Vlad sintió su cuerpo como si estuviera atrapado en una prisión de carne y hueso que no le pertenecía. Cada músculo, cada articulación, dolía como si hubiera sido sometido a un castigo físico inhumano. Incluso respirar le resultaba una tarea ardua, como si sus pulmones estuvieran obligados a funcionar en un ritmo extraño, ajeno. Intentó moverse, pero el simple acto de girar el cuello le arrancó un gruñido ronco que resonó en el silencio de la tienda.
Sus párpados, pesados como plomo, se abrieron lentamente, dejando entrar la luz matinal que se filtraba a través de las gruesas cortinas de tela. La luminosidad era tenue, pero suficiente para hacerle entrecerrar los ojos mientras parpadeaba varias veces, tratando de ajustar su visión. A medida que la escena ante él comenzaba a tomar forma, un pensamiento amargo lo atravesó como una daga: todavía aquí.
—Carajo —murmuró entre dientes, con una voz áspera que apenas reconoció como propia.
Durante un instante, un diminuto instante, se había aferrado a la esperanza de que todo hubiese sido una pesadilla, un mal sueño producto de algún exceso de imaginación o estrés. Había deseado que, al abrir los ojos, despertara en su cama, en su pequeño y desordenado apartamento, con los sonidos familiares de su mundo: los autos en la calle, la música lejana de algún vecino, el eco de su vida anterior. Pero esa ilusión se esfumó tan pronto como el dolor en sus músculos lo devolvió a la realidad.
Este no era su cuerpo. Este no era su mundo.
Con un esfuerzo considerable, Vlad levantó la cabeza, sintiendo cómo las sienes le pulsaban como si su cráneo estuviera a punto de explotar. Emitió un quejido frustrado al observar el caos que lo rodeaba: mapas arrugados desperdigados sobre una mesa robusta de madera oscura, libros de tapas de cuero abiertos al azar con sus páginas garabateadas en idiomas que no comprendía del todo aún, frascos de vidrio llenos de líquidos de colores y polvos brillantes, y una espada descansando contra una silla tallada con motivos de dragones entrelazados.
La espada captó su atención. Era un arma imponente, su hoja forjada en un metal plateado que parecía brillar incluso en la penumbra. El filo tenía un diseño ondulante, como si imitara las llamas de un fuego perpetuo. La guarda era negra, grabada con intrincados patrones de platino que representaban dragones luchando entre sí, y el pomo estaba coronado por un cristal oscuro que parecía contener un fulgor latente. A un lado, una pesada y ornamentada armadura de placas descansaba como un trofeo. Sus líneas eran afiladas y amenazantes, con hombreras que se alzaban como las alas de un dragón, y el peto estaba grabado con el emblema de los Drakovar: un dragón de cuatro patas, las alas desplegadas en una pose majestuosa, rodeado de filigranas de plata y oro.
La tienda tenía un aire de opulencia descuidada, como si todo lo caro e importante se hubiese acumulado sin ningún sentido del orden. Las telas que formaban las paredes interiores estaban bordadas con filigranas doradas, aunque el tiempo y el polvo habían erosionado su brillo. Un brasero en el centro contenía brasas aún ardientes, llenando el aire con un calor pesado y un olor metálico mezclado con especias desconocidas.
Intentó ponerse de pie, pero el mareo lo derribó de nuevo sobre la cama improvisada. Las sábanas eran suaves, de una seda que nunca antes había tocado, pero no podía encontrar comodidad en ellas. Todo se sentía extraño, como un disfraz que no le quedaba bien, una simulación de lujo que no podía disfrutar.
¿Qué demonios le habían hecho?
Cerró los ojos y respiró hondo, tratando de calmar el pánico que comenzaba a apoderarse de él. Fue entonces cuando lo sintió: una presión en su pecho, no física, sino más profunda, más visceral. Era como si algo estuviera mal con su esencia misma, con su ser. Recordó, con un escalofrío que le recorrió la espalda, las palabras de aquella figura traslúcida que se había presentado como el "verdadero Vlad Drakovar".
"Tu alma ahora habita mi cuerpo. Mi vida. Mi herencia. Lo que hagas con ella, me importa poco."
El recuerdo era fresco, como si hubiese ocurrido minutos atrás. La voz arrogante del antiguo propietario de este cuerpo resonaba aún en su mente, cargada de un desprecio casi infantil hacia su propia existencia. Vlad, o quien fuera ahora, había sido forzado a ocupar el lugar de un hombre que había huido de sus responsabilidades, dejando tras de sí un reino al borde del colapso y un enemigo en las puertas.
—Eres un hijo de puta, Vlad —gruñó entre dientes, dejando caer la cabeza nuevamente contra las almohadas.
No había respuestas claras, solo preguntas que se acumulaban como una tormenta en su mente. ¿Quién era realmente el dueño de este cuerpo? ¿Por qué había sido elegido para tomar su lugar? Y, lo más importante, ¿qué demonios se suponía que hiciera ahora?
