Nunca olvidaré, mientras viva, la noche en la que la conocí. Era una hermosa noche de verano, la música de los violines iba a la par con el fresco y suave viento que acariciaba mi piel y llenaba mis pulmones con el dulce aroma de las flores junto a la fresca madreselva del jardín que rodeaba la mansión. las luces de los candelabros iluminaban las paredes amarillas del salón de baile, permitiendo a todos los presentes el poder ver con claridad los movimientos de los bailarines, quienes se movían a los alrededores de la pista con una gracia digna de las que se veían en los castillos y palacios de la realeza. Las revoluciones de sus pasos junto a las vueltas tan exactas como si fuesen agujas de reloj, me dejaban maravillado y deseaba unirme a ellos para poder acompañarlos en su danza, por desgracia no poseía una pareja para bailar y dudaba mucho en aquel entonces que lo tendría. Poco imaginaba yo lo que el destino planeaba para mí. La Gala en la que me encontraba había sido organizada por Sir Henry Haremberg, un noble Ingles con raíces alemanas que se dedicaba a la caza y tenía el arte como pasión. Haremberg era un hombre de carácter amable que dedicaba su tiempo a organizar obras de teatro, conciertos y realizar hermosas esculturas que maravillaban a todos tanto dentro como también fuera de las grandes elites Londinenses.
De larga cabellera castaña, mandíbula prominente y guapo aspecto junto a un cuerpo musculoso que se ocultaba debajo de su elegante traje, Haremberg era un hombre muy atractivo para las damas, siendo todo un conquistador. Aunque no poseyera fama de mujeriego, eso se podía notar con solo verlo y aquella noche ciertamente estaba haciendo gala de su masculinidad delante de las invitadas. Una joven muchacha de cabello castaño largo y ojos verdes que llevaba un vestido de color amarillo pastel, se molestó un poco al ver aquella exhibición desvergonzada de confianza y coqueteo por parte de Haremberg. Se trataba de Sarah Gilligan, una jovencita adorable e inocente que se había comprometido haría poco con el joven duque Arthur Floyd del condado de Essex. Una suave brisa movió la cabellera de Gilligan, quien todavía se encontraba molesta por los constantes coqueteos de Haremberg hacia aquellas dulces doncellas. No pude evitar preguntarme la razón de por qué ella estaría tan enojada con un hombre que no era su prometido, y por curioso que parezca en ese momento no tenía ni la intención de pensar mal de ella; simplemente me parecía imposible la idea de que una jovencita tan adorable e inocente quisiera estar con otro hombre que no fuera su prometido. Molesta, Gilligan dio media vuelta y se retiró de allí mientras que Haremberg continuaba hablando con las presentes sobre sus obras y sus aventuras cuando fue a una expedición hacia el Congo haría un mes atrás.
