La respiración de César era pesada, y su ira empeoraba con cada segundo.
—¡Mírala bien una última vez! —su agarre en el cabello del hombre se apretó, obligándolo a mirar a Adeline, que estaba pegada a su lugar—. ¡Ahora bórrala de tu asquerosa memoria, porque si siquiera piensas en ella, no seré tan generoso. No mato gente en mi club, esa es tu única suerte. Si no, ya tendrías una bala en la cabeza.
Lo terminó de golpear estrellando su cara contra la mesa más cercana. El hombre se derrumbó al suelo, inconsciente, y él comenzó a patearlo furiosamente como un loco.
Los espectadores sabían mejor que no entrometerse, así que simplemente se alejaron, continuando con su actividad. De todos modos, no era asunto suyo.
—César. —Adeline, que se había acercado a él, lo agarró del brazo—. Ya es suficiente.