—¿Cuál es la situación? —Preguntó.
—Hay un pequeño pueblo a poco más de 400 metros de aquí, está completamente destruido, pero no veo ningún cuerpo o sobreviviente. —Respondió uno de sus soldados.
Alan observó el horizonte con ojos entrecerrados, el viento levantando polvo y cenizas a su alrededor. Su máscara, una obra de arte oscura tallada en obsidiana, reflejaba la luz pálida del sol mientras los rayos del atardecer atravesaban las nubes densas de humo que llenaban el cielo. Las palabras de su soldado resonaban en su mente. Un pueblo destruido, pero sin cuerpos. Algo no estaba bien.
—¿Viste signos de vida? —preguntó en un tono grave, aunque su voz apenas levantaba el murmullo de las hojas muertas alrededor.
El soldado, un joven llamado Alik, sacudió la cabeza, su rostro ensombrecido por la preocupación. Había aprendido a desconfiar de lo que sus ojos veían en este mundo cambiante.
—Nada, señor. No hay animales, ni ruidos. El lugar está... vacío. —Alik tragó saliva con dificultad—. Es como si la gente simplemente se hubiera desvanecido.
El silencio se apoderó del grupo por un momento, roto solo por el crujido distante de alguna estructura que terminaba de ceder a la destrucción. Alan conocía este tipo de desapariciones. Las sectas oscuras eran implacables, y a veces sus rituales dejaban rastros invisibles pero mortales. La ausencia de cuerpos significaba que algo mucho peor que una simple masacre había ocurrido allí.
—Preparen el perímetro. —La orden de Alan fue inmediata, y sus soldados, entrenados para moverse con disciplina y velocidad, se esparcieron para asegurar la zona. Sabían que los ojos del enemigo podían estar en cualquier parte, incluso en la oscuridad que caía lentamente sobre ellos.
Mientras tanto, Alan se acercó a Alik. —Quiero que me lleves al pueblo —dijo en voz baja, pero con autoridad.
El joven asintió, y juntos comenzaron a caminar hacia las ruinas. El aire se sentía más denso a medida que avanzaban, como si una presencia invisible tratara de impedir su progreso. A pesar de ello, Alan seguía adelante, guiado por un instinto que lo había llevado a sobrevivir más allá de lo que cualquier mortal normal hubiera podido soportar.
Llegaron a lo que una vez había sido el corazón del pueblo: una plaza central ahora completamente devastada. Las casas alrededor estaban destruidas, y los escombros se apilaban en las calles como monumentos a la ruina. La sensación de vacío era palpable, una quietud antinatural que hacía que cada paso resonara como un eco en la mente.
—Aquí fue —murmuró Alik, señalando un círculo de piedras que quedaba en medio de la plaza. Había algo perturbador en su geometría precisa, como si no hubiera sido una simple casualidad.
Alan se agachó, tocando una de las piedras. Estaba fría, más fría de lo que debería estar en ese clima. Un ligero susurro, apenas audible, recorrió el aire.
—Ritual de disolución —dijo, más para sí mismo que para Alik. La secta a la que se enfrentaban había perfeccionado esta técnica, una forma de borrar por completo a sus víctimas, disolviendo sus cuerpos y almas en el vacío entre mundos.
—¿Qué significa eso, señor? —preguntó Alik, su voz temblorosa.
—Significa que están cerca —respondió Alan, poniéndose de pie con un movimiento fluido y letal—. Y que no han terminado.
En ese momento, un sonido desgarrador rompió la calma tensa. Un grito inhumano, profundo y resonante, surgió desde las sombras. La oscuridad a su alrededor parecía cobrar vida, y figuras deformes emergieron de los escombros, criaturas cuyos ojos brillaban con un resplandor infernal. Eran los espectros invocados por la secta, guardianes de los rituales oscuros.
—Prepárense para el combate —ordenó Alan, mientras cargaba su rifle.
Mientras sus soldados tomaban posiciones, la noche caía rápidamente, envolviendo el campo de batalla en sombras profundas. Las criaturas avanzaban, retorciéndose en formas imposibles, moviéndose con la velocidad de los demonios.
