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Chapter 3 - Sombras de Acero y Sangre

El amanecer rompía lentamente sobre las colinas, el sol apenas asomando entre las montañas, bañando el paisaje en un resplandor dorado. Cada rayo se extendía como dedos de luz, acariciando la tierra y revelando la devastación del campo de batalla. La brisa matutina traía consigo un aire fresco, un contraste absoluto con la infernal noche pasada, donde la sangre y el metal se habían fundido en un caos ensordecedor. El campo de batalla, ahora silencioso y calcinado, se erigía como un mudo testigo de la brutalidad de la guerra, cada cráter y ruina contando su propia historia de dolor y sacrificio.

Entre los escombros, el único sobreviviente, conocido como Jaguar Negro, observaba con una mezcla de cansancio y determinación. Su silueta recortada contra el cielo naciente era una figura solitaria en un mundo que parecía haberse detenido, atrapado en un instante eterno de desolación. Alan, nombre real detrás del apodo, se dirigió al punto de encuentro designado. Cada paso le recordaba la ausencia de sus compañeros, los ecos de voces que ya no estarían para animar o consolar. Su equipo había sido aniquilado, y la soledad era ahora su única compañía. La tierra aún temblaba ligeramente, como si recordara el rugido de Ajaw Balam, el jaguar invocado que había causado la devastación final.

El camino de regreso fue un trayecto melancólico. Cada paso resonaba en sus oídos como un eco de los gritos y disparos que habían llenado la noche. Las sombras de la batalla permanecían grabadas en su memoria, cada sonido y olor encapsulando un fragmento de la verdad brutal que había presenciado. Alan apretaba la caja que contenía los documentos y dispositivos recuperados, consciente de que este trofeo de guerra era solo una pequeña victoria en un conflicto mucho más grande.

A medida que se acercaba a la base, los recuerdos de su comandante y sus compañeros caídos se agolpaban en su mente, como una procesión silenciosa de fantasmas. La imagen de la comandante, siempre preocupada por sus subordinados, y las palabras de despedida resonaban con una insistencia dolorosa. Cada recuerdo era una punzada, un recordatorio de lo que se había perdido y de lo que aún quedaba por hacer.

En la base, la rutina continuaba como si nada hubiera cambiado. Los soldados se preparaban para la próxima misión, ignorantes de la tragedia reciente, mientras que los civiles refugiados se recuperaban de sus heridas o hacían de voluntarios para ayudar en lo que se necesitara. Las risas y el ruido de las armas se mezclaban en un murmullo constante, una cacofonía que contrastaba con el silencio sepulcral en el corazón de Alan. Caminó hacia la oficina de la comandante, su presencia inusual atrayendo miradas curiosas y respetuosas.

La comandante, una mujer joven de belleza destacable, una mirada relajante y a la vez profunda y penetrante, levantó la vista al escucharlo entrar. Sus ojos, de un color azul brillante, normalmente imperturbables como el mar, mostraron una sombra de preocupación. Eran los ojos de alguien que había visto demasiado, que entendía el precio de cada victoria y la carga de cada pérdida.

—Alan, me alegra verte de regreso —dijo ella, con una voz que intentaba disimular la emoción, pero que temblaba levemente con el peso de la compasión.

Alan colocó la caja sobre el escritorio, el silencio llenando el espacio entre ellos como un tercero invisible, un testigo silencioso de su dolor compartido.

—La misión fue un éxito, pero perdimos a todos —dijo Alan, su voz, apenas un susurro, como si hablar en voz alta pudiera quebrar la frágil realidad que intentaba sostener.

La comandante asintió lentamente, cerrando los ojos por un momento antes de volver a abrirlos con una determinación renovada. Había en su rostro una fuerza serena, una resolución que hablaba de la necesidad de seguir adelante, de encontrar significado en medio del caos.

—Lo siento mucho, Alan. Tus compañeros serán recordados como héroes. Ahora, necesitamos analizar esta información.

—Lo sé… —respondió él, mientras se daba vuelta. —Tú también debes descansar —dijo antes de cerrar la puerta.

