—«Esos ojos,» pensaba Aria, entrecerrando los suyos grises. «Grandes, ojos rojos sangre. Tan cálidos, tan confiados...» Suspiró. «No tiene sentido.»
—«Es como si nunca hubiera tenido que ocultar nada en su vida,» reflexionaba Aria. «O es la mejor maldita actriz que he visto jamás.» Aria suspiró. «¿Cómo puede caminar al lado de la hija de la mujer que (quizás) asesinó tan... casualmente?»
—«Confía en nadie, sospecha de todos,» se recordaba a sí misma.
—Padre —dijo Aria, levantándose—. No te esperaba.
—¿No puede un padre visitar a su hija sin una cita? —respondió él con una sonrisa cansada.
—Entonces —finalmente dijo—, ¿cómo fue tu viaje? Espero que no hayas tenido problemas en el camino, ¿cierto?
—¿En serio, Padre? ¿Conversación trivial? —pensó Aria.
—Oh, ya sabes, lo usual —respondió ella secamente—. Unos bandidos, uno o dos escaramuzadores darianos... o veinte. Nada que la guardia real no pudiera manejar.
Su padre rió, aunque sonaba forzado.