El calor sofocante del día ya se había desvanecido, dejando en el aire un leve soplo de brisa que apenas aliviaba la pesadez de las emociones. Jhon estaba sentado en un viejo sillón de cuero, en la penumbra de una habitación que había sido testigo de tantas escenas similares en los últimos meses. Margarita, una joven de mirada profunda y labios carnosos, se acurrucaba en su regazo, su cuerpo cálido y suave contra el de él. Los dedos de Jhon trazaban líneas invisibles en sus brazos desnudos, masajeándolos con movimientos lentos y deliberados.
Margarita suspiraba cada vez que las manos de Jhon encontraban un nuevo camino por recorrer en su piel. Sus ojos lo miraban con una mezcla de anhelo y recelo, ese sentimiento que se había instalado en ella desde que supo que no era la única en su mundo, que no era la primera, y a ciencia cierta no sería la última.
—¿Has estado con otras mujeres antes que yo? —preguntó Margarita, rompiendo el silencio cargado de la habitación. Su voz temblaba un poco, y no era solo por el nerviosismo, sino por el deseo contenido, la frustración que crecía dentro de ella como una llama que amenazaba con consumirla.
Jhon dejó escapar un leve suspiro, bajando la mirada hacia ella. Sabía que esta pregunta era inevitable. No era la primera vez que lo enfrentaba y, a decir verdad, no sería la última. Las mujeres que quedaban en la Tierra eran conscientes de su papel en el resurgimiento de la humanidad, pero eso no borraba las emociones humanas, los celos, la competencia velada que existía en este nuevo mundo distópico donde la supervivencia dependía de un solo hombre.
Con suavidad, llevó sus manos a las mejillas de Margarita, acariciándolas mientras la observaba con detenimiento. Sus ojos, cargados de preguntas, lo miraban sin pestañear. Después de un momento, alborotó su cabello oscuro con cariño, enredando los mechones entre sus dedos. Era un gesto casi inconsciente, pero que revelaba una especie de afecto, aunque no era el tipo de afecto que Margarita buscaba. Era el afecto de la obligación, del deber. No obstante, ella suspiró por él, un suspiro que contenía una mezcla de resignación y deseo.
—¿Te comiste la dona de Leticia? —preguntó de repente, soltando la pregunta como si fuera una flecha en medio de la quietud.
Jhon se detuvo por un instante, sus manos aún enredadas en el cabello de Margarita. Luego, una sonrisa lenta y enigmática se dibujó en su rostro. Él la miró, manteniendo sus ojos fijos en los de ella, como si estuviera midiendo su reacción, observando qué tan lejos podía llegar esta conversación sin volverse incómoda.
—¿Estás celosa, Margarita? —preguntó con suavidad, su tono de voz firme pero cálido, sin ningún atisbo de burla.
Margarita apartó la mirada por un momento, su rostro se enrojeció levemente. No respondió de inmediato. Era obvio que sentía celos, pero admitirlo en voz alta parecía una derrota. En este nuevo mundo, las emociones eran tan valiosas como peligrosas. Jhon lo sabía, y también sabía que las mujeres que quedaban no podían darse el lujo de aferrarse a sentimientos antiguos como la posesividad o el amor romántico. Todo había cambiado, y ahora las relaciones humanas estaban teñidas por la necesidad biológica de restaurar la especie.
—No lo entiendo. ¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué nos haces esto a todas?
Jhon suspiró y la acarició de nuevo, esta vez sus manos recorrieron con suavidad su cuello, buscando calmarla. No era la primera vez que escuchaba esta pregunta, y sabía que no podía ofrecer una respuesta satisfactoria.
—Margarita, esto no se trata de ti, ni de mí. Se trata de la humanidad. Somos los últimos, y tengo una responsabilidad... un deber que cumplir. No puedo permitir que todo lo que hemos sido, como especie, desaparezca. Es por eso que estoy aquí, con todas ustedes. No es elección, es necesidad.
Las palabras, aunque dichas con sinceridad, no parecían calmar a Margarita. Ella permaneció en silencio, su cuerpo tenso sobre el regazo de Jhon. Después de una pausa prolongada, se acomodó para mirarlo directo a los ojos.
—¿Alguna vez te has preguntado si quieres hacer esto? —Su voz estaba cargada de una intensidad que había estado conteniendo.
Jhon no respondió de inmediato. Había considerado la pregunta muchas veces, en los momentos de soledad, en las noches en las que el peso de su misión parecía más grande de lo que podía soportar. Pero nunca había llegado a una respuesta clara. Lo que quería o no quería había dejado de ser relevante. La extinción no daba lugar a deseos individuales.
—No se trata de lo que quiero. Se trata de lo que debemos hacer.
Margarita lo miró un momento más, luego bajó la mirada, resignada. Sabía que no tenía sentido seguir discutiendo. Su papel en este nuevo mundo estaba tan determinado como el de Jhon, aunque su resentimiento y sus celos seguían ardiendo bajo la superficie.
Jhon inclinó la cabeza y, en un movimiento lento, presionó sus labios contra los de Margarita. El beso fue intenso, una mezcla de emociones contradictorias, de obligación y deseo, de lucha y aceptación. Margarita suspiró contra sus labios, dejando que ese momento la envolviera. Al menos, por un instante, podía sentirse cerca de él, como si pudiera olvidarse de todo lo demás.
Pero, como siempre, la realidad volvía a instalarse. Despacio, Jhon se apartó, su mirada firme pero suave, y se levantó del sillón, dejando a Margarita sentada, observando en silencio.
—Tengo que irme. Hay otras mujeres. Necesito hacer esto si quiero lograr mi objetivo —habló seco y sin crueldad.
Margarita lo observó en silencio mientras él se dirigía hacia la puerta. No dijo nada. Sabía que no había nada más que decir. Jhon salió de la casa sin mirar atrás, y Margarita se quedó allí, sola, con el eco de sus palabras resonando en su mente.