Mientras la comandante se dedicaba a revisar los documentos, Alan se dirigió a su habitación. Se dejó caer en la cama, con el peso de la misión y la pérdida aplastando su espíritu. Cerró los ojos, esperando encontrar algún consuelo en la oscuridad. Pero el sueño lo llevó de vuelta al campo de batalla, al rugido de Ajaw Balam y al olor de la pólvora. Los fantasmas de sus compañeros aparecían a su alrededor, sus miradas vacías e inquebrantables. Alan sabía que no podía dejar que sus sacrificios fueran en vano.

Despertó al amanecer, decidido a continuar la lucha. Sabía que el camino sería arduo y lleno de peligros, pero también sabía que debía seguir adelante por aquellos que ya no podían. Salió de la habitación, listo para enfrentar el próximo desafío.

El sol ya estaba alto en el cielo cuando Alan salió al patio de entrenamiento de la base. Los sonidos de las armas de fuego y las órdenes de los instructores resonaban en el aire, componiendo una sinfonía de guerra que no conocía descanso. Observó a los nuevos reclutas, sus caras jóvenes y llenas de determinación, ajenas al verdadero horror de la guerra.

Alan caminó hacia la armería, su lugar de refugio y preparación. Saludó al encargado, un veterano de edad avanzada que había visto tantas guerras como Alan. El encargado le devolvió el saludo con un asentimiento silencioso, reconociendo el peso de la responsabilidad que ambos compartían.

—Necesito reabastecerme —dijo Alan, colocando su equipo sobre el mostrador.

El encargado examinó las armas y municiones, notando las cicatrices y daños que habían sufrido durante la misión.

—Parece que tuviste una noche difícil —comentó, su voz ronca y tranquila, como un río que ha visto pasar muchas tormentas.

—Sí, algo así —respondió Alan, tomando las nuevas armas y municiones que el encargado le ofrecía. Luego añadió: Por cierto… quiero que me dejes usar tu taller… si es posible.

—¿Vas a hacer más de esas cosas?

—Sí…

—Mmm… Bien, pero trata bien mis herramientas, la última vez casi rompes mi martillo y el yunque.

—Lo haré y… lo siento… —murmuró Alan, una sonrisa débil asomando en su rostro tras la máscara ante la familiaridad de la broma.

Una vez reabastecido, Alan se dirigió al campo de entrenamiento. Necesitaba mantener sus habilidades afiladas y su mente enfocada. El combate cuerpo a cuerpo era una de sus especialidades, y sabía que, en esta guerra, la destreza física era tan importante como la inteligencia táctica.

A medida que practicaba sus movimientos, los recuerdos de la última misión seguían persiguiéndolo. Las caras de sus compañeros, los gritos, y la sangre derramada. Cada uno de sus movimientos era preciso, rápido y fuerte, lo suficiente como para partir el tronco de un roble en buen estado en cuestión de segundos. Sabía que debía canalizar ese dolor en una fuerza imparable, una motivación para proteger a los que aún quedaban.

Más tarde, mientras patrullaba como de costumbre, recibió una llamada urgente de la comandante. Se dirigió rápidamente a la sala de estrategia, donde la comandante y otros oficiales lo esperaban.

—Alan, hemos analizado los datos que recuperaste. Hemos identificado varias ubicaciones clave del enemigo. Quiero que me ayudes a planear el próximo ataque. —dijo la comandante, su tono firme y decidido, una chispa de esperanza brillando en sus ojos.

Alan asintió, acercándose al mapa desplegado sobre la mesa. Sus ojos recorrieron las marcas y anotaciones, visualizando cada posible escenario.

—Propongo un ataque coordinado en tres frentes —dijo, señalando los puntos estratégicos en el mapa—. Utilizaremos la táctica de la distracción para dividir sus fuerzas y concentrarnos en su centro de mando.

Los oficiales asintieron, reconociendo la sabiduría de su plan. La comandante lo observó con una mezcla de orgullo y preocupación.

—Confío en tu juicio, Alan. Pero asegúrate de que esta vez, todos regresen.

Alan la miró a los ojos, entendiendo la profundidad de su petición. Sabía que la guerra no permitía promesas fáciles, pero estaba decidido a hacer todo lo posible para cumplir esa orden.

Con el plan establecido, Alan se preparó para la próxima misión. Esta vez, no estaría solo. Un nuevo equipo lo acompañaría, jóvenes soldados dispuestos a luchar bajo su liderazgo. Los reunió en el patio, observando sus caras decididas.

