1° de noviembre, 3:30 AM
Solo tenía cinco años cuando todo comenzó. Era la noche del 31 de octubre al 1° de noviembre, el Día de los Santos Difuntos, una fecha
cargada de significado. Su pequeña habitación, decorada en suaves tonos pastel, era un refugio infantil: la cama, vestida con una colcha de color rosa pálido, estaba rodeada de peluches tirados por la alfombra y adornos infantiles pegados en las paredes. La luz azul de su lamparita quitamiedos apenas iluminaba la habitación cuando un sonido extraño perturbó su sueño: un susurro, una voz que parecía llamarla desde las sombras.
Juliette abrió los ojos de golpe, su corazón palpitando con fuerza en su pequeño pecho. El aire a su alrededor se sentía denso, y un leve olor a humedad impregnaba el ambiente, como si la habitación hubiera sido arrastrada a un mundo subterráneo. La voz, apenas un murmullo helado, persistía en la oscuridad.
—Hola, pequeña —dijo la voz, temblorosa y aterradora, como si se hubiera venido desde otra dimensión.
Un escalofrío recorrió la espalda de Juliette. No sabía si aquello era real o si era producto de su imaginación. Recordó vagamente lo que su madre le había mencionado alguna vez sobre la "esquizofrenia", pero no entendía su significado. Sin embargo, el miedo que sentía era demasiado real como para ignorarlo.
Con las manos temblorosas y una valentía frágil, Juliette susurró:
—¿Hola? Estoy bien —mintió, aunque el terror hacía que su piel se erizara y la habitación se sintiera más fría.
Repitiéndose en silencio "Tú puedes, eres fuerte", giró lentamente la cabeza hacia la izquierda. Allí, sentada junto a ella, una figura translúcida la observaba. Tenía el rostro borroso y pálido, como una fotografía antigua deteriorada. Sus ojos eran dos sombras oscuras que absorbían toda la luz. El aire a su alrededor parecía congelarse, como si el invierno hubiera invadido su refugio.
El terror la paralizó por un instante, un instante que pareció eterno. Finalmente, el miedo la hizo reaccionar y gritó:
—¡Mamá, mamá! ¡Tengo miedo, ven por favor!
El grito desesperado rasgó el silencio de la noche. Su madre irrumpió en la habitación, encendiendo la luz con un movimiento rápido. La cálida luz amarilla inundó el cuarto, disipando las sombras que se escondían en las esquinas.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó su madre, la preocupación dibujada en cada rasgo de su rostro mientras sus ojos recorrían la habitación con urgencia.
—Hay alguien aquí, mamá —susurró Juliette, con la voz temblorosa, incapaz de apartar la vista del lugar donde el espíritu había estado momentos antes.
—¿Otra vez con lo del espíritu? —respondió su madre con un suspiro, observando el cuarto con una mirada escéptica—. Esas cosas no existen, mi amor.
Juliette quiso creerle, aferrarse a la lógica reconfortante de su madre, pero no pudo. Aunque la luz estaba encendida, la sensación de una presencia en la habitación no desaparecía. Su corazón seguía latiendo
frenéticamente, y el frío, que parecía surgir de las mismas sombras, apenas se disipaba con la luz.
—Solo es tu imaginación, cariño. Has tenido otra pesadilla. Intenta dormir, y verás cómo mañana todo habrá pasado —dijo su madre, arrodillándose junto a la cama para acariciar el cabello de Juliette con ternura.
Juliette sintió el calor reconfortante de la mano de su madre en su cabeza, pero la inquietud no desaparecía. Había sentido el frío del espíritu, y escuchado su voz.
—¡Pero mamá! ¡No miento! ¿Por qué no puedes creerme? —protestó Juliette, con la voz quebrada por el miedo y la frustración.
—Cariño, los espíritus no existen. Te lo he dicho mil veces —respondió su madre, manteniendo la paciencia, aunque en su tono se notaba una leve exasperación. Se levantó lentamente y se dirigió a la puerta, apagando la luz nuevamente.
—¡Mamá, yo lo he visto con mis propios ojos! ¡Hasta me ha hablado! —insistió Juliette, sintiendo que el frío volvía a invadir la habitación con la misma intensidad opresiva que antes.
