Los reflejos del general eran impresionantes.
A pesar de que el ataque fue una sorpresa, logró esquivar lo justo para evitar un golpe mortal.
El cuchillo aún rozó su costado, sacando sangre, pero el general se alejó rápidamente, sujetando la herida con una mano.
Su expresión se oscureció y sus ojos destellaron de cólera.
Él no gritó ni entró en pánico. En cambio, levantó un solo dedo, apuntándolo hacia el soldado que lo había atacado.
Por un momento, todo el campo de entrenamiento pareció congelarse.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el soldado que lo había atacado comenzó a convulsionar.
Su cuerpo se rigió y en cuestión de segundos, su piel comenzó a arrugarse. Su rostro se contorsionó de dolor mientras la sangre parecía drenar de sus venas, su carne colapsando sobre sí misma como si la fuerza vital le fuera succionada.
Tomó menos de cinco segundos.
Para cuando el general bajó su mano, el cuerpo del soldado se había desplomado en el suelo, un cascarón sin vida.
