No sentía nada, o al menos eso creía. Había pasado tanto tiempo flotando en ese abismo que las sensaciones mismas parecían haberse desvanecido, como los ecos de una melodía olvidada. Intentó abrir los ojos, pero no había oscuridad ni luz que respondiera a ese esfuerzo. La nada lo envolvía por completo, como un mar cálido y reconfortante en el que se mecía sin rumbo. Allí, en esa calma casi maternal, apenas recordaba quién era. Su vida, si alguna vez había tenido una, se desvanecía entre jirones de recuerdos, como el humo disipándose en el viento. Un nombre flotaba en su mente, pero era tan borroso como una imagen malformada. Su vida... ¿había sido feliz? No lo sabía. Había algo, alguien, un rostro se desdibuja cada vez que intentaba recordarlo. Solo quedaba la vaga sensación de una relación, tal vez una novia, tal vez una exnovia, tal vez alguien que nunca existió más allá de sus propios sueños.
El tiempo no tenía sentido allí. Las memorias se desvanecen dejando fragmentos, incoherentes, irrelevantes. Juegos de estrategia, quizás... ¿le gustaban? Le costaba saberlo. Las imágenes de tableros, figuras, batallas ficticias le cruzaban la mente, pero se disuelven tan rápido como habían llegado.
"¿Dónde estoy?", había llegado a preguntarse innumerables veces. Sin embargo, la respuesta nunca llegaba, y con el tiempo, dejó de esperar una. La ausencia de respuestas fue reemplazada por algo más, algo terrible. El dolor surgió de la nada, tan violento que, por un instante, dudó de su propia existencia. Un dolor abrasador, como si lo estuvieran quemando vivo, aunque no tenía cuerpo para sentirlo. Era como si su alma misma fuera devorada por las llamas, inmolada en un tormento eterno. Gritó, o al menos intentó hacerlo, pero su voz no tenía dónde resonar.
El sufrimiento duró lo que parecieron eones, hasta que, de pronto, sintió que algo cedía. Sus ojos, o lo que quedaba de ellos, lograron abrirse. El mundo le golpeó los sentidos, devolviéndole a una realidad que lo aplastaba con su brutalidad. Estaba sudando, el aire que llenaba sus pulmones era insuficiente, como si se ahogara en medio de una marea invisible. Se tambaleó sobre el suelo que apenas sentía bajo sus pies, el dolor aún lo recorría como si su carne estuviera ardiendo. Gateó, las manos torpes, inestables, hasta que chocó contra algo duro. Sus dedos rozaron la madera áspera de un cubo. Sin pensarlo, metió las manos en el agua fría, y el alivio fue inmediato, como si las llamas que lo consumían se apagaran al instante.
El reflejo en el agua lo detuvo. Se inclinó sobre el cubo, mirando a la figura que le devolvía la mirada desde la superficie agitada. Aquello no era él. No podía serlo. No recordaba con exactitud su rostro, pero estaba seguro de que esa cara extraña no le pertenecía. Era la imagen de un joven de aspecto elegante, de una belleza inquietante, casi sobrenatural. Su cabello plateado, lacio, caía en mechones desordenados sobre su frente. Los ojos, grandes, de un azul profundo como un océano nocturno, lo miraban con una intensidad que le pareció imposible. Había en esa mirada una mezcla de inteligencia y una melancolía que no le pertenecía. Su piel, clara, pálida, casi fantasmagórica, le daba un aire etéreo, como si fuera una criatura salida de un mundo más allá de lo humano. Su atuendo era igualmente intrigante: una camisa negra, ajustada a su figura, con un cuello que se alzaba ligeramente, y sobre ella, un abrigo de tono gris claro, que parecía fuera de tiempo, antiguo pero refinado.
Se incorporó lentamente, aún sintiendo las punzadas del dolor recorriendo su cuerpo. Miró a su alrededor. La luz en la carpa era tenue, filtrada por las gruesas telas de color oscuro que formaban el techo y las paredes. El aire olía a cera de velas, incienso y algo más, como cuero y madera pulida. Todo en la tienda parecía antiguo, pero no de una manera descuidada o rústica; cada detalle estaba cuidadosamente elegido, como si quien viviera allí fuera un noble de otro tiempo, un hombre acostumbrado al lujo, pero no al ostentoso, sino al tipo que solo los verdaderamente poderosos y refinados podían permitirse.
