Como un perro obediente, Dimitri inmediatamente se calló.
—Dime, Adeline, ¿qué quieres que le haga? ¿Debo matarlo o dejarlo vivir? Haré lo que tú quieras. Solo tienes que decir las palabras —César la miraba, sus pupilas llenas de la más absoluta sinceridad.
Adeline tomó una profunda respiración, sus labios formando una sonrisa. —No, aún no —negó con la cabeza—. Deberíamos ir despacio, César. ¿Lo has olvidado? Una muerte rápida es una bendición. No podemos darles eso ni a él ni al viejo.
César sonrió. —Entonces, ¿qué te gustaría hacer?
—Hmm… —Adeline comenzó a golpear pensativamente su uña pulida contra sus labios. Una sonrisa lenta y maliciosa se dibujó en su rostro, sus ojos se estrecharon con odio—. Ah, hay algo que me encantaría hacer.
—¿Podrías pedir a tus hombres que lo sostengan para mí? —preguntó Adeline.
César no sabía qué era lo que ella intentaba hacer, pero asintió. —Yuri, Nikolai.