Las orillas de este río estaban cubiertas de huesos frágiles y árboles sin hojas que se erguían como centinelas silenciosos. Sus retorcidas ramas parecían arañar el cielo, desprovistas de cualquier forma de hojas o vida. Ocasionales destellos de una fuego fantasmal bailaban alrededor de sus raíces, iluminando extraños grabados tallados en la corteza, símbolos crípticos de desesperación y advertencias de épocas más allá del entendimiento humano.
—Nada espeluznante —comentó Faris, echando una mirada inquietante a uno de los árboles.
Los seis estaban de pie en la orilla y miraban fijamente al río que se extendía interminablemente frente a ellos — el infame Río del Dolor. Las almas necesitaban cruzarlo para llegar al otro lado y encontrar la paz o quedarían perdidas para siempre en el abismo de estas aguas. Era un vasto cuerpo de agua inmóvil con una superficie negra como la tinta que parecía absorber toda la luz.