Islinda nunca podría olvidar la inquietante sensación de Aldric aprovechándose de su cuerpo. Era como si una fuerza externa se hubiera apoderado del control, dejándola impotente y asustada. La ansiedad comenzó a invadirla, evidente por el pánico en sus ojos.
—No, no, no... —Islinda suplicaba, girando en contra de su propia voluntad. Miraba hacia arriba a Aldric, quien sostenía su mirada con una determinación inquebrantable. Lo despreciaba, odiaba la audacia que tenía para controlarla. Ella no era su marioneta; no podía obligarla a hacer algo que no quisiera.
Islinda intentaba desesperadamente crear una barrera mental, con la esperanza de que fuera suficiente para bloquearlo. Sin embargo, como antes, no era lo suficientemente fuerte. Aldric penetró en su mente, afirmando su control sobre ella.
—¡Muévete! —El comando de Aldric resonaba en su cabeza y sus piernas se movían por su cuenta.