Llegamos al anochecer, directo a un hotel, muy cerca de la Reserva Natural Puerto Mar del Plata y el Club Náutico.
El lugar se adecuaba a nuestros propósitos laborales, aunque me distrajo una repentina sorpresa por parte de Carla, quien reveló haber reservado una sola habitación.
La edición de Tourist Adventure se enfocaría en la fauna marina y el peligroso trabajo de los pescadores argentinos en alta mar, es decir, estaríamos navegando por un periodo de tiempo considerable mientras yo me enfocaba en tomar fotografías y Carla se dedicaba a realizar entrevistas.
En la recepción del hotel, al saber que no tendría privacidad ni mi propia cama, le insistí a Carla que me dejase pedir otra habitación, pero la recepcionista alegó que no había más habitaciones disponibles.
—Carla, no compartiré una habitación contigo —dije con severidad.
—¿Y qué pretendes hacer? —preguntó con un dejo de molestia.
—No sé, buscaré algún hotel cerca de aquí —respondí.
—¿Sabes una cosa? Sos demasiado quisquilloso… ¿Qué tiene de malo que volvamos a compartir una habitación y una cama? —replicó.
—¿Eh? —fue lo único que pude expresar.
Había olvidado esa noche en la que me quedé en su apartamento, por eso reaccioné avergonzado y confundido al recordarlo.
Carla, por su parte, puso los ojos en blanco y con severidad impidió que la dejase sola, pues alegó que no era la primera vez que estaríamos solos en una habitación.
—¿Qué hay de las duchas y los momentos en que necesitemos privacidad? —pregunté conforme nos dirigíamos a la habitación.
—Confío en que no harás nada inapropiado conmigo —respondió con voz socarrona.
—¿Eh? ¿En serio? —pregunté asombrado.
—Por supuesto… Te preocupas demasiado, Paúl. Si no confiase en vos, hubiésemos ido a otro hotel —respondió.
A fin de cuentas, me tranquilicé un poco y me prometí no hacer nada inapropiado y tratar a toda costa de evitar esos afortunados accidentes que ocurren cuando una mujer y un hombre comparten tanto tiempo a solas.
No podía fallar a la confianza de Carla, e incluso me propuse dormir en un cómodo sofá cerca de la cama; en eso tuve suerte, aunque a ella no le agradó que durmiese ahí.
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Pensé que pasaríamos unos días en tierra antes de partir a altamar, pero al día siguiente y sin perder tiempo, fuimos a lo que considero el peor viaje de mi vida.
Nos embarcamos durante quince días en los que se suponía debía obtener la mayor cantidad de tomas fotográficas posibles, tanto de los pescadores en sus jornadas laborales, como la aparición de la fauna en su estado salvaje.
Sin embargo, los primeros tres días resultaron ser una pesadilla, pues me atacaron los mareos y me la pasé vomitando, soportando un pésimo malestar y esas náuseas que creí eternas.
A causa de ello, fui el hazme reír de aquellos fortachones que ya estaban acostumbrados a sus labores en alta mar y, en mi inmadurez, deseé que esos imbéciles cayesen a las frías aguas para que se les congelase hasta el alma.
Por su parte, Carla se dedicó a entrevistar a cada uno de los trabajadores con la idea de obtener información relevante, y tras finalizar sus jornadas, se dedicaba de lleno a mi cuidado junto con el capitán de la embarcación, quien por suerte tenía conocimientos médicos y me ayudó a superar la sensación de mareos y vómitos.
A partir del quinto día, pude realizar de la mejor manera posible mi trabajo, y más allá de ello, impresionarme con la cantidad de animales marinos que vi.
Nunca pensé que apreciaría tan de cerca a los enormes tiburones blancos, orcas, focas, pingüinos y otras especies que solo había visto en televisión.
Fue, sin duda alguna, una de las mejores experiencias que tuve como fotógrafo, aunque ya finalizando el viaje, empecé a entrar en pánico al creer que naufragaríamos si no volvíamos cuanto antes a tierra.
De hecho, cuando volvimos a Mar del Plata, fue milagroso para mí, tanto que ni siquiera esperé a que el barco atracase en el puerto, pues salté al agua cerca de la orilla y me eché un buen rato en el suelo mientras veía como ayudaban a Carla con nuestro equipaje.
—¡Tierra sagrada! ¡Al fin, tierra sagrada! —exclamé emocionado.
—¡Dejate de pelotudeces, tarado! —exclamó Carla a lo lejos.
A partir de entonces, pasamos los siguientes días recorriendo las zonas más atractivas de la costa y yendo a algunas reservas naturales. Pensé que así sería el resto de nuestra estancia en la ciudad, pero al cabo de una semana nos embarcamos en otro viaje a altamar; en esa segunda ocasión con la guardia costera.
El viaje duró doce días, solo para tomar veinte fotografías a las especies marinas en peligro de extinción que habían liberado a su estado salvaje.
Ese viaje fue mucho más traumático que el primero, pues tomando algunas fotografías desde la proa, por poco caí a un área infestada de tiburones.
Las pesadillas que tuve desde entonces no me dejaron conciliar el sueño, y cada vez que tenía que obtener algunas fotografías de otras especies, le pedía a alguien que me acompañase.
Por suerte, ese fue el último viaje en alta mar, y le dije a Carla que no volvería a subir a un barco, pues ya había sufrido demasiado y ni siquiera transcurrió el primer mes que debíamos estar en Mar del Plata.
A ella le causó gracia mi sufrimiento.
Jamás imaginé tener semejante problema para estar en el océano; fueron días en los que incluso perdí ocho kilos de peso.
Desde entonces, cuando finalizaron esas estresantes jornadas laborales, nos dedicamos a recorrer la ciudad para visitar las zonas que Carla consideró potencialmente turísticas.
Fueron jornadas agotadoras que no nos permitieron disfrutar de la belleza de Mar del Plata, aunque al menos tuve la oportunidad de probar comida deliciosa en cada restaurante que visitábamos; de ese modo empecé a recuperar el peso perdido.
Entonces, cuando pasó un mes y pensé que ya habíamos terminado con nuestras labores, Carla tomó la decisión de extender nuestra estadía por diez días más, alegando que debíamos disfrutar de unas relajantes vacaciones y conocer la ciudad como turistas.
A ello quise oponerme alegando que no quería gastar dinero en algo improvisado, pero luego recordé que la empresa se hacía cargo de cubrir los gastos; además, lo merecía después de tanto sufrimiento.
A fin de cuentas, me vino de maravillas relajarme y compartir tiempo con Carla, quien dejó de lado su faceta de jefa y me mostró una personalidad que distaba de lo que conocía.
Fue una grata sorpresa descubrir ese lado de ella, aunque, de igual manera, mantuve en las medidas de mis posibilidades mi distancia, pues no quería que pensase mal de mí ni me considerase un oportunista.