⚊Por favor, haz silencio hermanito... ⚊
El mayor de los gemelos, quien había nacido por meros segundos primero, tapaba la boca del menor con presión. Se sentía angustiado; pronto, el lobo feroz los encontraría y ellos no tenían una casa de ladrillos.
Katsuro no pudo evitar sollozar, aunque ahora en un silencio mayor, sus lágrimas seguían cayendo y eso ponía nervioso al mayor, Kota. Las lágrimas de su hermanito chocaban con la superficie de su hermano, pero no podía centrarse solo en eso. Los pasos bruscos cada vez eran más audibles, resonando con una amenaza palpable. Había que esconderse del lobo, o podían cometer una locura y enfrentarlo... Pero ninguna historia donde los cerditos hayan enfrentado al lobo ha salido bien. Aun así, Kota, impulsado por un instinto protector y una desesperación feroz, saltó de su escondite y comenzó a correr hacia el hombre.
Abrazándolo, tal vez quería tumbarlo, pero_ su fuerza era poca en comparación. Tenía un cuerpo tan frágil que al hombre no le importó. El chico fue empujado con fuerza, cayendo al suelo con un golpe seco que le cortó la respiración. Pronto, su padre, con una mirada llena de ira, le tomaría de la muñeca jalando y gritando con voz estruendosa.
⚊¿¡Quién rompió el jarrón!? ¿¡Quién rompió el jarrón!? ⚊Repitió sucesivamente, cada palabra cargada de veneno.
⚊¡Yo lo hice, padre! ¡Katsu no hizo nada! ¡Nada! ⚊ Kota lo miró directo a los ojos, sus ojos rojos brillaban con intensidad, como gemas rubí. Y es que los gemelos, por alguna extraña razón, nacieron con la esclera, la parte blanca del ojo, roja. Pero no cualquier rojo; era uno intenso, hermoso, perfecto, nunca antes visto. Esa peculiaridad que tanto los hacía destacar, ahora parecía casi insignificante frente a la furia de su padre.
El padre golpeó al pequeño en el rostro, el impacto resonando en el aire, y comenzó a patearlo con una brutalidad metódica. Pero para Kota, era poco en comparación a su día a día. Estaba acostumbrado al dolor, a la humillación, pero siempre intentaba proteger a su hermano, no importaba el costo.
⚊¡Al lava ropa! ⚊
Gritó nuevamente el mayor, su voz cargada de autoridad y desprecio. Kota sabía lo que significaba. Con una mezcla de resignación y valentía, comenzó a desnudarse mientras las lágrimas aún caían de sus ojos rojos. Fue atado como secan las ropas al aire, colgado de sus muñecas, su cuerpo pequeño y desnudo balanceándose ligeramente con la brisa. El niño yacía colgado, completamente humillado, su piel pálida contrastando con la intensidad de sus ojos.
Nadie en el pueblo decía nada. Les tenían miedo. Sabían que desafiar a ese hombre era invitar a la desgracia, y preferían mirar hacia otro lado, pretendiendo que no veían la injusticia. Los murmullos se apagaban cuando él pasaba, y las miradas desviaban, cobardes y cómplices.
Kota, colgado en el aire, intentaba encontrar una chispa de esperanza, algo a lo que aferrarse. Recordaba las historias que le contaba su mejor amigo Hiro cuando se escabullía a su casa por la noche, de héroes valientes y finales felices. Pero la realidad era cruel, y el héroe de esta historia estaba colgado como ropa sucia, esperando que el día terminara y que la pesadilla, al menos por un momento, cesara.
Las horas pasaban lentas, y el dolor se convertía en un constante zumbido en su mente. Katsuro, escondido en algún rincón, sollozaba en silencio, su corazón roto por no poder ayudar a su hermano. En su mente, el pequeño soñaba con un futuro donde no hubiera lobos feroces, donde ellos pudieran ser libres y felices. Pero por ahora, todo lo que podían hacer era sobrevivir, un día a la vez, esperando que algún día, la historia cambiara.
Finalmente la noche cayó y Katsuro fué mandado a liberar Kota de aquella tortura que su padre llamaba castigo.