—Escuchen bien —dijo Alan, su voz firme y autoritaria—. Esta misión no será fácil. Pero confío en cada uno de ustedes. Manténganse unidos, protejan a sus compañeros.

Los soldados asintieron, inspirados por sus palabras. Alan sabía que cada uno de ellos tenía sus propios miedos y dudas, pero también sabía que juntos eran una fuerza imparable.

La noche cayó y el equipo se preparó para la infiltración. Alan, con su máscara lideraba la marcha. A medida que avanzaban en silencio a través del bosque, los recuerdos de sus compañeros caídos seguían presentes, una sombra constante en su mente.

Llegaron a la primera posición enemiga sin ser detectados. Alan dio la señal, y el equipo se desplegó con precisión. Las primeras explosiones rompieron el silencio de la noche, y el caos se desató. Alan se movía con la agilidad de un animal, su presencia era una sombra letal entre los enemigos.

Ajaw Balam, invocado una vez más, rugió con furia, sembrando el pánico entre las filas enemigas. La batalla era feroz, pero Alan y su equipo mantenían la ventaja, utilizando la oscuridad y el elemento sorpresa a su favor.

Finalmente, alcanzaron el centro de mando. Alan lideró el asalto, derribando a los guardias y asegurando la sala de control. Con un último esfuerzo, plantaron los explosivos y se retiraron rápidamente.

La base enemiga estalló en una lluvia de fuego y escombros, iluminando la noche con un resplandor cegador. Alan y su equipo se alejaron, observando la destrucción desde una distancia segura.

—Misión cumplida —dijo uno de los soldados, su voz llena de alivio y satisfacción.

Alan asintió, sintiendo una mezcla de orgullo y tristeza. Habían logrado una victoria, pero sabía que la guerra estaba lejos de terminar. Mientras el equipo celebraba su éxito, Alan miraba hacia el horizonte.

Al regresar, Alan reportó el éxito de la misión a la comandante, y se retiró a la armería donde el viejo lo esperaba, mientras se fumaba un intento de porro y un vaso con un sustituto de alcohol que destilaban en el refugio, de pésimo olor y horrible sabor, pero su efecto era como el de un güisqui añejado por 12 años.

—Tardaste bastante, tuve que usar algo del metal que te había dejado para algunos pedidos.

—Está bien, aun puedo con eso… Gracias

—Ahórratelo… Sabes que conmigo no van esas palabras. Mejor empieza de una vez; yo iré a beber.

—Claro…

En cuanto el taller quedó vació, Alan comenzó a trabajar en el taller. El sonido del martillo contra el metal caliente y el fuego que ablandaba su textura para hacerlo más moldeable inundaban el taller entero. El calor de la hoguera podía sentirse hasta en la entrada del taller. Trabajó sin quitarse la máscara, con el cabello amarrado por toda la noche.

A la mañana siguiente, cuando el viejo regresó después de una noche de borrachera como acostumbraba, vio salir a Alan con su trabajo cubierto en una manta gruesa.

Ninguno dijo nada, solo intercambiaron miradas unos segundos y Alan le levantó la mano a modo de saludo y el anciano le respondió de forma desinteresada, entrando a su taller, mientras que Alan se dirigía a la parte trasera del refugio, una parte escondida entre el bosque, incluso más que este lugar que trae cierto sentimiento de hogar, ubicado entre lo alto de una montaña que nadie se atrevía a subir, una que solo Alan conocía bien. Al llegar a la cima encontró un paisaje lleno de espadas con nombres grabados en ellas.

Alan se quedó mirando aquel paisaje unos momentos, bajó la manta que llevaba y desenvolvió su contenido. Un total de 30 espadas fue lo que fabricó la noche anterior, sin descanso, entre el abrumador calor del fuego y el cansancio de martillar incontables veces para moldear el metal y grabar cada nombre en las espadas, decorarlas para que estuvieran presentables y luego empacarlas cuidadosamente y transportarlas hasta aquí.

Fue colocándolas una por una, a veces recitaba unas palabras de despedida, a veces solo guardaba silencio, incluso buscaba ciertos nombres y colocaba una espada a su lado, como si aquellos nombres tuvieran cierta conexión sentimental, una hermandad, un amor o un simple compañerismo.

