Su olor había llenado la nariz de César, y él podía incluso olfatear exactamente dónde estaba ella.
Adeline, que había entrado corriendo a uno de los baños cercanos, se apresuró al lavamanos y abrió el grifo. —¡Mierda, mierda, mierda! Temblorosa, llenó sus palmas de agua para salpicarse en el rostro y calmarse.
Pero antes de que pudiera hacerlo, escuchó que la manija de la puerta se giraba.
Su corazón se detuvo un instante y levantó la cabeza, mirando hacia la puerta. —No, no, no, no... —sacudía la cabeza furiosamente, sabiendo muy bien que César era quien estaba en la puerta.
—Abre esta maldita puerta antes de que la destroce yo mismo, Adeline —se podía escuchar la voz de César desde afuera.
El pecho de Adeline se elevó y comenzó a respirar pesadamente. —C-C-César, por favor, solo escúchame. Déjame explicar. No-no era lo que piensas, no es lo que piensas...
—¡Abre la maldita puerta, Adeline!