La realidad era que El menor había roto el jarrón, era un cobarde que no se atrevía a decir la verdad, se escondía siempre detrás de su hermano, quien aún después de los golpes, lo animaba diciendo que no era su culpa, para luego contarle historias de héroes a la hora de dormir, en sus colchones delgados y con su manta de tela delgada, haciendo que el único calor acogedor fuera el contacto del contrario.
⚊Katsu, Cuando sea grande seré un héroe que saque la sonrisa al resto, protegeré a los niños de los lobos feroces como lo hago contigo. ⚊ Rió mientras intentaba ignorar el dolor de las heridas, el menor le estaba desinfectando sentados en lo que llamaban cama.
⚊¿Me sacaras de aquí cuando seas un héroe? La verdad solo quiero escapar de aquí contigo... No quiero quedarme solo.. ⚊Dijo el pequeño, sus ojos comenzaban a brillar levemente, destacando entre la oscuridad.
Kota asintió con determinación, su sonrisa sincera irradiaba una alegría pura, libre de cualquier sombra de tristeza. Con ternura, colocó su mano en la mejilla de su hermano y acercó su frente a la de él, cerrando los ojos como si ese gesto sellara un pacto inquebrantable entre ambos.
—Jamás te abandonaría, tonto. Eres mi hermanito —dijo con una risa suave que se mezclaba con la brisa helada que erizaba su piel, pero no tenía prisa, pues la calidez del momento lo envolvía por completo—. No te desanimes, ¿sí? Mañana vendrá Hiro, y papá no estará en casa. Será un buen día —añadió mientras, con un gesto instintivo, secaba una lágrima que resbalaba por la mejilla de Katsuro, como si sus corazones estuvieran completamente conectados. Katsuro lo abrazó con fuerza, mientras Kota reprimía el dolor que ese abrazo le causaba, mordiéndose el labio. El contacto dolía, pero el amor que sentía por su gemelo superaba cualquier sufrimiento.
La noche se desvaneció y, al despertar, el padre ya no estaba en casa. Era domingo, el día favorito de los gemelos, quienes, aunque podían sentir una presencia distante acechándolos, la ignoraban, pues en su mundo solo existían ellos dos.
Una camioneta se estacionó frente a una cabaña acogedora, alejada del bullicio del pueblo. Los adultos que se encontraban allí parecían indiferentes a los niños que descendían de la colina aislada, evitando cualquier interacción, como si no quisieran verse envueltos en problemas. Aun así, un niño les sonreía, ignorante a las miradas y comentarios que lo seguían una vez que entraban en su campo de visión.
—¡Hiro! —gritó Kota con entusiasmo.
—¡KOTAAAAAAAAAAAA, KATSUROOOOOOOOO! ¡HOLAAAAAAAA! —respondió con igual fervor un joven de cabello negro con puntas verde neón. Llevaba gafas ovaladas y, con movimientos hiperactivos, corrió hacia ellos, rodeándolos con sus brazos. A primera vista parecía un poco más alto y mayor, pero su energía desbordante lo hacía parecer más joven.
Los gemelos respondieron al abrazo con alegría, mientras un adulto descargaba algunas maletas, sonriéndoles a los niños.
—¡Pero si son los Sakamaki! Disfruten jugando con mi hijo, pero no se pierdan. Aunque este barrio es tranquilo, los peligros siempre acechan —advirtió el adulto antes de desaparecer en la casa con las maletas.
Los tres niños corrieron con entusiasmo hacia uno de los pequeños puentes del pueblo, una zona menos habitada pero profundamente familiar para ellos. Hiro sacó un bolígrafo y, con una sonrisa traviesa, dibujó un garabato en el suelo del puente.
—¡Miren, soy yo usando mi quirk! ¡Aquí soy un mago! —dijo riendo, para luego mirar a Katsuro, quien se distinguía por su gorro de lana—. Katsu, Katsuuu, ¿ya sabes cuál es tu quirk?
Katsuro hizo una mueca de incomodidad, mientras Kota abría la boca con preocupación.
—Aún no sabemos nada. Papá no nos ha llevado al doctor —respondió Kota.
—Eso es raro. Tú naciste con tu quirk, siendo de tipo mutante… Pero Katsuro, que es tu gemelo, aún no lo ha manifestado —comentó Hiro, frunciendo el ceño.
—Bueno, tal vez Kota se comió mi quirk —bromeó Katsuro, arrancándole una risa a su gemelo, que se contagió a los tres.