La política era un territorio nuevo que Haremberg estaba cruzando, hasta ese momento solo se había destacado por ser un gran compositor, dramaturgo y escultor que ocasionalmente realizaba alguna expedición hacia una tierra lejana solo por diversión. Para un hombre como Haremberg el aburrimiento era algo inaceptable. Sin embargo, muy en mi interior, me decía que dentro de poco tendría que aceptarlo debido a que el mundo de la política era un mundo aburrido, o al menos lo sería para alguien como él, debido a que su funcionamiento era distinto del mundo artístico o aventurero. Siendo un joven muchacho de cabello castaño corto y ojos azules con una expresión pensativa, yo mismo no causaba un impacto tan atractivo como el que tenía Haremberg; sin embargo, nadie se atrevía a confrontarme en el colegio de abogacía debido a que mis conocimientos sobre las leyes eran excepcionales. Dentro de un mes me graduaría y podría trabajar en una firma de abogados perteneciente a un amigo de mi padre quien también fue un fiscal en el pasado. Personalmente no me sentía muy cómodo con esa idea. Negar que no me interesaba en lo absoluto la vida fiscal era decir una falaz mentira, adoraba todo lo relacionado a la criminalística y recortaba como un obseso las noticias relacionadas a asesinatos junto a otros crímenes de igual importancia, sin embargo, por otro lado, poseía un cierto amor al arte que contrastaba con mi costado legal, permitiéndome disfrutar de la música o inspirarme a pintar un bello cuadro al ver aquellos bailarines danzar con gracia y precisión. Aquel contraste de ideas y emociones me impedían pensar con claridad sobre mi futuro, haciendo que tuviese muchas dudas sobre que camino tomar. Había momentos en los que dudaba de que estuviese haciendo lo correcto al estudiar abogacía y momentos en los que me alegraba mucho de poder hacerlo. El motivo por el cual había asistido a la Gala de Haremberg se debía a que deseaba despejar mi cabeza durante un momento y permitirme sociabilizar con los que serían mis futuros clientes dentro de la firma, como así también con quienes se convertirían en mis colegas. Aun así, aquella actitud de Haremberg estaba colmando mi paciencia. No tenía problemas en que contase sus anécdotas, incluso me encontraba igual de interesado que las damas que lo rodeaban en escucharlo, pero el modo en que lo contaba me era bastante irritante. No había ni un ápice de humildad en su relato que se encontraba demasiado sobrecargado de orgullo y vanidad, donde todos excepto Haremberg eran unos tontos sin remedio que serían inútiles si él no estuviera allí.
- Que engreído- observó el general Higgins a mi lado, siendo un hombre de avanzada edad y cuerpo obeso, aquel hombre llevaba su uniforme de gala del ejercito que mostraba sus medallas. De rostro robusto y cabello canoso junto a un grueso bigote recortado, aquel hombre miraba con desagrado a Haremberg- solo se está luciendo para llamar la atención de las jovencitas, pero te aseguro que aquel hombre no debe de haber hecho ni la cuarta parte de lo que asegura que realizó
Asintiendo con la cabeza, le contesté a Higgins
- Concuerdo con usted, de todos modos, esta es su fiesta, por lo que sería bastante descortés el criticarlo demasiado solo por contar sus anécdotas.
Higgins asintió con su cabeza y me respondió con un reprimido enojo:
- Aun así, hay veces en las que ser descortés es mejor que ser cortés- tomando un poco del ponche que tenía en su copa, Higgins se retiró dejándome solo otra vez.
No pasó mucho antes de que me fuera a otra parte de la mansión dispuesto a conversar con otros presentes cuando noté que otra persona observaba atentamente a Haremberg con un curioso interés muy distinto del que las demás muchachas tenían. Era una hermosa jovencita cuya edad me era imposible de determinar. Tenía la frescura de la juventud en su rostro, pero su temple junto a su figura demostraba una madurez que contrastaba con aquellas hermosas facciones. Su mirada era penetrante y sus ojos castaño oscuro por momentos largaban una especie de rojizo resplandor que me dejaba anonadado, impidiendo mi capacidad de pensar. Llevaba un hermoso y elegante vestido rojo que dejaba sus hombros al descubierto, pudiendo contemplar su elegante busto, el cual se veía firme y duro. su larga cabellera dorada caía por su espalda, dándole un atractivo muy pocas veces visto en jovencitas de su edad y su alta estatura me hacía dudar de que fuera tan joven como aparentaba. Ella era una especie de mezcla entre una mujer adulta experimentada y una jovencita dulce e inocente. Sin saberlo, me quedé parado como una estatua contemplándola en silencio mientras que ella continuaba observando con severidad a Haremberg. Solo reaccioné cuando ella dirigió su mirada a donde yo me encontraba y esbozando una pequeña sonrisa, me saludó con su mano cubierta por un largo guante rojo que cubría todo su brazo. Ruborizándome, me retiré de allí preguntándome quien sería esa misteriosa y hermosa doncella. Dentro de poco tendría mi respuesta.