Un sonido suave lo sacó de sus pensamientos. El crujir de cuero y metal al moverse llamó su atención. Giró la cabeza, descubriendo a una figura que se encontraba de pie en la entrada de la tienda. Vestía una armadura ligera con detalles dorados y el emblema de los Drakovar: un dragón de platino sobre un fondo negro con bordes rojos. La mujer tenía una presencia imponente, con cabello blanco puro recogido en una trenza, y sus ojos grises lo observaban con una mezcla de respeto y severidad. Era alta y de constitución fuerte, pero sus facciones, aunque duras, no carecían de cierta belleza austera.
—Alteza Real Vlad, el consejo os espera —dijo con voz firme, inclinando la cabeza ligeramente.
Consejo. La palabra se sintió pesada, cargada de implicaciones que aún no alcanzaba a comprender del todo. No había tiempo para quejarse, para cuestionar, ni siquiera para adaptarse. Había despertado en medio de una guerra que no entendía, en un cuerpo que no era suyo, rodeado de enemigos disfrazados de aliados.
Y ahora, tendría que enfrentarlos.
Vlad suspiró con resignación antes de obligarse a ponerse de pie. Cada movimiento seguía siendo una lucha contra el dolor persistente en sus músculos y la torpeza de un cuerpo que sentía ajeno. Usó la misma ropa con la que había despertado la primera vez y con la que había dormido, un conjunto que, aunque sencillo, reflejaba un aire de elegancia que no podía ignorar.
La camisa negra estaba confeccionada en un tejido suave pero resistente, ajustándose a su figura de manera impecable. Tenía un cuello ligeramente alzado que añadía un toque de refinamiento. Sobre ella llevaba un abrigo gris claro, ceñido a los hombros, con bordados sutiles en los bordes, apenas visibles bajo la luz de la mañana, que parecían representar patrones de dragones entrelazados. Los pantalones negros eran igualmente simples pero bien confeccionados, lo suficientemente flexibles como para permitirle moverse con comodidad. Buscó algo para calzarse y encontró unas botas de cuero negro, desgastadas por el uso pero todavía firmes y funcionales.
Se enderezó y miró a la mujer que lo esperaba en la entrada de la tienda. Tenía algo en su porte que lo intimidaba ligeramente, una mezcla de determinación y profesionalismo. Notó que, a pesar de su actitud rígida, no parecía mucho mayor que él. ¿Dieciocho años? ¿Tal vez veinte? Era difícil estar seguro en un mundo que todavía le resultaba extraño. Sin decir una palabra, ella se giró y comenzó a caminar, y él, sin otra opción, la siguió.
El aire fuera de la tienda era fresco, con un aroma que mezclaba la humedad del rocío matinal con el hierro del equipo de guerra y la madera de las fogatas aún humeantes. Lo primero que captó su atención fue la magnitud del campamento militar. Era un hervidero de actividad: soldados iban y venían, algunos ajustando sus armaduras, otros revisando armas, y otros llevando suministros entre carpas y carromatos. La visión era impresionante y abrumadora a partes iguales.
Por los fragmentos de memoria que lograba recuperar del Vlad original, comenzó a comprender la escala colosal de lo que lo rodeaba. El ejército de Vrevia no era simplemente una fuerza militar; era una manifestación tangible del poder y la influencia de la casa Drakovar, una máquina de guerra construida para preservar un reino que parecía estar siempre al borde del abismo.
Había cerca de novecientas mil tropas reclutadas, soldados inexpertos tomados de aldeas, granjas y pueblos lejanos. Muchos de ellos apenas sabían cómo sostener una lanza, y menos aún cómo usarla en combate. Algunos portaban simples arcos de caza o herramientas convertidas en armas improvisadas: hoces, martillos y lanzas de madera con puntas metálicas desgastadas. Su presencia en el ejército era más simbólica que estratégica, un recordatorio de la desesperación que el conflicto había sembrado entre los civiles.
Junto a ellos estaban quinientos mil soldados profesionales, un contraste marcado. Batallones organizados con precisión militar: lanceros de largas picas que formaban muros impenetrables, piqueros entrenados en maniobras cerradas, arqueros con arcos largos y precisión letal. Había unidades de hacheros, hombres corpulentos cuyas armas podían partir escudos y cuerpos con un solo golpe, y hombres de armas cubiertos con armaduras brillantes que avanzaban con disciplina inquebrantable. La caballería, dividida en ligera, mediana y pesada, añadía un elemento imponente al paisaje. Vlad creía recordar que la caballería ligera estaba compuesta por exploradores y arqueros montados, rápidos y eficaces en el hostigamiento. La caballería mediana era un punto medio entre velocidad y fuerza, con armaduras más pesadas que las de la caballería ligera pero gran versatilidad, mientras que la caballería pesada era una fuerza imparable, formada por jinetes blindados y sus poderosos corceles, diseñados para devastar cualquier línea enemiga.
También estaban los guerreros más "salvajes", aquellos reclutados en las regiones montañosas de Vrevia. Vestían pieles en lugar de armaduras, portaban armas rústicas y llevaban consigo una ferocidad que contrastaba con la disciplina de los demás. Muchos de estos hombres y mujeres venían de clanes lejanos, acostumbrados a la caza y la supervivencia, más hábiles en tácticas de guerrilla que en batallas campales. Eran una herramienta útil, aunque difícil de controlar.