Pasaron el día jugando, sumergidos en un mundo de fantasía hasta que el sol comenzó a caer. Después de dejar a Hiro en su casa, los gemelos se dirigieron a la colina, donde estaba su hogar. Era un lugar desolado, aislado del pueblo, con una cabaña imponente que les provocaba una mezcla de temor y resignación. Dudaron antes de entrar, pero sabían que la alternativa sería peor.
Al cruzar la puerta principal, sus corazones se detuvieron. Su padre los esperaba, sentado, con una expresión de furia que atravesaba sus almas. Los hermanos retrocedieron, con Kota poniéndose instintivamente frente a Katsuro.
—¿P-padre? ¿N-no volvías m-mañana? —tartamudeó Kota, intentando forzar una sonrisa aterrada, pero su voz temblorosa lo traicionaba.
Katsuro, igualmente asustado, le apretó la mano con fuerza, infundiéndole un valor que él mismo no sentía. El padre se levantó en silencio y, sin previo aviso, los agarró del cabello, arrancando la gorra de Katsuro y arrastrándolos hacia afuera.
—Intentaron huir… Ustedes no pueden huir… No… Los necesito… —murmuraba, ajeno a los gritos desesperados de los gemelos que luchaban por liberarse—. Sin ustedes… Yo… No podré… Eso dijo… —continuó hablando para sí mismo, hasta que, sin más, los lanzó a un pozo vacío.
Kota cayó primero, inflando su cuerpo como si fuera de goma para amortiguar la caída de Katsuro. Cartoonizer, ese era el quirk de Kota, que le permitía transformar su cuerpo y su entorno en una caricatura viviente, haciendo que los ataques físicos no le afectaran tanto. Sin embargo, la caída, aunque no les causó grandes daños, los sumió en un miedo profundo. Kota, aún jadeante por el terror, abrazó a su hermano mientras ambos miraban el cielo nocturno desde el fondo del pozo.
—No… No… ¡Katsu no tiene la culpa! —gritó Kota con desesperación, apretando a su hermano contra su pecho, como si sus ruegos pudieran tocar el corazón de su padre, aunque en el fondo sabía que eso nunca sucedería—. Él… Él odia el pozo… —sollozó, incapaz de contener las lágrimas.
Katsuro temblaba, cerrando los ojos con fuerza, como si con eso pudiera escapar de la pesadilla en la que se encontraban. El pozo era un lugar horrible, un abismo del que sabían que no serían rescatados. Tendrían que escalar, piedra por piedra, con las manos desnudas, hasta alcanzar la cima, un esfuerzo que les destrozaba las manos y les llenaba de angustia por la cruel profundidad del lugar.
—N-no puedo, Kota… No puedo… Tengo miedo… No quiero ver… —gimió Katsuro, con la voz rota por el llanto.
Kota lo miró en silencio, sintiéndose impotente ante el dolor de su hermano. ¿Qué debía hacer? Ni siquiera entendía por qué su padre había regresado temprano. Estaba aterrado, pero aun así, sonrió a Katsuro, tomando sus manos con firmeza.
—Súbete a mi espalda, yo me encargaré —le dijo, tratando de ocultar su propio miedo.
—¡Pero es mucha la distancia! —replicó Katsuro, dudando.
—Yo puedo con esto, hermanito. Siempre puedo si se trata de ti, no pienso abandonarte —respondió Kota, riendo débilmente.
Katsuro asintió con los ojos aún cerrados y se subió a la espalda de su hermano. Kota comenzó a escalar, a pesar del temblor en sus manos y piernas, a pesar del dolor de sus uñas ensangrentadas y del sudor que amenazaba con hacerle perder el equilibrio. No se permitió flaquear; tenía que salvar a su hermano. La luz del amanecer comenzaba a asomarse, y con ella, los gemelos finalmente lograron salir del pozo.
Un chico apareció, preocupado, y les ofreció su mano, mirándolos con desconcierto, era Hiro. No entendía lo que había sucedido, pero los gemelos ya no pudieron contenerse más y rompieron a llorar con fuerza en los brazos de su amigo de cabellos neón.
⚊Mañana viene la Comisión de héroes. ⚊Habló Hiro cuando los chicos se calmaron, bastante serio.