—¡Basta! Solo tienes una gran imaginación —exclamó su madre mientras salía de la habitación, cerrando la puerta con un suspiro agotado.
Juliette quedó atrapada en la oscuridad, arropada en su cama. Sentía cómo el frío volvía a instalarse en la habitación, como si la luz que su madre había apagado no hubiera tenido ningún efecto real. Sus ojos, abiertos de par en par, vigilaban cada sombra, esperando con terror que la figura apareciera de nuevo en cualquier momento. Pero solo el
silencio y la oscuridad la acompañaron hasta que el sueño finalmente la venció.
14 años más tarde, 10:00 AM
Ese día, Juliette cumplía diecinueve años. Ya no era una niña; había dejado atrás su infancia, aunque no sin cicatrices profundas. Recordaba con amargura su decimoquinto cumpleaños, un día que nunca llegó a celebrar. El vestido verde que su tía le había traído de México, con encajes coloridos y zapatos de tacón, permanecía en su armario, intacto, un símbolo doloroso de lo que pudo haber sido. Ese día marcó el inicio de un cambio irrevocable en su vida...
Después de asearse y vestirse para su cumpleaños, Juliette se miró al espejo por un momento más largo de lo habitual. Sus ojos, los mismos que habían visto al espíritu aquella noche de noviembre, ahora eran más cautelosos, más conscientes de lo que el mundo espiritual podía esconder. Sacudió la cabeza, tratando de deshacerse de los recuerdos, y se dirigió a la cocina con la esperanza de disfrutar de un día tranquilo, algo que deseaba más que cualquier otra cosa.
La cocina, con su suelo de baldosas frías y sus armarios de madera oscura, era su refugio, un lugar donde a menudo encontraba consuelo. El aroma a café y pan recién tostado solía llenar el aire, envolviéndola en una sensación de hogar. Esa mañana, la luz del sol se filtraba por la ventana, iluminando la mesa de desayuno que su madre había preparado con esmero. Su desayuno favorito la esperaba: galletas con trocitos de chocolate, un batido de cerezas y una pequeña tarta con velas encendidas. Pero, debajo de esos aromas familiares, Juliette percibió algo más, una impresión amarga, como si algo estuviera fuera de lugar.
Entonces, la vio. Su madre estaba de pie, pálida y rígida, con el móvil temblando en sus manos, mirándola con una expresión que Juliette nunca olvidaría.
—Hija, necesitamos hablar. Es importante —dijo su madre, con una voz cargada de preocupación que hizo que el corazón de Juliette diera un giro.
Juliette frunció el ceño, sintiendo que un mal presentimiento se asentaba en su pecho. Ese tono en la voz de su madre, ese temblor en sus manos... La expresión de su madre la hacía dudar, la hacía temer. ¿Qué podía ser tan urgente como para interrumpir la celebración de su cumpleaños antes siquiera de apagar las velas?
La inquietud en el rostro de su madre hizo que el corazón de Juliette comenzara a latir más rápido, más fuerte. Un eco de aquella noche oscura resonó en su mente, presagiando que algo irreversible estaba a punto de suceder.
—¿Pasó algo, mamá? ¿Está todo bien? —preguntó Juliette al ver la expresión en el rostro de su madre, una mezcla de dolor y miedo que nunca antes había visto.
—Sí, cariño, ha pasado algo muy grave —respondió su madre, con la voz quebrada, como si cada palabra le doliera en el alma—. Alguien de la familia tuvo un accidente de coche... y ha fallecido.
Juliette sintió un escalofrío gélido recorrerle la espalda, como si el aire mismo se hubiera vuelto hielo. Un temor opresivo se instaló en su pecho, haciéndole difícil incluso respirar.
—¿Quién fue, mamá? —preguntó, mientras su corazón latía con fuerza, anticipando una respuesta que no quería escuchar.
—Fue tu tía Liv —dijo su madre, con un susurro apenas audible, como si pronunciar el nombre la rompiera en mil pedazos.
El mundo de Juliette se detuvo. El aire se volvió denso, difícil de respirar. No podía ser cierto. Abrazó a su madre con fuerza, buscando en ese gesto un refugio para el dolor que crecía en su interior.