El estandarte de los Drakovar, con su dragón de cuatro patas sobre un fondo negro y bordes rojos, ondeaba sobre cada destacamento. El dragón parecía observarlo desde las alturas, un recordatorio constante del peso del linaje que ahora llevaba. Vlad sintió un escalofrío al contemplar la responsabilidad que había caído sobre sus hombros. Este no era solo un ejército; era un símbolo del poder de una familia que él apenas comenzaba a conocer.
Sin embargo, algo llamaba su atención de forma inquietante entre los recuerdos dispersos que flotaban en su mente: no había magos entre las tropas. La magia, según entendía, era un don raro en este mundo, más aún entre los humanos. Existía, pero quienes podían ejercerla eran contados, quizás unos pocos centenares en todo el reino. Vlad Drakovar, al parecer, era uno de esos privilegiados. Esto lo convertía no solo en un recurso invaluable para su ejército, sino también en un blanco para aquellos que desearan aprovecharse de su poder o eliminar una amenaza potencial.
Recordó la tienda donde había despertado, llena de libros, herramientas y artefactos mágicos que sugerían un estudio profundo. Pero él, el "nuevo Vlad", apenas sabía cómo empezar a usar lo que tenía a su disposición. Era como si le hubieran dado las llaves de un cofre lleno de riquezas incalculables, pero no tuviera idea de cómo abrirlo.
Mientras caminaba, un pensamiento cruzó su mente: ¿todos ellos estaban realmente bajo sus órdenes? La idea era absurda, casi cómica. Apenas entendía este mundo, y ahora se suponía que debía liderar una fuerza tan vasta. Antes de que pudiera formular la pregunta en voz alta, un recuerdo amargo emergió con claridad, una advertencia grabada en su mente como una cicatriz:
"El regente es tu tío, Zagan Drakovar. Es codicioso, ambicioso, y solo espera el momento para tener un heredero propio. Una vez lo consiga, te deshará como se desecha un juguete roto, y reclamará el trono por completo."
Las palabras resonaron en su interior con un peso que le hizo detenerse por un instante. Entendía ahora, con una claridad perturbadora, que no era más que una marioneta. Un peón en un juego de poder mucho más grande, destinado a ser usado y descartado en el momento en que dejara de ser útil.
Miró hacia adelante, a la mujer que lo guiaba. Sus pasos firmes sobre el terreno irregular parecían ser la única constante en un mundo que se desmoronaba bajo sus pies. Apretó los puños, dejando que la frustración y el miedo se transformaran en una resolución silenciosa. Si iba a ser una marioneta, al menos encontraría una forma de cortar las cuerdas. Por ahora, todo lo que podía hacer era seguir caminando y enfrentarse al consejo que lo esperaba, mientras buscaba una manera de tomar el control de su propio destino.
Llegaron finalmente a una gran carpa de lona gris oscura con detalles ornamentales en plata que reflejaban la luz matutina, dándole un aire solemne e imponente. A medida que Vlad cruzaba la entrada, notó que los estandartes de Vrevia colgaban en las paredes interiores, bordados con el icónico dragón de cuatro patas, su presencia constante e intimidante. El aire dentro de la tienda era pesado, cargado del olor de la madera quemada mezclado con cuero y metal.
Al entrar, su atención se desvió hacia la gran mesa central que dominaba el espacio. Sobre ella, un mapa detallado del reino y sus fronteras estaba extendido, con pequeñas figuras de metal y madera que representaban las tropas, fortalezas y movimientos de los ejércitos enemigos. Las miniaturas estaban colocadas con precisión meticulosa, reflejando una estrategia cuidadosamente pensada, aunque incomprensible para Vlad en ese momento.
Alrededor de la mesa se encontraban varias figuras de aspecto distinguido. Eran nobles y generales, vestidos con ropas elegantes de tonos oscuros y detalles dorados y plateados que reflejaban los colores del reino. Cada uno parecía estar profundamente absorto en sus pensamientos o discutiendo en voz baja. Sus rostros eran severos, algunos marcados por cicatrices que hablaban de años en el campo de batalla. Otros, claramente hombres de política más que de guerra, observaban con semblantes calculadores, como si cada palabra y gesto fueran parte de un juego peligroso.
En el centro de esta congregación, destacaba una figura que inmediatamente atrajo la atención de Vlad. Era un hombre de cabello gris plateado, peinado hacia atrás, cuya postura irradiaba autoridad. Vestía una armadura ligera con detalles finamente grabados y una capa de terciopelo oscuro que caía hasta el suelo. Su rostro estaba marcado por líneas de expresión profundas, signos de edad y experiencia. Sus ojos, de un azul acerado, evaluaban todo con una mirada penetrante que parecía capaz de despojar a cualquiera de sus secretos. Por las memorias del Vlad original, no necesitó ninguna presentación para saber que este hombre era Zagan Drakovar, el regente del reino, y su tío.
Zagan aparentaba tener unos cuarenta años, pero la dureza en sus facciones y la energía dominante que emanaba lo hacían parecer mayor. Había algo inquietante en su presencia; una mezcla de carisma y amenaza latente que hacía que incluso los generales más curtidos se mantuvieran firmes y alertas en su presencia. En su cintura colgaba una espada ornamentada, con un pomo en forma de dragón cuyas alas se extendían hacia la empuñadura, un símbolo inequívoco de su autoridad como líder provisional de Vrevia.