La carpa en la que estaba era inmensa, de una elegancia sombría. Los muebles, tallados en maderas oscuras, tenían un estilo medieval, pero con una precisión y un gusto por los detalles que los hacían parecer más arte que meros objetos utilitarios. Un candelabro colgaba del techo, sus velas parpadeando con una luz suave que apenas iluminaba las sombras. Las paredes de la tienda estaban cubiertas con tapices intrincadamente bordados, que mostraban escenas de batallas y conquistas, de caballeros enfrentándose a monstruos imposibles, y de coronaciones en antiguos salones de piedra. Un gran lecho con dosel ocupaba el centro de la tienda, cubierto con pesadas mantas de terciopelo rojo y dorado. A su lado, una mesa baja repleta de mapas y pergaminos, como si el dueño de la carpa fuera un estratega, un comandante en medio de una campaña.
Se tambaleó hacia la mesa, sus piernas todavía débiles. El reflejo en el agua seguía persiguiéndolo, esa imagen de un extraño que no reconocía. Al tomar uno de los pergaminos en sus manos, notó que las letras eran extrañas, una escritura antigua que no reconocía, pero que le resultaba, de alguna manera, familiar. Algo en su interior le decía que, aunque no lo recordara, pertenecía a ese mundo. Como si siempre hubiera sido parte de él.
Sin embargo, las preguntas seguían agolpándose en su mente. ¿Quién era? ¿Qué era este lugar? ¿Por qué sentía que el tiempo mismo había perdido su significado? Y, más importante aún, ¿qué se suponía que debía hacer ahora?
Dejó el pergamino en la mesa con un movimiento lento, casi reverencial, como si aquel trozo de papel frágil encerrara un misterio que aún no lograba descifrar. Se levantó tambaleante, las piernas todavía débiles, como si acabara de aprender a caminar de nuevo. A su alrededor, la inmensa tienda de campaña parecía cobrar vida propia, respirando a través de las sombras que proyectaban las velas titilantes. Miró alrededor, buscando un lugar donde descansar, su mente saturada de preguntas que no hallaban respuesta.
En un rincón de la tienda se erguía un lecho ostentoso, digno de un noble en tiempos de guerra, pero sin caer en lo ridículamente ostentoso. Era grande, cubierto con sábanas de seda oscura y mantas de terciopelo, y coronado por un dosel de finos tapices tejidos a mano, cada hilo revelando escenas de antiguas gestas olvidadas. La estructura del lecho estaba tallada en madera de roble, gruesa y oscura, con detalles esculpidos que parecían contar historias de tiempos aún más remotos. Se dejó caer sobre el borde del colchón con un suspiro, como si el peso del mundo desconocido en el que había despertado lo aplastara.
Al sentarse, sus piernas chocaron con una pila de más de cuarenta libros que descansaba junto a la cama. Volúmenes grandes, robustos, con cubiertas de cuero grueso, todas marcadas con símbolos que no reconocía. Sus dedos recorrieron las portadas, sintiendo el relieve de los grabados, pero las letras y los signos eran extraños, como de otro tiempo, de otra lengua que no recordaba haber aprendido. Los símbolos parecían antiguos, escritos con una precisión meticulosa, pero a su vez crípticos, como si solo unos pocos elegidos pudieran entender su verdadero significado.
Curioso, tomó uno de los libros. Pesado, con al menos mil páginas, cada hoja finamente cortada y amarillenta por los años. Lo abrió, encontrándose con páginas llenas de aquellas letras desconocidas, trazadas con una caligrafía tan perfecta que parecía imposible haber sido hecha a mano. Pasó sus dedos sobre la tinta, fría al tacto, como si esos caracteres guardaran algún tipo de poder que no alcanzaba a comprender.
El tiempo comenzó a desvanecerse mientras hojeaba aquellos volúmenes. Pasó de un libro a otro, sin entender las palabras, pero fascinado por los dibujos que encontraba. No eran los típicos garabatos rudimentarios que se esperaría en textos medievales, sino verdaderas obras de arte, dibujadas con una precisión exquisita. Cada figura parecía cobrar vida en la página, detallada hasta en los pliegues más finos de las ropas o en la textura de las pieles. Y, sin embargo, lo que más le llamaba la atención no eran las figuras en sí, sino lo que parecían hacer.
