus compañeros sabían que Ángel era especial. Pero ese sueño, que se dibujaba en el horizonte como una meta alcanzable, comenzó a desmoronarse.
Las fuerzas básicas tenían sus propios intereses. Todo dependía de conexiones y dinero. Se pedían cuotas exorbitantes, mucho más de lo que su familia podía permitirse. La cifra superaba los cien mil pesos y, aunque el padre de Ángel lo intentó todo, sus ingresos no eran suficientes para cubrir ese gasto sin poner en riesgo la estabilidad económica de la familia.
Cuando los sueños de Ángel se rompieron, una sensación de impotencia lo invadió. Sabía que tenía el talento, pero la puerta se cerró ante él simplemente porque su familia no podía pagar. Mientras veía cómo otros chicos, sin tanto talento pero con más dinero, subían de categoría, su rabia y frustración crecían.
De vuelta en el avión, Ángel suspiró. Aquel dolor lo había acompañado desde entonces, moldeando sus decisiones, sus inseguridades y toda su vida. Decidió estudiar ingeniería y trabajar con su padre en la empresa familiar, pero siempre con ese hueco en el pecho. Había enterrado su pasión bajo una fachada de resignación.
El capitán del avión habló por los altavoces, advirtiendo sobre una tormenta inesperada. Las luces parpadearon y los pasajeros se aferraron a sus asientos mientras las turbulencias sacudían la nave. Ángel cerró los ojos, intentando ignorar los temblores y el miedo que se expandía a su alrededor.
En medio de la tormenta, las memorias de su vida pasaron rápidamente por su mente. Sus manos aferradas al reposabrazos, su corazón palpitante y la sensación de impotencia que lo envolvía le resultaban familiares. En esos segundos de caos, un pensamiento cruzó su mente: ¿y si hubiera otra oportunidad?
De repente, el avión se inclinó bruscamente y los gritos de los pasajeros se mezclaron con el sonido ensordecedor de los motores. Ángel sintió cómo la nave caía en picada hacia el mar. Su visión se nubló y lo último que pudo pensar fue en ese sueño perdido.
Ángel despertó abruptamente. La habitación en la que se encontraba le resultaba extrañamente familiar. Se sentó de golpe y miró a su alrededor. Las paredes decoradas con pósteres de fútbol, la cama pequeña, los juguetes esparcidos... Era su cuarto de niño. Se levantó de la cama, sintiendo un vértigo en el estómago. Caminó hacia el espejo y lo que vio le hizo dar un paso atrás.
El rostro que reflejaba no era el de un hombre adulto, sino el de un niño de ocho años. Era él, o al menos una versión de él de hacía décadas. Confundido y aturdido, se llevó las manos a la cara, tocando la piel suave y libre de arrugas. No había duda.
Había vuelto.
Los pensamientos se atropellaban en su mente: ¿cómo? ¿por qué? Pero pronto, las preguntas se convirtieron en una certeza que resonó como un eco en su corazón. Esta vez, no dejaría que nada ni nadie se interpusiera entre él y su sueño.
Mientras se miraba al espejo, Ángel sonrió por primera vez en mucho tiempo. Había recibido una segunda oportunidad, una que no pensaba desperdiciar.