La conversación en la carpa se detuvo abruptamente cuando Vlad entró. Todos los ojos se volvieron hacia él, evaluándolo con miradas que iban desde la curiosidad hasta el desprecio. Algunos se inclinaron ligeramente en un gesto de respeto formal, pero Vlad no pudo evitar notar la tensión en sus rostros. La lealtad aquí era una fachada frágil, y cada hombre en esta sala parecía tener un motivo oculto.
—Alteza Real, por fin se une a nosotros —dijo Zagan, su voz grave y medida resonando en la carpa. Sus palabras estaban cargadas con una mezcla de cortesía y reproche apenas disimulado.
Vlad se detuvo por un momento, intentando mantener la compostura. Cada fibra de su ser le gritaba que estaba fuera de lugar, que todos en esta sala podían ver que él no era el verdadero Vlad Drakovar. Sin embargo, no tenía más remedio que jugar el papel que le habían impuesto. Se acercó lentamente a la mesa, sintiendo el peso de las miradas sobre él, y asintió con la cabeza, esforzándose por mantener una expresión neutral.
—Tío —respondió con voz firme, aunque sintió cómo las palabras le raspaban la garganta. Al pronunciarlo, casi podía saborear el veneno implícito en esa palabra.
Zagan levantó una ceja, claramente midiendo cada palabra y gesto de su "sobrino". Se tomó un momento antes de responder, dejando que el silencio llenara la sala.
—Estamos en un momento crítico, Vlad. Necesitamos decisiones firmes, y tú, como heredero, deberás comenzar a tomar un papel más activo. No es tiempo de vacilaciones —dijo, enfatizando las últimas palabras como si fueran un recordatorio, o quizás una amenaza.
Los demás asintieron lentamente, aunque Vlad pudo sentir la duda en sus expresiones. Estaba claro que muchos no lo consideraban apto para liderar, pero por el momento mantenían las apariencias. Uno de los generales, un hombre robusto con una barba espesa y uniforme marcado con el símbolo de un dragón negro, habló entonces.
—Alteza, las fuerzas de los Dævari han comenzado a movilizarse al este. Si no reforzamos nuestras posiciones en las fronteras del río Ankar, perderemos terreno estratégico vital.
Vlad asintió lentamente, aunque no tenía idea de dónde estaba el río Ankar ni por qué era importante. Sus ojos cayeron sobre el mapa, intentando comprender la disposición de las tropas y las ubicaciones, pero todo era un caos de nombres y líneas que no lograba descifrar. Decidió hablar para no parecer completamente inútil.
—Entiendo la gravedad de la situación. Revisaremos las opciones y actuaremos en consecuencia —dijo, con un tono que intentó hacer sonar seguro.
Zagan lo observó con una leve sonrisa que no alcanzó sus ojos. Fue una sonrisa que hablaba de condescendencia, como si estuviera disfrutando del espectáculo de un niño jugando a ser rey.
—Por supuesto. Estoy seguro de que sabrás tomar la mejor decisión —dijo con una voz que goteaba sarcasmo.
Vlad apretó los puños bajo la mesa, sintiendo la frustración arder dentro de él. No podía permitir que este hombre, este "tío", lo humillara frente a los demás. Pero sabía que no podía enfrentarlo abiertamente, no todavía. Necesitaba tiempo para aprender, para entender las reglas de este juego mortal y encontrar una forma de cambiar las cosas a su favor.
Las discusiones alrededor de la mesa se intensificaron, y Vlad, aunque apenas entendía los términos específicos, forzó su mente a retener lo más que pudiera. Las figuras frente a él se movían con destreza, colocando y retirando miniaturas del mapa, como si fueran piezas de ajedrez. Los movimientos parecían casi ritualísticos, llenos de significado, pero también de urgencia. Cada palabra que se decía tenía el peso de vidas humanas detrás.
Un general de rostro curtido, con una cicatriz que atravesaba su mejilla izquierda, habló con voz grave. Era el Alto General Drennar, uno de los líderes militares más respetados de Vrevia. Su figura corpulenta, envuelta en una armadura oscura y pesada, parecía diseñada para intimidar tanto como para comandar.
—La situación es crítica. Los exploradores informan que el ejército de Acilan ha comenzado a mover sus tropas principales hacia las colinas de Ilathar. Si logran consolidarse allí, tendrán ventaja estratégica sobre las llanuras de Kaerdhor. Necesitamos actuar antes de que terminen su avance.
Una mujer vestida con una armadura más ligera, sujeta con correas de cuero reforzado, intervino. Era la capitana Isel Rhonar, conocida por su estrategia ingeniosa y su habilidad para liderar caballería ligera en ataques relámpago.
—Si los Dævari alcanzan Ilathar, estaremos atrapados. Sus arqueros oscuros y sus máquinas de asedio podrían diezmar nuestras líneas antes de que podamos siquiera acercarnos. Propongo enviar un destacamento de caballería para interceptarlos antes de que lleguen.
