César se sentó, contemplándola, parpadeando sorprendida y asombrosamente. Nadie nunca, ni siquiera una vez en su vida, le había gritado como lo hizo Adeline. Lo estaba regañando como si fuera un niño pequeño.
Ni siquiera su padre se atrevió. Incluso si estaba enojado, cuidaba su tono porque, obviamente, no importa cuán duro actuara su padre, aún tenía miedo de César.
¿Pero qué era este sentimiento que descascaraba su pecho? En vez de molestarse por ser regañado así, se sentía más bien... emocionado, si esa era la palabra más adecuada.
Ver a su pareja parada frente a él y gritándole así obligaba a este sentimiento desconocido a retumbar en su pecho. No, era más excitante.
Era solo ella, sin embargo, porque sabiendo cómo era, si alguien intentara gritarle así, les habría estrellado la cabeza contra la pared.