Caminando hacia la oficina, envuelta en un par de jeans negros y una camiseta amarilla que le llegaba a los muslos, Diana tragó nerviosa. Su cabello rubio caía libremente más allá de sus hombros.
El señor Sergey la había llamado, y no estaba segura de por qué. Pero sabía muy bien que no era por una buena razón.
Llamando a la puerta, abrió la puerta en cuanto el señor Sergey se lo permitió, cerrándola con fuerza detrás de ella.
Allí en el escritorio, el señor Sergey estaba sentado, con los dedos entrelazados y la espalda recostada cómodamente contra la silla de oficina negra. Su cabello oscuro y corto estaba peinado hacia atrás en ondas pulcras, y sus profundos ojos azules observaban a Diana.
—Acércate, Diana, y siéntate —ordenó.
Diana asintió, acercándose hacia él. Tomó asiento con cuidado y bajó la mirada hacia sus muslos, reacia a encontrarse con sus crueles ojos azules. Los ojos de César eran las únicas perlas que había amado mirar, y ninguna otra aparte de esas.