Adeline rodeó con sus brazos su cuello, acercándose para un cálido abrazo. Se sentó en su regazo, acomodándose cómodamente.
César estaba de nuevo sorprendido. No podía entender su comportamiento porque toda su reacción era completamente contradictoria a sus expectativas. Pero, no obstante, respondió con un abrazo, retraendo sus pelajes una vez más para parecer humano.
—¿Son esos con los que me muerdes? —preguntó Adeline, apoyando su mandíbula en su hombro. Había vislumbrado los dos caninos afilados.
—Eso es —respondió César.
—¿Solo me muerdes con eso, o hace algo más? —profundizó Adeline su pregunta.
—Hace más —fue honesto César—. Todas esas veces, no te mordí solo porque lo disfrutaba, la mayoría de las veces lo hice para marcarte con mi olor.
—¿Marcar... olor? —Adeline estaba perpleja.
—Sí —asintió César—. ¿Recuerdas cuando me dijiste que estabas muriendo y no tenías idea de la causa de tu enfermedad? Eso incluye la cicatriz en la parte trasera de tu cuello.