Los dibujos mostraban personas, hombres y mujeres, lanzando lo que solo podía describir como poderes. Rayos de energía salían de sus manos, esferas de luz rodeaban sus cuerpos, y en algunos casos, criaturas fantásticas, bestias que jamás habría imaginado, eran convocadas desde las sombras. Magia. No había otra palabra que pudiera describirlo, aunque esa misma palabra le pareciera infantil, como arrancada de alguna historia que hubiera escuchado o visto en otro tiempo, en otro lugar que ahora se le escapaba.
Pasó horas hojeando los libros, uno tras otro, con la esperanza de encontrar algo, cualquier cosa que le diera respuestas. Pero todo parecía tan distante, como si perteneciera a una realidad que no le correspondía. Algunos textos mostraban más hechizos, otros hablaban de lo que parecían ser rituales complejos. En ninguno encontró algo que le resultara útil o que pareciera realmente poderoso. La magia que describían, aunque impresionante, no era la clase de poder que dominaba mundos o derrotaba ejércitos. Todo lo que veía eran pequeños encantamientos, trucos de luz y sombras, habilidades para manipular el entorno, pero nada que pudiera resolver el enigma de quién era o qué hacía en ese lugar.
Entonces, después de horas que se le antojaron eternas, llegó al último de los libros. Pesaba más que los anteriores, y su portada estaba decorada con símbolos aún más intrincados. Lo abrió, y al pasar las páginas, encontró más de lo mismo: dibujos y más símbolos crípticos. Pero, al llegar al final, algo diferente lo detuvo. En la última página, un dibujo, simple pero perturbador, ocupaba el centro. Mostraba una figura humana acostada, y desde su cuerpo emanaba una especie de aura, una luz que parecía flotar sobre él. Alrededor de esa figura, círculos se entrelazaban como los anillos de un planeta, girando en torno a su ser.
El dibujo le resultaba vagamente familiar, aunque no supiera por qué. Estudió la imagen durante lo que parecieron largos minutos, intentando descifrar lo que significaba. ¿Era magia? ¿Era alguna clase de ritual de transmutación? No entendía del todo lo que veía, pero una idea empezó a formarse en su mente, aunque borrosa, inalcanzable en su totalidad. ¿Era eso lo que había ocurrido con él? ¿Había sido su alma, su esencia o lo que fuera que lo definiera, transferida a este cuerpo extraño?
La idea le heló la sangre. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, como si cada fibra de su ser comprendiera la gravedad de lo que acababa de descubrir. ¿Había perdido su propio cuerpo? ¿Estaba ahora atrapado en el cuerpo de otro, un extraño de apariencia majestuosa y poderosa, pero que no le pertenecía? Sus manos, elegantes y pálidas, temblaban ligeramente al pensar en lo que eso implicaba. Las preguntas lo asaltaban, rápidas y violentas, y su mente giraba en círculos. Nada tenía sentido, pero algo, una verdad oscura y retorcida, empezaba a tomar forma en su interior.
Quiso gritar, pero no hubo sonido. Solo el silencio pesado de la tienda, el crepitar de las velas y el crujido ocasional de la tela de la carpa al ser agitada por el viento exterior. En medio de esa quietud sofocante, algo cambió. Instintivamente, tocó la página del libro frente a él, esa última imagen inquietante de la figura y su aura flotante. Fue como si una corriente helada le recorriera el cuerpo, y de repente, un dolor punzante le atravesó el cráneo.
Su visión se nubló. Trató de aferrarse a la realidad, pero todo a su alrededor comenzó a disolverse. Un zumbido creció en sus oídos, cada vez más fuerte, hasta que el dolor de cabeza se volvió insoportable. Se desplomó hacia atrás, perdiendo el control sobre su cuerpo. Pero entonces... nada.