Zagan, que hasta ese momento había estado observando en silencio, levantó una mano, deteniendo la discusión. Su voz resonó con una autoridad incuestionable.
—No podemos dividir nuestras fuerzas. Si enviamos una fracción de nuestro ejército hacia Ilathar y el enemigo decide atacar en las llanuras, nos encontrarán debilitados. Y no debemos olvidar que todavía estamos esperando la llegada de nuestros aliados.
Los ojos de todos se volvieron hacia el mapa cuando Zagan colocó una figura que representaba un dragón de plata en las llanuras de Kaerdhor.
—Los reinos de Pidour, Rosian y Trining han prometido enviar contingentes. Pidour debería aportar al menos doscientos mil hombres, en su mayoría lanceros y arqueros. Rosian traerá alrededor de ciento cincuenta mil soldados bien entrenados, incluyendo infantería pesada y ballesteros. Trining, aunque más pequeño, está enviando ochenta mil caballeros.
Drennar frunció el ceño y cruzó los brazos.
—Eso suma más de cuatrocientos mil soldados humanos. ¿Y los clanes enanos?
—Los Braigar y los Thurnad ya han enviado mensajes confirmando que sus ejércitos están en camino. Cada clan puede aportar unos cincuenta mil guerreros. Los Caldir y los Brognar han prometido refuerzos adicionales con sus máquinas de asedio. Rallith y Grimdal, por su parte, han comprometido tropas de choque para nuestras líneas frontales.
Vlad parpadeó, tratando de procesar los números. Los clanes enanos sumaban otros trescientos mil guerreros.
La capitana Isel volvió a hablar, su tono menos seguro.
—¿Y los elfos?
Zagan asintió con gravedad.
—Elandor y Sindarel están enviando un total combinado de doscientos mil arqueros élficos y magos de batalla. Variel, como siempre, se retrasa, pero su última comunicación aseguraba que sus tropas estarán aquí en dos semanas.
El Alto General Drennar golpeó la mesa con su puño, haciendo temblar algunas miniaturas.
—Eso nos pone en casi un millón de tropas aliadas, además de nuestras fuerzas. Sin embargo, sabemos que el enemigo supera esas cifras. Los informes indican que los ejércitos de los Dævari cuentan con al menos tres millones de soldados, sin contar a sus criaturas de guerra. Orcos, trolls, bestias de asedio... y eso sin mencionar la magia oscura que emplean.
Un silencio cargado de tensión cayó sobre la carpa. Vlad tragó saliva, sintiendo que todos los ojos se clavaban en él. No estaba acostumbrado a este nivel de responsabilidad, y mucho menos a tomar decisiones que podían determinar el destino de tantos.
Finalmente, Zagan rompió el silencio, dirigiéndose directamente a Vlad con una mirada fija.
—Sobrino, eres el heredero de Vrevia. Este consejo necesita tu opinión. ¿Qué sugieres que hagamos?
La pregunta lo golpeó como un martillo. La sala entera lo observaba, esperando algo que, honestamente, no tenía. Por dentro, su mente luchaba por organizar los fragmentos de información que había captado.
—Creo... —comenzó, su voz algo vacilante al principio, pero que fue ganando fuerza a medida que hablaba— que debemos consolidar nuestras fuerzas aquí, en las llanuras de Kaerdhor. Es un terreno abierto, y nuestras líneas de suministros están aseguradas. Si enviamos destacamentos pequeños, como sugiere la capitana Isel, corremos el riesgo de que sean aislados y destruidos.
La capitana lo miró con una mezcla de sorpresa y aprobación.
—Es una postura lógica, alteza.
Vlad continuó, tratando de sonar más seguro.
—Pero también necesitamos ganar tiempo para que nuestros aliados lleguen. Sugiero enviar exploradores para hostigar al enemigo y ralentizar su avance hacia Ilathar. Así podremos enfrentarlos en condiciones más favorables cuando todos estén aquí.
Zagan sonrió ligeramente, aunque no estaba claro si era una sonrisa de aprobación o de condescendencia.
—Una decisión prudente.
La discusión en la carpa se tornaba más frenética con cada palabra. Vlad intentaba seguir el hilo, pero los términos estratégicos, las referencias a lugares que no reconocía y la velocidad con la que hablaban los presentes lo abrumaban. Alrededor de la mesa, los rostros de generales, capitanes y nobles reflejaban una mezcla de tensión, arrogancia y urgencia.
—Si los trolls de guerra cruzan el río Ilathar, nuestras líneas de suministro estarán condenadas —gruñó el general Balthar, un hombre corpulento con una barba rojiza desaliñada, mientras movía una miniatura en el mapa—. Propongo fortificar los pasos del río con nuestra caballería pesada.
—¿Y dejar las llanuras desprotegidas? —replicó con irritación un hombre más joven, vestido con ropas bordadas en dorado. Era el duque Armand Crelith, un noble cuya juventud parecía compensar con una lengua afilada—. Si hacemos eso, los orcos avanzarán directamente hacia el campamento. ¿Prefiere ver sus tropas aplastadas en un solo golpe, general?