Los soldados esperaban en sus posiciones estoicos como rocas,
listos para enfrentarse a las criaturas que se aproximaban. La tensión en el aire era palpable, cada respiración parecía más pesada mientras el tiempo se detenía, expectante del inminente enfrentamiento.
Alan levantó una mano, señalando a sus hombres que mantuvieran la calma. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, evaluando cada posibilidad, cada riesgo. Sabía que la clave para sobrevivir a este encuentro no estaba en la fuerza bruta, sino en la precisión y la estrategia.
—Mantengan la formación —murmuró, sus palabras apenas audibles en medio de la creciente oscuridad. Las figuras deformes se acercaban cada vez más, sus ojos brillando con un odio ancestral.
Alik, a su lado, luchaba por contener el miedo. Había enfrentado bestias infernales antes, pero había cierto sensación que lo hacía temblar.
Las primeras balas comenzaron a volar, cortando el aire con precisión mortal. Los espectros reaccionaron con un aullido aterrador, sus cuerpos retorciéndose al impacto de los proyectiles. Pero no se detuvieron; avanzaban con una determinación implacable, como si el dolor fuera un concepto ajeno a ellos.
Las balas se deslizaban a través de los cuerpos espectrales como si fueran de humo, apenas ralentizando su avance. Alan lo había anticipado; estas criaturas no eran como los soldados o bestias que habían enfrentado antes. Había algo diferente en estas cosas.
—¡Apunten a sus corazones! —ordenó con voz firme. Sabía que, aunque eran etéreos, los espectros aún tenían un punto débil: una chispa de energía maldita concentrada en su pecho, el núcleo de su existencia. Era difícil de ver, pero aquellos entrenados en las artes ancestrales podían percibir su oscura vibración.
Los soldados ajustaron su puntería, buscando los destellos oscuros en medio del caos. Uno a uno, comenzaron a caer, los cuerpos de los espectros desvaneciéndose en la nada al ser alcanzados en sus núcleos. Sin embargo, por cada espectro que destruían, parecía que dos más emergían de las sombras, una marea interminable de muerte y desesperación.
—¡No cedan terreno! —gritó Alan, moviéndose con la agilidad de un felino, evitando las garras y colmillos que intentaban alcanzarlo. Su máscara reflejaba el brillo de las balas y los ojos encendidos de las criaturas, convirtiéndose en un faro en medio de la penumbra.
Alik, luchando por mantener la calma, se centró en seguir las instrucciones de su líder. Disparó una y otra vez, sus balas buscando ese destello fugaz en el pecho de los espectros. Pero por cada uno que caía, otro más tomaba su lugar, y el joven comenzaba a sentir el peso de la desesperación.
De repente, un grito desgarrador se alzó por encima del ruido del combate. Una de las criaturas, más grande y grotesca que las demás, había logrado atravesar las defensas y se lanzaba directamente hacia Alik. Sus garras negras como la noche brillaban con una energía maligna, y su rostro distorsionado era una visión de pura maldad.
Alik sintió el miedo paralizarlo por un instante, el tiempo pareció ralentizarse mientras la criatura se lanzaba hacia él. Pero antes de que pudiera reaccionar, una sombra pasó veloz a su lado. Alan se interpuso entre el joven y la criatura, coloco su mano izquierda directamente en la cabeza de la bestia que se detuvo en el aire sin inercia, en un abrir y cerrar de ojos, la bestia se había convertido en piedra y había caído al suelo, rompiéndose en el proceso hasta convertirse en polvo.
—Mantén la calma, Alik —dijo Alan sin apartar la vista del enemigo, su voz como un ancla en medio del caos—. La batalla aún no ha terminado.
Alik asintió con dificultad, recuperando el control de su respiración. Sabía que no podían permitirse el lujo de flaquear. Alan es la punta de lanza de la resistencia, y su confianza debía ser inquebrantable.
A medida que la noche se hacía más densa, los soldados de la resistencia continuaban luchando, sus disparos y espadas iluminando brevemente la oscuridad que los rodeaba. La batalla era feroz, pero bajo la dirección de Alan mantenían sus posiciones, resistiendo la embestida de las bestias.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, los últimos espectros cayeron. El campo de batalla quedó en silencio, solo roto por los jadeos de los soldados y el crepitar de los escombros bajo sus pies. Habían ganado la batalla. Las fuerzas que enfrentaban eran implacables, y no se detendrían hasta que todo lo que quedaba de la República de Feder fuera consumido por la oscuridad.