El mundo se desvaneció, y cuando abrió los ojos de nuevo, se encontró de pie en lo que parecía un espacio entre el sueño y la realidad. La misma tienda, el mismo ambiente... pero ahora frente a él, como un espejo, estaba su reflejo. No, no era exactamente un reflejo. Era él, pero no lo era. Era el cuerpo que habitaba ahora, el joven de cabello plateado y ojos azules que había visto en el cubo de agua.
Antes de que pudiera procesar lo que veía, su reflejo habló.
—He... —empezó a decir, pero fue interrumpido.
—Seas quien seas, tengo un mensaje —dijo la imagen frente a él, su voz era baja, pero clara, con un aire de desapego, como si aquello fuera una mera formalidad—. Esto que ves se parece a ti porque soy yo. O fui yo. Soy solo un mensajero, un vestigio de lo que era. Así que ahórrate las preguntas inútiles, porque no las responderé. No soy más que un mensaje pregrabado.
El hombre sintió su corazón latir con fuerza, pero permaneció en silencio, atento a cada palabra que aquella figura decía, sabiendo que, de alguna manera, en esas palabras encontraría la clave para entender su nueva realidad.
—Escucha bien, porque no lo repetiré —continuó la figura, sin ninguna emoción visible—. Tu nombre ahora es Vlad Drakovar. Eres el heredero del reino de Vrevia. Tu padre ha estado muerto desde que eras niño, y el regente es tu tío, Zagan Drakovar es codicioso, ambicioso, y solo espera el momento para tener un heredero propio para luego deshacerse de ti y reclamar el trono por completo. Pero no subestimes su inteligencia ni su crueldad. Es un hombre calculador, y su mirada siempre está puesta en el poder..
La información era abrumadora, cada palabra resonando en su mente como el eco de un martillo sobre hierro candente. Vlad Drakovar. Heredero. Un reino que no conocía, un padre muerto, y un tío codicioso que sólo esperaba el momento adecuado para traicionarlo.
—Sabemos magia —continuó el reflejo, y un destello de burla cruzó por sus ojos azules—. Bueno, yo la sé. Y ahora tú también la sabrás. Considera esto un regalo de despedida. Todos mis libros, todos mis conocimientos, están en esta tienda. Son tuyos. Haz con ellos lo que quieras. Yo ya no los necesito.
El reflejo señaló los libros amontonados a un lado de la tienda, los mismos que Vlad había estado hojeando antes, aquellos llenos de símbolos crípticos y hechizos misteriosos. Era como si el peso de toda esa información cayera sobre él de golpe, aplastándolo bajo la responsabilidad que ahora llevaba.
—Actualmente estás en las llanuras de Kaerdhor —dijo el reflejo, sin detenerse—. Tu tío está liderando una campaña militar con el cuarenta por ciento de las fuerzas profesionales del reino y decenas de miles de tropas auxiliares. Estamos en una alianza temporal con los reinos humanos de Pidour, Rosian y Trining, y con seis clanes enanos: los Braigar, los Thurnad, los Caldir, los Brognar, los Rallith y los Grimdal. También contamos con el apoyo de tres reinos élficos: Elandor, Variel y Sindarel. Nos enfrentamos a uno de los caudillos del rey de Acilan, un hombre oscuro, de una raza antigua y peligrosa, los Dævari, con piel gris y ojos como brasas. Ha reunido enormes ejércitos de su raza y millones de orcos, trolls, y otras criaturas oscuras que ni siquiera puedo comenzar a describir.
Cada palabra era como una daga que penetraba más en la realidad en la que estaba atrapado. Un conflicto enorme, alianzas con razas de fantasía, batallas inminentes. Su mente, vagamente aún conectada con el mundo del que venía, reconocía los nombres y conceptos de viejas leyendas o cuentos fantásticos, pero ahora eran su realidad. La escala de lo que enfrentaba lo hacía sentir pequeño, insignificante en comparación con la vastedad de la guerra que se aproximaba.
—Ahora —el reflejo dio un paso hacia él, sus ojos azules penetrantes—. Si te preguntas por qué tienes mi cuerpo, te lo diré de forma sencilla: no quiero esta vida, quería escapar, huir, dime cobarde o lo que desees, es lo que soy y lamentablemente te toco a ti. Y no me importa si tú querías la tuya. He hecho un hechizo para que no puedas recordar tu vida anterior, o al menos, no de manera clara. Lo hice porque me voy a tu mundo. Un intercambio. Tú aquí, yo allá. No intentes revertir el hechizo, no hay vuelta atrás. Y aunque lo hubiera, dudo que puedas regresar o lograrlo.
