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Las caderas de Adeline se balanceaban de izquierda a derecha mientras bailaba por el pasillo hacia su dormitorio, descalza. Una enorme sonrisa adornaba su rostro, y sus ojos se arrugaban junto con ella.
Cualquiera que la viera podría decir que todavía estaba un poco ebria.
Con sus tacones en mano, giró frente a la puerta, empujándola para abrirla. Su cabello rebotaba al compás de su movimiento, y cerró la puerta de un golpe, inhalando profundamente.
—¡Hoy es el mejor día de todos! ¡WOOO! —jadeó, lanzando sus tacones al suelo. Saltó y se lanzó de espaldas a la cama, con los brazos extendidos y la mirada fija en el techo.
Su sonrisa se estiraba de oreja a oreja, recordando una vez más lo sucedido en la subasta. Todavía le parecía tan irreal, casi como si solo hubiera ocurrido en un sueño. Jamás pensó que llegaría a ver al todopoderoso Señor Petrov en una situación tan vergonzosa y humillante.