Capítulo 7: El Contrato Bajo la Luna
Yoruha se movía entre las sombras de los edificios, saltando de tejado en tejado con la agilidad de una sombra que se fundía con la noche. La luna, oculta parcialmente tras nubes, servía de telón de fondo mientras avanzaba con paso seguro pero medido. Su habilidad para pasar desapercibido era clave; el menor ruido podría delatar su presencia, pero en una ciudad donde apenas había movimiento nocturno, Yoruha era como un fantasma.
Al llegar a su primera parada, un parque con un pequeño bosque en el centro, Yoruha detuvo su marcha. Activó su habilidad de Detección Biológica y Ambiental, buscando cualquier indicio de vida en la zona. No detectó personas a su alrededor, solo insectos dispersos por el lugar. Satisfecho con esa información, decidió realizar una prueba más exhaustiva de su habilidad.
—Kuro —dijo Yoruha con voz calmada, mientras su gato lo seguía de cerca—. Mantente alerta a lo que ocurra alrededor. Voy a concentrarme en una nueva prueba de mi habilidad.
—¿Vas a tardar mucho? —respondió Kuro, curioso pero algo impaciente.
—No creo. Solo quiero ver si lo que tengo en mente funciona —dijo Yoruha mientras se arrodillaba y colocaba su mano sobre el suelo húmedo—. Aunque aún no tengo nombre para esta habilidad. Lo pensaré después.
Kuro dejó escapar un suspiro, resignado. —Haz lo que tengas que hacer, pero ten cuidado.
Yoruha asintió antes de concentrarse en el ambiente. Hasta ahora, solo podía percibir la temperatura general, pero esta vez intentó afinar su percepción. Al enfocarse en el calor del entorno, comenzó a distinguir pequeñas diferencias. Podía rastrear la firma térmica de cualquier ser vivo, identificando dónde habían estado. Fijó su atención en Kuro, observando cómo el gato había dejado pequeñas trazas de calor a lo largo de su recorrido. Además, detectó el flujo de aire y respiración de Kuro, una información que normalmente su habilidad no le habría proporcionado.
—"Interesante..." —pensó Yoruha, sorprendido por el detalle que ahora podía percibir. Sin embargo, el esfuerzo mental le pasaba factura. Era evidente que, cuanto más se concentraba en un aspecto específico de su habilidad, más energía mental consumía. No era algo insostenible, pero podría convertirse en un problema si lo mantenía por mucho tiempo.
—Ya terminé —dijo Yoruha, levantándose.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Kuro, curioso mientras caminaban fuera del pequeño bosque.
—Buscaremos a alguien dispuesto a firmar un contrato —respondió Yoruha con calma.
Kuro asintió mientras ambos se movían con sigilo por el entorno urbano, evitando las luces y miradas curiosas. Yoruha activó nuevamente su habilidad, esta vez ampliando el rango de detección a un kilómetro. Inmediatamente, identificó varios edificios: un hospital, un banco y un restaurante. Al concentrarse en el hospital, detectó algo peculiar: dos adultos y una tercera persona, una niña, cuyo flujo de aire estaba claramente asistido por una máquina de respiración.
—Es una niña... entre cinco y siete años, probablemente en coma —dijo Yoruha para sí mismo mientras evaluaba la situación—. Podría ser por una enfermedad o un accidente.
Decidió acercarse al hospital. Al llegar a una ventana alta desde donde podía observar la habitación, vio a la niña acostada en una cama, conectada a máquinas, y a sus padres, un hombre y una mujer, sentados cerca. La preocupación y el cansancio se reflejaban en sus rostros. La mujer, con los ojos hinchados de tanto llorar, no podía dejar de mirar a su hija con desesperación. El hombre, con las manos entrelazadas, parecía haber perdido la esperanza, atrapado entre la angustia y la aceptación de una situación que sentía fuera de su control.
—Kuro —susurró Yoruha—, ve y habla con ellos. Diles que vayan a la azotea. Si no los convences, no importa, pero dales una hora.
Kuro lo miró, resignado, y asintió antes de marcharse.
—Solo te daré una hora y media, en realidad —añadió Yoruha mientras el gato se alejaba—. Me prepararé mientras tanto.