—¡Los campesinos y las tropas reclutadas están para eso, Crelith! —rugió Balthar, golpeando la mesa con su puño—. ¡Esas líneas son sacrificables!
El duque lo miró con una mezcla de desprecio y burla, recostándose en su silla mientras jugaba con una copa de vino que sostenía con aire desinteresado.
—Es fácil hablar de sacrificios cuando no son tus hombres los que caen, general. Pero adelante, envíe a los reclutas a morir mientras usted se mantiene a salvo detrás de sus muros.
La tensión en la sala aumentaba. Vlad observaba cómo algunos capitanes asentían con Balthar, mientras otros cuchicheaban con sus vecinos, claramente más inclinados a las palabras del duque.
—Si puedo intervenir —la voz de la capitana Isel cortó el aire como un filo preciso—. Ambas ideas son inadecuadas por sí solas. Necesitamos asegurarnos de que nuestras fuerzas no solo retrasen al enemigo, sino que también se mantengan móviles. Propongo dividir a la caballería ligera en pequeños destacamentos para hostigar a los orcos y a las criaturas oscuras. Pueden atacar sus líneas de suministro y sus máquinas de guerra, debilitándolos antes de un enfrentamiento directo.
—¿Y si nos superan en número? —preguntó un capitán más veterano, acariciándose la barba gris. Era Renvald, comandante de una división de infantería pesada. Su tono era respetuoso, pero escéptico—. Esos destacamentos podrían quedar aislados y aniquilados antes de cumplir su propósito.
—Por eso la movilidad es clave —replicó Isel, su mirada fija en Renvald—. Nuestras tropas deben conocer bien el terreno. Si usamos guías locales y establecemos rutas de escape, podemos minimizar el riesgo.
Mientras discutían, un noble anciano, vestido con una túnica púrpura adornada con joyas, alzó la voz, aunque no para agregar algo útil.
—Todo esto es una tontería. El problema aquí no es estratégico, sino político. Los elfos de Sindarel no han demostrado ser aliados confiables, y no podemos depender de su llegada. Propongo que enviemos emisarios inmediatamente para exigir que cumplan su promesa o rompan su alianza.
Zagan Drakovar se inclinó ligeramente hacia adelante, con una sonrisa sarcástica que hizo que el noble se removiera incómodo.
—¿Y a quién propone enviar, lord Mandrel? Tal vez a usted, con su elocuencia... aunque dudo que una visita de su parte convenza a los elfos de acelerar su marcha.
La carcajada seca de otro noble llenó el aire, mientras Mandrel apretaba los labios con disgusto.
Vlad sentía que la conversación se desmoronaba en un caos de opiniones cruzadas. Algunos hablaban de estrategias agresivas, otros de tácticas defensivas, y los más insensatos se centraban en disputas políticas o egos heridos.
—¡Orden! —exclamó finalmente Zagan, golpeando la mesa con la palma de su mano. Su tono era glacial, y el silencio que siguió fue inmediato—. Esto no es un mercado. Necesitamos soluciones, no quejas ni críticas vacías.
Zagan giró su mirada hacia Isel.
—Capitana, desarrolle su propuesta.
Isel asintió y señaló el mapa, trazando con el dedo un círculo alrededor de una serie de colinas cercanas al río Ilathar.
—Si posicionamos a los exploradores en estas zonas elevadas, podremos monitorear los movimientos enemigos y reaccionar antes de que crucen. Al mismo tiempo, enviaría destacamentos pequeños de caballería ligera para atacar sus caravanas y ralentizar su avance. Mientras tanto, podríamos concentrar nuestras fuerzas principales aquí, en las llanuras de Kaerdhor, listas para enfrentar cualquier embate directo.
Renvald asintió lentamente, mientras otros comandantes murmuraban entre ellos.
—Es arriesgado, pero viable —dijo finalmente el general Drennar—. Sin embargo, necesitaríamos apoyo de los aliados enanos para reforzar las posiciones defensivas en el río. Sus máquinas de asedio serían cruciales para mantener a raya a los trolls.
El duque Armand levantó una ceja, con una sonrisa cínica.
—¿Y qué hacemos si nuestros aliados no llegan a tiempo? ¿Confiamos en nuestra suerte?
Zagan lo ignoró, volviendo su atención a Vlad.
—¿Y tú, sobrino? ¿Tienes algo que añadir?
El silencio cayó sobre la sala nuevamente. Vlad sintió cómo el peso de las expectativas recaía sobre él. Inspiró profundamente, recordando lo poco que sabía, pero también que no podía permitirse mostrar debilidad.
—Creo que la capitana Isel tiene razón al enfocarse en la movilidad. Pero si vamos a enviar destacamentos, deberíamos asegurarnos de que incluyan tropas que conozcan el terreno, guías locales o incluso exploradores enanos, si los clanes Braigar y Thurnad pueden apoyarnos. Además, podríamos usar señuelos: crear campamentos falsos para confundir al enemigo sobre nuestras posiciones reales.
La idea provocó murmullos en la sala. Algunos asentían, otros parecían evaluar su viabilidad.
Zagan lo observó en silencio durante un largo momento, antes de asentir lentamente.
—Una idea interesante. Continuemos afinando los detalles.