Vlad, o lo que quedaba de él, sintió una oleada de ira y frustración, pero también algo más: resignación. La verdad era que apenas recordaba quién había sido antes. Los fragmentos de su antigua vida eran borrosos, inalcanzables. Tal vez, de alguna manera, aquello era lo que merecía. Pero no, era su vida, suya y ese cabrón se lo quito, le arrebato lo suyo, su vida.
—Suerte —concluyó el reflejo, y por un instante, pareció que algo parecido al arrepentimiento cruzaba su rostro—. Y lo siento, si eso te sirve de algo. Espero que puedas vivir feliz.
Y con eso, la figura se desvaneció, como si nunca hubiese estado allí, dejando a Vlad solo en una tienda llena de misterios y secretos que aún no había comenzado a desentrañar. El eco de las últimas palabras del reflejo resonaba en su mente, pero más que respuestas, solo le traía frustración.
Vlad se levantó de la cama con el cuerpo tenso, los puños apretados. El ceño fruncido dibujaba una sombra oscura sobre sus ojos azules mientras sus pensamientos giraban en círculos, atrapados en la confusión y la ira. Estaba enojado. No solo enojado, furioso. Toda su vida, o lo que quedaba de ella, se sentía como un chiste macabro. No sabía quién era, ni dónde estaba, y encima ahora era el heredero de un reino en medio de una guerra que ni siquiera entendía. Los recuerdos borrosos de su vida pasada lo acosaban como fantasmas. Quería gritar, quería destrozar todo a su alrededor, quería...
Con un movimiento brusco, pateó una de las mesas cercanas, volcando pergaminos y plumas por el suelo. "¡Carajo!" exclamó, su voz llena de rabia contenida. Los libros cayeron con un ruido seco, dispersándose a su alrededor como los fragmentos de su vida rota.
Respirando agitadamente, intentó calmarse, pero no lo consiguió. Se sentó de nuevo, las manos temblorosas mientras tomaba uno de los libros que yacía en el suelo, su cubierta gruesa adornada con símbolos que ahora, ya empezaba a comprender. Volvió a leerlo, una página tras otra, devorando las palabras que antes habían sido indescifrables. Pero la lectura, aunque ahora clara, solo le trajo más dudas. Los hechizos, los rituales, todos parecían inútiles. No había nada allí que pudiera darle una respuesta a lo que más le importaba. Solo encontró más preguntas.
Entre los cientos de hechizos que revisó, uno llamó su atención, aunque por las razones equivocadas. Infernus Umbra Malorae, según la descripción, era un conjuro de fuego oscuro que envolvía al enemigo en llamas negras, capaces de consumir tanto su carne como su espíritu. Las llamas, más que meros fuegos físicos, drenaban la energía vital del afectado, robándole algo más profundo que la vida misma. Era un hechizo peligroso, uno de los más prohibidos en las culturas mágicas debido a su efecto destructivo no solo en el cuerpo, sino en el alma.
Pero Vlad se detuvo y lanzó el libro con desprecio. "¿De qué mierda me sirve esto?" murmuró, apretando los dientes. Había miles de hechizos, cientos de rituales, pero ninguno le daba la respuesta que buscaba. Ninguno le decía quién era, por qué estaba allí o cómo podía escapar de esta pesadilla. Era como estar atrapado en una novela de fantasía barata, donde los héroes luchaban en guerras medievales por razones que ya no le importaban. No quería ser parte de eso. No quería esta vida.
Pero la rabia no lo abandonaba. Se obligó a seguir leyendo, su mirada saltando de una página a otra, de un símbolo a otro, tratando de encontrar algo, cualquier cosa, que lo ayudara a entender. Los recuerdos de su vida pasada eran borrosos, como si alguien los hubiera cubierto con una niebla espesa que no podía atravesar, y cuanto más leía, más se desvanecían. Era como si el conocimiento que ahora absorbía lo estuviera despojando de lo poco que quedaba de su anterior yo.