Alan observó las espadas recién colocadas, cada una brillando con un destello tenue bajo la luz de la mañana. El viento soplaba suavemente, haciendo que las hojas susurraran entre ellas, como si los espíritus de aquellos a quienes pertenecían estuvieran presentes, escuchando sus últimas palabras. Una mezcla de tristeza y serenidad inundó el corazón de Alan mientras daba un paso atrás para contemplar la obra que había realizado.

Cada espada representaba una vida perdida, un sacrificio que no debía ser olvidado. Alan, en su solitaria vigilia, se permitió un momento de reflexión. Estos guerreros caídos habían compartido el mismo propósito, la misma lucha, y ahora sus nombres estaban inmortalizados en las armas que él había forjado con tanto esmero. Sentía el peso de la responsabilidad, no solo por su supervivencia, sino por la de aquellos que no habían tenido la misma suerte.

Las manos de Alan, aún adoloridas por el trabajo de la noche anterior, se cerraron en un puño. Sabía que, aunque el campo de batalla era donde más se sentía vivo, este ritual de despedida era lo que le permitía seguir adelante. Recordarles a sus compañeros caídos que no estaban solos, que su sacrificio no había sido en vano, era lo que lo impulsaba a continuar la lucha, a no rendirse.

El silencio fue interrumpido por un suave crujido detrás de él. Alan se giró lentamente, encontrándose con la figura del viejo, que lo había seguido hasta allí. El anciano permanecía en la sombra, su rostro parcialmente cubierto por el sombrero que siempre llevaba. A pesar de su actitud normalmente despreocupada, algo en su postura revelaba una comprensión más profunda de lo que significaba ese lugar para Alan.

—No es fácil, ¿verdad? —dijo el viejo con una voz rasposa, llena de una experiencia amarga—. Pero sigue siendo necesario.

Alan asintió, sin necesidad de palabras. Había aprendido a apreciar las pocas veces que el viejo hablaba en serio. No era solo un mentor en la forja, sino también en la vida, un guía que lo había ayudado a soportar la carga que llevaba.

—Cada uno de esos nombres —continuó el anciano— es un recuerdo, una promesa. Y esas espadas, Alan, son más que armas. Son monumentos a la esperanza de que algún día, tal vez, no necesitemos seguir añadiendo más nombres.

Alan se quedó en silencio, pero esas palabras resonaron en su mente mientras volvía a mirar las espadas. Después de unos momentos, el viejo se giró y comenzó a alejarse, dejando a Alan solo una vez más.

Con un último vistazo a las espadas, Alan murmuró una promesa silenciosa para sí mismo. Luego, con un profundo suspiro, se dio la vuelta y comenzó a descender la montaña. Había mucho trabajo por hacer, y aunque la carga era pesada, sabía que debía seguir adelante.

Al llegar al refugio, el equipo se estaba preparando para la siguiente misión. La guerra no daba tregua, y aunque Alan llevaba el peso del pasado en su corazón, su mirada estaba fija en el futuro. En el horizonte, la lucha continuaba, pero ahora, armado con la memoria de aquellos que se habían ido.

Alan se unió a su equipo en el refugio, donde el ambiente era una mezcla de tensión y preparación. Los soldados revisaban sus armas, ajustaban sus equipos y compartían palabras de ánimo o bromas rápidas para aliviar la tensión. Aunque el ritmo frenético de la guerra apenas les daba tiempo para descansar, cada uno de ellos sabía que el próximo enfrentamiento podría ser el último.

La comandante esperaba a Alan junto a una mesa llena de mapas y documentos. Sus ojos captaron de inmediato la fatiga en que emanaba, pero también la determinación que se sobreponía a esa fatiga.

—¿Todo en orden? —preguntó ella, con un tono que mezclaba profesionalismo y preocupación.

Alan asintió mientras se acercaba. —Sí, todo listo. Las espadas están en su lugar.

Ella no dijo nada por un momento, pero una ligera inclinación de cabeza fue todo el reconocimiento que Alan necesitaba. Sabía que la comandante entendía el ritual al que había dedicado tantas noches, y respetaba la importancia de mantener viva la memoria de los caídos.

—Tenemos una nueva misión —dijo ella, cambiando de tema—. Esta vez no es contra el ejército. Un cenote se ha abierto a pocos kilómetros de un pueblo. Necesitamos neutralizarlo antes de que pueda ocurrir una tragedia.