La reunión se prolongó durante horas, pero Vlad comenzó a notar un cambio sutil. Aunque todavía se sentía como un intruso, sus palabras ya no pasaban desapercibidas. No sabía cuánto tiempo podría mantener esa frágil ilusión de control, pero por ahora, era suficiente.
La discusión en la carpa continuó tras el comentario de Zagan, con los participantes enfrascándose aún más en las estrategias. La tensión en el aire era palpable, con cada palabra cargada de urgencia y orgullo.
—Sugiero reforzar nuestras defensas en el río Ilathar con las tropas de infantería pesada de Renvald —propuso el general Drennar, moviendo una de las figuras metálicas en el mapa hacia el río—. Si colocamos tres regimientos aquí, podríamos retrasar cualquier intento de cruce por al menos una semana.
—¿Y qué sugieres que hagamos mientras tanto? ¿Esperar a que los Dævari traigan a sus catapultas y nos reduzcan a escombros? —interrumpió lord Galdric, un noble de mediana edad con una calva reluciente y una expresión siempre agria—. Propongo lanzar un ataque preventivo. Nuestras tropas no están aquí para defender, sino para demostrar nuestra superioridad.
El general Balthar bufó, rodando los ojos.
—Un ataque preventivo con qué, exactamente, Galdric. ¿Vas a tomar tu colección de espadas decorativas y liderar la carga tú mismo?
—¡Guarda tus sarcasmos, general! —replicó Galdric, poniéndose de pie de forma teatral, aunque su voz tembló ligeramente—. Al menos yo no sugiero esconderme detrás de un río como un cobarde.
—Caballeros, por favor, volvamos al punto —intervino Renvald, con un tono grave que demandaba atención—. Si vamos a reforzar las defensas del río, necesitaremos más que infantería. Sin apoyo de artillería, estaremos a merced de los trolls de guerra y las criaturas voladoras.
—Ah, por fin alguien habla con sentido común —comentó Armand Crelith, levantando su copa para brindar en dirección a Renvald—. Aunque si esperan que los enanos se apresuren a ayudarnos con su artillería, puede que se decepcionen. Ya sabemos cómo son esos testarudos.
—Los clanes Braigar y Thurnad han sido los más dispuestos a colaborar —dijo Isel, ignorando el tono burlón de Armand—. Podríamos enviar mensajeros para coordinar su llegada al frente. Sus ballestas pesadas y cañones son exactamente lo que necesitamos.
—Siempre que lleguen a tiempo —gruñó Balthar, moviendo otra figura en el mapa—. De lo contrario, sugeriría usar nuestras propias máquinas de asedio para cubrir los pasos. Es una solución menos efectiva, pero al menos no dependemos de la buena voluntad de terceros.
Un noble de cabello plateado, lord Aeron Faelorn, que hasta ahora había permanecido en silencio, habló finalmente.
—Estamos olvidando un punto crucial: el enemigo tiene criaturas oscuras que pueden atacar desde las sombras. Orcos y trolls son visibles, pero ¿qué hay de los wargs nocturnos o los espectros que acompañan a los Dævari? Necesitamos más exploradores para detectar movimientos sigilosos, o estaremos vulnerables incluso antes de que crucen el río.
Un murmullo aprobatorio recorrió la sala. Aeron era conocido por su inteligencia estratégica, aunque también por su carácter reservado.
—Estoy de acuerdo con lord Faelorn —dijo Isel, señalando una cadena de colinas al norte del río en el mapa—. Estas posiciones ofrecen un excelente punto de observación para rastrear movimientos enemigos. Podríamos enviar exploradores élficos de Elandor a ocuparlas. Son expertos en detectar criaturas oscuras.
—Ah, los elfos otra vez —resopló Galdric, cruzando los brazos—. Dependemos demasiado de ellos. En cualquier momento podrían abandonarnos, como han hecho antes.
Zagan, que había permanecido en silencio hasta entonces, habló con calma, aunque su voz estaba cargada de autoridad.
—Los elfos han demostrado ser aliados más confiables que algunos humanos aquí presentes. Si no podemos confiar en ellos, ¿en quién, entonces? ¿En tus campesinos mal entrenados, lord Galdric?
La burla implícita hizo que algunos en la sala sonrieran discretamente, mientras Galdric apretaba los labios, sin responder.
Renvald, buscando calmar la situación, retomó la palabra.
—Muy bien, tenemos varias líneas de acción propuestas: refuerzos en el río Ilathar, destacamentos móviles de caballería, exploradores élficos en las colinas y el uso de artillería enana, si llega a tiempo. Pero aún falta un punto importante.
Renvald giró hacia Zagan y luego a Vlad.
—¿Qué haremos si el enemigo lanza un ataque masivo en las próximas horas? ¿Estamos preparados para sostener nuestra posición aquí, en Kaerdhor?
La sala quedó en silencio. Todas las miradas se volvieron hacia Zagan, quien se recostó en su asiento con una sonrisa fría.
—Eso, caballeros, dependerá de nuestra capacidad para actuar como un ejército unido y no como un grupo de chacales peleándose por un trozo de carne.
Zagan hizo un gesto hacia Vlad.
