La anciana que entró en el Salón Weiyang iba vestida con ropas sencillas de tela barata que ya se habían descolorido por innumerables lavados; un atuendo de sirvienta. Aun así, estaban impecables como su cabello, recogido en un moño apretado sin un cabello fuera de lugar. Formaba un marcado contraste con la opulencia de la ciudad imperial, su estatus tan bajo que ningún funcionario digno de ese nombre le habría prestado atención si hubieran cruzado su camino en las calles.
Hoy, sin embargo, todos los ojos se posaron en ella mientras avanzaba por el pasillo para presentarse ante el trono con una dignidad infalible.