Alan se inclinó sobre los mapas, estudiando la posición y las rutas sugeridas. Sabía que no había margen de error. Cualquier fallo podría costarles caro. Mientras analizaba los detalles, los murmullos de los soldados a su alrededor se convirtieron en un eco distante, centrándose únicamente en la tarea que tenía delante.

—¿Cuándo partimos? —preguntó finalmente, levantando la mirada hacia la comandante.

—Al anochecer. Quiero que tomes la vanguardia, Alan. Conoces mejor que nadie el terreno.

Alan asintió, sabiendo que no podía fallar. Se apartó de la mesa y se dirigió al lugar donde guardaba sus armas personales. Allí, colocados meticulosamente, estaban los rifles que cuidaba con tanto esmero, pero que destruía si era necesario. No eran solo herramientas de combate, sino extensiones de su voluntad.

Al anochecer, el equipo se reunió en el punto de partida, oculto entre las sombras de los árboles. La luna apenas asomaba entre las nubes, proporcionando la cobertura perfecta para su avance. El aire estaba cargado de anticipación, el silencio era casi ensordecedor.

—Es hora —dijo Alan en voz baja, haciendo una señal para que el equipo se moviera.

Avanzaron con sigilo, como sombras entre las sombras, acercándose al cenote que ya estaba fuertemente vigilado por aquellos monstruos sedientos de sangre. Los soldados siguieron las órdenes de Alan con precisión, confiando en su liderazgo y en su habilidad para guiarlos a través del peligro.

Cuando llegaron a las posiciones asignadas, Alan cargó su rifle, sintiendo el peso familiar en su mano. Era un arma especial, hecha no solo de polímeros, sino también con la promesa de venganza y justicia.

La señal fue dada. En un instante, el silencio se rompió con el rugido del combate. Alan lideró la carga, sus disparos rápidos y precisos, las balas atravesando el aire con la furia acumulada de las batallas pasadas. Las bestias, aunque feroces y siempre listas para matar, no pudieron resistir la ferocidad del ataque. Alan y su equipo avanzaban como una marea imparable, arrasando con todo a su paso.

Pero en medio del caos, Alan mantuvo su mente fría. Sabía que la clave de la victoria no estaba solo en la fuerza bruta, sino en la estrategia y el control. Mientras sus compañeros combatían, él se dirigió hacia el centro del nido, donde sabía que estaba el corazón del poder enemigo.

Enfrentó a las bestias más grandes del lugar con la misma determinación que había mostrado al forjar las espadas de los caídos. La lucha fue intensa, pero Alan no cedió. Cada disparo de su arma llevaba el peso de las vidas que había perdido, y cada tiro acertado era una promesa cumplida.

Finalmente, con un último esfuerzo, Alan logra abatir a la bestia más grande del lugar. El nido, privado de su liderazgo, comenzó a desmoronarse. El enemigo, desorientado y sin dirección, fue derrotado por completo.

Cuando el polvo se asentó y el eco de los combates se desvaneció, Alan se quedó de pie en el centro de la destrucción, respirando con dificultad. Sus compañeros comenzaron a reagruparse a su alrededor, algunos heridos, pero todos vivos.

—Hemos ganado —dijo uno de los soldados, con una mezcla de incredulidad y alivio.

Alan miró a su alrededor, observando las ruinas de lo que una vez fue una parte de este denso bosque. Sabía que esta victoria era solo una más en una guerra de la humanidad que parecía interminable. Pero por ahora, habían dado un paso más hacia la paz.

Alan una vez más colocó su brazo en el suelo y pronunció el nombre de su fiel compañero, "Devóralo todo, señor de los jaguares, Ajaw Balam", y aquel jaguar de pelaje negro apareció para enterrarlo todo entre roca y tierra sin dejar rastro de aquel nido.

—Vamos a casa —dijo Alan finalmente, con una voz cansada pero firme.

El equipo comenzó a retirarse, llevando consigo a los heridos y dejando atrás lo que alguna vez fue el nido. Alan, una vez más, quedó al final, asegurándose de que nadie quedara atrás.

Mientras el sol comenzaba a despuntar en el horizonte, Alan sabía que, aunque la lucha continuaba, había hecho lo necesario para honrar a los que se habían ido y proteger a los que aún vivían. Con esa certeza, se dirigió de nuevo al refugio, preparado para lo que vendría.