Yoruha subió a la azotea, evitando las cámaras de seguridad y cualquier guardia que pudiera interponerse en su camino. Desde allí, aguardó en silencio mientras Kuro cumplía con su parte. La luna, ahora parcialmente visible, proyectaba una luz fría y distante, como si observase con indiferencia el acuerdo que se iba a sellar.
En la habitación, el gato negro entró por el balcón y, con su voz característica, habló:
—Buenas noches. Mi nombre es Kuro. Vengo a ofrecerles un trato.
Ambos adultos se sobresaltaron al escuchar al gato hablar.
—¿Acaba de hablar...? —preguntó la mujer, atónita.
—Sí, hablé. Soy diferente a otros gatos. Mi maestro puede curar a su hija, pero a cambio, deberán cumplir con su parte del trato. Tienen una hora para decidir. Si quieren saber más, suban a la azotea del hospital. Y recuerden, este trato debe permanecer en secreto.
La tensión en la habitación aumentó cuando Kuro dejó escapar una ligera intención asesina. Instintivamente, ambos adultos retrocedieron, sintiendo una presión como si estuvieran frente a una bestia salvaje. La mujer se aferró a la mano de su esposo, mientras él parecía luchar con la realidad surrealista que enfrentaban. Tras esto, Kuro salió de la habitación, dejándolos solos para que decidieran.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó el hombre, todavía en shock.
—Un gato que habla no es normal... Pero no es solo eso. Nos está ofreciendo algo imposible: la capacidad de curar a nuestra hija —respondió la mujer, claramente dividida entre la duda y la esperanza. Su mente estaba abrumada por la desesperación y el deseo de salvar a su hija, lo que le daba a este ofrecimiento una apariencia de última esperanza.
El hombre miró a su esposa, sabiendo que no tenían otra opción. Finalmente, ambos decidieron acudir a la azotea, donde los esperaba su destino.
Cuando llegaron, vieron a un hombre con un traje negro, guantes de cuero y una máscara con cuernos plateados que reflejaban la luz de la luna. A su lado estaba Kuro, observándolos con sus ojos penetrantes.
—Como predije, vinieron —dijo Kuro, satisfecho.
—Bien hecho —respondió Yoruha, ahora oculto tras su identidad secreta—. Como dijo mi mensajero, les ofrezco un trato. Podrán curar a su hija, pero a cambio, deberán pagar el precio que establezca.
Los adultos intercambiaron miradas. Sabían que estaban ante algo que escapaba la lógica, pero no podían ignorar la oportunidad. La luna brillaba tenuemente, como si en su luz se reflejara la gravedad de su decisión.
—¿Cuál es el precio? —preguntó el hombre, con la voz tensa.
—A ti, te quitaré una semana de vida —dijo Yoruha, señalando al hombre—. Y tú —miró a la mujer—, tendrás que investigar algo para mí en el futuro. No podrás contarle a nadie sobre este objeto ni sobre quién te lo dio. Además, me informarás de todos tus avances.
Ambos asintieron lentamente. El hombre, sabiendo que su vida era un precio demasiado alto, parecía resignado a su destino, mientras que la mujer miraba a Yoruha con una mezcla de temor y determinación.
—500,000 yenes en efectivo también —agregó Yoruha—. No más trucos ni engaños. Este contrato se firmará con esas condiciones.
Tras presentarles un contrato metálico que detallaba la habilidad de curación que recibirían, los términos fueron aceptados. El hombre firmó, consciente del sacrificio que hacía, y el contrato desapareció en pequeños puntos de luz verde que se diseminaron en la noche.
—La noche es testigo de nuestro contrato —dijo Yoruha con una sonrisa siniestra, antes de desaparecer en la oscuridad junto a Kuro.
Mientras regresaban a casa, Yoruha sintió el desgaste mental que el contrato había dejado en él. No era nada insostenible, pero sabía que no podía abusar de sus poderes sin consecuencias.
—¿Cómo estuvo mi actuación? —preguntó Kuro, curioso.
—Perfecta —respondió Yoruha—. Mañana te daré más comida, como prometí.
Ambos, exhaustos, se prepararon para descansar, conscientes de que el pacto sellado esa noche traería consecuencias que aún estaban por revelarse.