—A cada uno lo suyo —fue lo único que se me ocurrió decirle a mi ratón cuando la jaula se cerró detrás de mí—. Pero no quisiera comerme a esos hombres. Podría darnos indigestión.
—Ah, pero vivieron en el mundo como mierda; igual podrían salir del mismo modo —continuó mi ratón, casi desapegado.
Honestamente, cada vez estaba más preocupado por ella, pero no había mucho que pudiera hacer en este momento. Habíamos ideado un plan en los primeros días de nuestra cautividad, y necesitábamos seguirlo hasta el final.
Al menos el collar ya no estaba activo, y podía cambiar de forma a voluntad. El único problema era cómo reaccionaría mi ratón a su tan esperada libertad.
—Hueles raro —dijo una voz proveniente del rincón oscuro de mi celda.
—No me he duchado en un tiempo —fue mi respuesta mientras intentaba sentarme—. Lo siento por eso.
—No —discrepó la voz—. Hueles… no a lobo.