—Reagrúpense y aseguren la zona —ordenó Alan, su voz firme, pero cargada de un cansancio que solo aquellos que habían soportado demasiadas batallas podían entender.
Mientras sus hombres comenzaban a recoger los restos de la batalla y a tratar a los heridos, Alan se alejó un poco, dirigiéndose hacia el círculo de piedras en el centro de la plaza. Sabía que allí, podría estar la respuesta de lo que le sucedió a ese pueblo.
Sintió curiosidad y se acercó al cadáver de una bestia para investigarlo, sacó un cuchillo e hizo un corte en el abdomen. Alik quien fue enviado a avisarle a Alan que estaban listos para partir lo encontró examinando el cuerpo.
-Alik…préstame tu linterna…
Continuó con el corte mientras Alik, todavía con los nervios a flor de piel, se acercaba cautelosamente y le entregaba la linterna sin decir una palabra. El haz de luz reveló lo que había en el interior de la bestia: debajo de la piel había músculo, hueso y órganos.
Alan frunció el ceño. Estas criaturas no eran meras bestias infernales comunes y corrientes...
—Esto no me gusta nada…—murmuró para sí—. Alik avisale a todos que probablemente nos quedemos…
— ¿Eh? ...Sí señor, pero ¿por qué?
—Estas cosas no son bestias infernales…son humanos…—su tono tenía cierta ira y a la vez asco y remordimiento. —Mira, los únicos órganos que tienen las bestias infernales son su cerebro, corazón y una cosa que se asemeja a un estómago, pero estas…tienen intestinos, pulmones, hígado, vejiga, incluso páncreas… y mira los huesos…son blancos y pequeños…pero los de las bestias infernales son rojos…
Alik sintió un escalofrío recorrerle la espalda al escuchar las palabras de alan. Se inclinó un poco más, iluminando con más detalle el interior de la criatura. Era cierto, todo lo que su comandante decía era innegable. La piel negra y gruesa de la bestia se desprendía para revelar un cuerpo humano distorsionado, transformado en algo monstruoso.
—¿Cómo es posible? —preguntó Alik, con la voz temblorosa.
Alan se levantó lentamente, con la mandíbula apretada y una mirada cargada de determinación. Se limpió la sangre de la criatura en un trozo de tela antes de guardar el cuchillo.
—La secta... no uso a la gente como sacrificio… —dijo, su voz grave—Los convirtieron en esto. Ya tienen tanta conexión con ellos como para hacer esto…
Alik tragó saliva con dificultad. La repulsión en su rostro era evidente, pero también lo era la creciente ira. Había entrenado para luchar contra las fuerzas del mal, pero enfrentarse a la realidad de lo que esas fuerzas eran capaces de hacer... eso era otra cosa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, buscando la guía de su líder.
—Nos quedaremos a dormir como dije—respondió Alan, con los ojos, tras la máscara clavados en la oscura distancia—. Debemos investigar más a fondo. Si lograron hacer esto a todo un pueblo, no podemos permitir que continúen.
La voz de Alan era firme, pero Alik podía percibir la pesada carga que su comandante llevaba. Alan era un hombre acostumbrado a la guerra, a la muerte, pero esto era diferente. No solo estaban enfrentando a enemigos, sino a un mal que podía corromper lo humano en su totalidad.
—Escuchen todos, nos quedamos aquí esta noche, pero quiero que preparen sus armas, a primera hora nos vamos de cacería. Yo vigilare esta noche.
—Pero capitán, lleva 2 semanas sin dormir, déjenos vigilar a nosotros. —interrumpió un soldado.
—Lo agradezco, soldado —dijo con un tono más suave, aunque firme—, pero esto no es solo una cuestión de vigilancia. Necesito entender a lo que nos enfrentamos, y solo puedo hacerlo estando alerta. La próxima vez, dejaré que ustedes se encarguen.
El soldado asintió, aunque no del todo convencido. Sabía que no era prudente seguir discutiendo con un hombre como Alan, así que decidió dejarlo en paz.