Finalmente, volvió al último grimorio, el mismo que había tocado antes y que le había revelado ese extraño mensaje. Lo abrió con cuidado, sus dedos deslizándose por las páginas hasta llegar al dibujo que ya conocía: la figura humana acostada, desde cuyo cuerpo emanaba una especie de aura, una luz etérea que flotaba sobre él. Ahora, con su nueva habilidad para leer el idioma antiguo, comprendió el significado del hechizo. El conjuro detallaba un ritual de transferencia, una especie de desplazamiento de alma o energía vital.
—Es esto —murmuró Vlad, su voz apenas un susurro—. Esto es lo que me pasó.
El ritual requería que se dibujaran complejos símbolos en el suelo, cada uno cargado de significado arcano, y que se pronunciara un encantamiento específico para desatar el poder. Vlad se arrodilló en el suelo de la tienda, su cuerpo aún temblando por la frustración, y comenzó a trazar los símbolos con la poca energía que le quedaba.
Dibujó con precisión, copiando cada línea y curva de las ilustraciones del libro. El suelo de la tienda, cubierto por telas gruesas y alfombras, se volvió su lienzo. Con cada trazo, sentía una presión creciente en su pecho, como si algo invisible lo estuviera empujando hacia el suelo, aplastándolo bajo el peso de la magia que intentaba invocar. Cuando terminó de dibujar, se levantó lentamente, con la respiración agitada. Miró los símbolos, que parecían vibrar ligeramente bajo la luz de las velas.
Vlad respiró hondo, su corazón palpitando con fuerza mientras se preparaba para lo que estaba a punto de hacer. Se arrodilló sobre el suelo cubierto de alfombras gruesas, frente al círculo que había dibujado con símbolos arcanos. Las líneas eran precisas, los patrones antiguos parecían vibrar ligeramente bajo la luz tenue de las velas. El ritual estaba listo.
—Bien, hagámoslo —murmuró, con la mandíbula apretada, y comenzó a recitar las palabras del conjuro, las mismas que había leído en el grimorio.
—Infernus... Vita... Exumbra... Solomir...
Cada palabra que salía de su boca parecía absorber el aire de la tienda, robándole el aliento. Era como si cada sílaba fuera un peso, una carga que tenía que arrastrar con su lengua. El aire a su alrededor se tornó denso, sofocante. Las velas parpadeaban como si una brisa invisible las agitara, y las sombras en las paredes comenzaron a moverse, danzando a un ritmo extraño y desconcertante.
—Vitam... Domini... Umbrae... Suris.
El sudor le corría por la frente mientras seguía recitando, sus manos temblando al mantener el ritmo del conjuro. Sentía que el suelo bajo él vibraba suavemente, y los símbolos que había trazado con tanto cuidado parecían brillar débilmente, como si una energía oscura se estuviera acumulando debajo de ellos.
Finalmente, con el último esfuerzo, dejó escapar el último verso, su voz apenas un susurro:
—Sithiel... Arcum... Malorae... Invictus...
Silencio.
El aire dejó de vibrar. Las sombras volvieron a su lugar, inmóviles. Las velas recobraron su luz normal, y los símbolos en el suelo dejaron de brillar, quedando inertes. Vlad miró a su alrededor, esperando... algo. Cualquier cosa. Pero no pasó nada.
Nada en absoluto.
El silencio en la tienda se volvió ensordecedor, y la desesperación comenzó a apoderarse de él. Soltó una carcajada amarga, una que retumbó en el espacio vacío.
—¿Eso es todo? ¿De qué sirves? —gritó, frustrado, y con un movimiento brusco, pateó el círculo de símbolos que había dibujado. La ira lo consumía, su mente nublada por la impotencia. No podía más. La frustración, el cansancio, y el peso de todo lo que había descubierto, lo aplastaban sin piedad.
Se tambaleó hacia atrás, sintiendo cómo su cuerpo cedía ante el agotamiento. Los párpados se le cerraban, pesados como el plomo, mientras todo lo que veía se desvanecía en la oscuridad.
Finalmente, cayó al suelo, desmayado.
Había intentado. Había luchado. Pero nada había funcionado. Mientras la negrura lo envolvía, lo único que le quedaba era una amarga resignación...