—Dios, mamá, no puede ser... —murmuró, sintiendo cómo el miedo y la tristeza se apoderaban de cada rincón de su ser. Su madre temblaba en sus brazos, sollozando sin control, mientras Juliette luchaba por mantenerse firme.
—¿Cómo fue? ¿Qué pasó? —preguntó Juliette, con la voz quebrada, apenas audible.
—No lo sé —respondió su madre, los ojos llenos de lágrimas—. Me llamó un policía. Dijo que tu tía iba de camino al trabajo. Había mucho tráfico, y un conductor perdió el control... chocó contra su coche. Cuando llegaron, ya era tarde. No había nada que hacer...
Las palabras se desvanecieron en el aire, y el teléfono cayó de sus manos, golpeando la mesa donde la tarta de cumpleaños, con las velas ya apagadas, parecía un cruel recordatorio de lo frágil que es la vida.
El silencio se instaló entre ellas, tan denso que podía escucharse el zumbido en sus oídos. Fue un vacío que se extendió como un abismo hasta que su madre, con un susurro quebrado, rompió ese silencio eterno:
—Espero que esté en un mejor lugar...
Juliette sintió la mano de su madre acariciándole el cabello, un gesto que siempre había rechazado, pero esta vez, el contacto le pareció tan distante, tan extraño.
—Mamá, ya no soy una niña... Tengo diecinueve años, ¿lo olvidas? Sabes que nunca me ha gustado que me toques el pelo —dijo,
intentando sonar firme, pero su voz apenas sostenía la tensión que la asfixiaba.
De repente, un escalofrío recorrió su cuerpo. El aire en la habitación pareció enfriarse de golpe, como si una presencia invisible la envolviera. Un zumbido agudo invadió sus oídos, aislándola de todo sonido, excepto uno: un susurro suave, familiar, que le erizó la piel.
—Juliette... —la voz, dulce pero cargada de una tristeza infinita, resonó en su mente. Y entonces, lo supo. No había duda alguna. Era la voz de su tía Liv, suave y quebrada, como si la barrera entre la vida y la muerte hubiera sido atravesada, llamándola desde un lugar que el corazón se niega a aceptar pero que el alma reconoce al instante.
Su tía había tenido esa voz; nunca antes se había percatado de ello. Al reconocerla, los recuerdos de la infancia afloraron de nuevo, con las voces que oía y el miedo que sentía regresando como en su niñez. Sin embargo, ahora era distinto. Mentalmente, era más fuerte y capaz de controlar sus miedos.
El nudo en su garganta la mantenía estoica.
—¿Es esto real?— Las lágrimas se deslizaban por su rostro.
—¿Tía?— Juliette, sorprendida y extrañamente conmovida, se preguntaba si era realmente su tía.
—¿Cómo es posible? Tú...—
—Sí, soy yo, cariño, y sí, estoy muerta.—
—Ya sabes lo que me ha sucedido, pero no temas. He vuelto para protegerte.—
—No llores, hermosa. Siempre te cuidaré.—
—Recuerda lo que te decía de niña.—
—Tu ángel guardián está aquí contigo. Nunca te dejaré. Como decía tu abuela, las promesas están para cumplirse.—
Al escuchar la voz etérea de su tía Liv, Juliette sintió un mareo abrumador. Sus párpados, pesados y cansados, se cerraron lentamente, y el mundo a su alrededor se desvaneció en una completa penumbra.
Cuando recobró el sentido, se encontró en un espacio vasto y silencioso. La luz era débil, como si hubiera sido absorbida por una niebla espesa que lo envolvía todo. A su alrededor, sombras difusas se movían sin rumbo, y el aire cargaba una sensación de abandono. Las paredes de piedra parecían desgastadas por el tiempo, y los ruidosos pasos resonaban en la inmensidad, como si no hubiera otro ser viviente cerca.
Las figuras a su alrededor eran vagamente reconocibles, como recuerdos difusos de rostros que no lograba identificar completamente. Todo estaba impregnado de una melancolía que parecía detener el tiempo, atrapando el lugar en una época lejana y olvidada. La soledad era profunda, envolviendo a Juliette en un silencio que acentuaba su desconcierto.
