Jael observó a Damon marcharse y sus manos se cerraron en dos puños. En realidad, todo lo que podía hacer era esperar. Nunca fue bueno para los juegos de espera. Caminaba de un lado para otro.
—¿Podrías calmarte? —regañó Kieran—. No estás ayudando.
—¿Puedo verla ahora? —preguntó, ignorando las palabras de Kieran.
Kieran suspiró. —Supongo. Quiero comprobar que todo esté bien yo mismo. Ven conmigo.
Había un guardia frente a la puerta cuando llegaron a la entrada. Hizo una reverencia al reconocer su presencia.
—¿Alguna novedad?
El guardia negó con la cabeza. —Nada, mi Señor.
—Ya veo —dijo Kieran y tocó la manija.
Jael estaba detrás de Kieran mientras él empujaba la puerta para abrirla. Jael cerró los ojos al entrar. Lo primero que olió fue sangre. No era solo su sangre, pero olía más fuerte que cualquier cosa.