La tensión en la carpa aumentó tras las palabras de Zagan. Vlad sintió las miradas de todos clavadas en él. Los ojos expectantes de los nobles, los generales y los estrategas parecían juzgarlo en silencio, como depredadores acechando a una presa. Aunque su mente era un caos, con fragmentos de recuerdos de Vlad el original mezclados con su propia confusión, sabía que no podía quedarse callado. Las palabras de su tío, burlonas pero cargadas de veneno, lo empujaban a actuar.
El silencio se alargaba, y Vlad sintió cómo una gota de sudor bajaba por su espalda. Inspiró profundamente, intentando mantener la calma, y alzó la mirada hacia el mapa. Su conocimiento sobre guerras era mínimo, pero su instinto le decía que al menos debía sonar seguro. Había aprendido algo en la vida: a veces, aparentar saber más de lo que realmente sabes puede ser suficiente.
—Si el ataque ocurre antes de que nuestros aliados lleguen —comenzó, su voz firme aunque su interior temblaba—, propondría una estrategia defensiva escalonada.
Se inclinó sobre la mesa, señalando el río Ilathar con un dedo, recordando las palabras que había escuchado momentos antes.
—Refuerzos en el río como primera línea. Tropas ligeras para hostigar al enemigo, causar desorden y ralentizar su avance.
Movió su dedo hacia las llanuras, recordando la importancia de las tropas pesadas.
—Infantería pesada en las llanuras, como segunda línea. Aquí, mantendrán su posición mientras las máquinas de asedio cubren desde la retaguardia.
Finalmente, apuntó hacia una sección más abierta del mapa.
—La caballería pesada debe mantenerse como una fuerza de choque. No para actuar de inmediato, sino para contrarrestar cualquier brecha que pueda surgir en nuestras defensas.
El silencio en la carpa fue absoluto por un momento. Las palabras de Vlad, aunque improvisadas, parecían haber golpeado el centro de la estrategia. No eran complejas ni magistrales, pero tenían sentido. Los murmullos comenzaron a surgir lentamente entre los presentes.
El general Drennar fue el primero en hablar, asintiendo con aprobación.
—Es una estrategia sólida. La clave será coordinar los tiempos. Si nuestras tropas ligeras son eficaces en retrasar al enemigo, tendremos oportunidad de organizar nuestras líneas más fuertes.
Renvald, siempre analítico, inclinó la cabeza en señal de acuerdo.
—Tendremos que asegurarnos de que las máquinas de asedio estén operativas y bien posicionadas. Si fallan, la segunda línea podría colapsar rápidamente.
Galdric, por supuesto, no podía resistirse a intervenir.
—Y mientras tanto, ¿qué sugieres que hagamos con las criaturas voladoras de los Dævari? ¿Les lanzamos piedras?
Armand, el noble siempre dispuesto a provocar, dejó escapar una carcajada.
—¿Qué tal si usas tu lengua afilada, Galdric? Tal vez las asustes con tu elocuencia.
—Silencio —ordenó Zagan, alzando una mano. Su voz era calmada, pero con un filo que cortó las risas al instante—. Es evidente que necesitamos una solución para las amenazas aéreas.
Vlad sintió la presión de nuevo. Sabía que debía intervenir antes de que la situación se saliera de control.
—Podemos desplegar arqueros en las colinas cercanas al río —dijo rápidamente, señalando el área en el mapa—. No serán suficientes para eliminar a todas las criaturas voladoras, pero podrían servir como una distracción o, al menos, limitar su efectividad.
Isel, que hasta ahora había estado observando en silencio, asintió.
—Esa es una buena solución a corto plazo, pero los elfos de Elandor podrían aportar algo más eficaz. Sus arqueros son legendarios en combate contra amenazas aéreas. Si podemos coordinar con ellos...
—Ah, los elfos otra vez —bufó Galdric—. Siempre confiando en otros.
—Y tú siempre encontrando excusas para no hacer nada útil —replicó Balthar, girándose hacia Galdric con una mirada de desprecio—. Si tienes una mejor idea, compártela.
Galdric abrió la boca para responder, pero Zagan lo interrumpió.
—Ya basta. Nos ocuparemos de los elfos más tarde. Por ahora, enfoquémonos en lo que podemos controlar.
Zagan miró a Vlad, y por un instante, sus ojos parecieron evaluar cada palabra que había dicho.
—Es un plan básico, pero efectivo si se ejecuta correctamente —dijo finalmente, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Espero que las decisiones de nuestro heredero sean tan certeras en el campo de batalla como lo han sido aquí.
Vlad asintió lentamente, sintiendo que había superado una prueba, aunque sabía que lo más difícil estaba por venir. La reunión continuó con más ajustes a los planes. Vlad escuchó cada palabra con atención, tratando de aprender, de comprender las dinámicas de poder entre los presentes.
Mientras tanto, una sensación inquietante lo invadía. No era solo el peso de liderar un ejército que apenas conocía, sino también la certeza de que su tío Zagan no estaba simplemente observándolo. Estaba esperando, calculando, y Vlad sabía que cualquier error podría ser la excusa perfecta para que lo descartaran. Y en este mundo, descartarlo probablemente significaría su muerte.