La noche fue dolorosamente larga; el viento aullaba afuera, levantando pequeñas tormentas de arena. Pero en lo único que Siroos podía sumergirse y sentir era su compañera. Ella estaba ahora en un sueño curativo, yaciendo cómodamente en sus fuertes brazos. Su halo azul la rodeaba completamente como si no deseara que nadie se le acercara.
Las puntas de sus nudillos ásperos frotaban lentamente su mejilla rosada. La piel tan suave, a diferencia de la suya. Ni por un segundo su desesperada mirada se desviaba de ella.
Los huecos y relieves de su cuello estaban esculpidos con perfección como si los dioses tuvieran todo el tiempo del mundo para tallarla a la perfección.
Los labios con forma de Cupido se curvaban justo en la medida adecuada, y su mente se preguntaba cómo sabrían cuando finalmente le permitiera acariciarlos.
Suaves como los pétalos besados por el rocío de una flor matutina.
Le habían otorgado una joya y él había fallado en protegerla, en cumplir la promesa que le hizo.