Las personas sin cara se acercaban cada vez más a ella, rodeándola, pero Juliette no sintió miedo. Era como si las voces resonaran en su mente, fusionándose en una sola para advertirle de algo:
—Hay algo que debías saber.
—Pero tienes que descubrirlo por ti misma; nosotros no podemos ayudarte. Descubre el secreto, Juliette. Descúbrelo.
Juliette perdió el conocimiento de nuevo y quedó dormida en el suelo. Por la mañana, un rayo de luz tibia tocó su rostro, haciéndola despertar para descubrir que aún estaba allí, que lo que había creído un mal sueño
era real. Tenía el teléfono en las manos y, al mirarlo, vio varios mensajes de voz. Aún desorientada, decidió escucharlos.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —decía una voz amenazante en el mensaje, una voz que no lograba reconocer.
Asustada, Juliette se levantó del suelo y alzó la mirada, buscando una salida del edificio. Daba vueltas sin saber por dónde ir.
—¿Cómo llegué aquí? —se preguntó, angustiada por la incertidumbre. Empezó a recordar la conversación que había tenido antes de perder el conocimiento. ¿Era realmente el espíritu de su tía quien le había hablado? ¿La había dejado en ese extraño lugar? Esos pensamientos no la abandonaban. Si todo aquello era real, podría hablar de nuevo con el fantasma de su tía. Y si no era real, si todo era producto de su imaginación, solo había una respuesta que siempre le daba su madre de pequeña, una respuesta que odiaba: esquizofrenia. Aunque no quería aceptarlo, estaba segura de que no estaba loca ni había caído en un sueño profundo como en los cuentos infantiles; lo que tenía era un don, la capacidad de comunicarse con los muertos. Aún no sabía cómo controlarlo, pero estaba convencida de que había algo más detrás de sus visiones.
Mientras Juliette buscaba en aquel oscuro lugar, observó al fondo de la enorme habitación una antigua puerta repleta de candados oxidados, que parecía la única salida. Estaba cerrada desde hacía siglos. De repente, en la penumbra frente a la puerta, Juliette distinguió la silueta de una persona que, aunque no podía identificar con certeza, le recordó a su madre. La confusión y la desesperación por escapar llenaron sus pensamientos.
Juliette intentó avanzar hacia la figura, pero pronto se dio cuenta de que no podía moverse ni gritar. Algo la mantenía inmovilizada, como si una fuerza invisible la retuviera. Sus pies estaban paralizados,
aparentemente pegados al suelo, y no lograba liberarse. Alguien o algo no quería que Juliette se escapara.
— ¡Mamá! — gritó Juliette, su voz quebrada por el pánico —. ¿Qué haces aquí? ¿Qué me está pasando? ¡Ayúdame!
— No, hija, fui yo quien te trajo hasta aquí. No fue tu tía como piensas — respondió la figura con voz helada.
— ¿Pero por qué, mamá? ¿Qué está pasando?
— No puedes hablar con los muertos, hija. No vivas engañada. Siempre te he dicho que eres esquizofrénica. Por eso escuchabas voces desde pequeña. Ahora crees oír a tu tía, pero solo está en tu mente.
Mientras su madre hablaba, realizó gestos con las manos para conjurar un hechizo que impedía a Juliette moverse. Alrededor de ella, colocó varios espejos de obsidiana negra y la maldijo para que permaneciera paralizada, incapaz de acercarse a la puerta llena de candados.
— ¿Cómo puedes hacerme esto? Soy tu hija — protestó Juliette, su voz temblando con desesperación.
— Sí, y un poco ingenua por no haberte dado cuenta antes — replicó la madre con frialdad.
— Pensaba que me querías, mamá.
— Te equivocas. Tu padre ya no está aquí para defenderte.
— ¡No puedes hacerme esto! — sollozó Juliette, su voz rota por el dolor.
— Tu padre se fue y no volverá. Ahora estás sola — gritó la madre, mientras la risa maquiavélica llenaba la habitación.
Juliette estaba atrapada en la penumbra de la habitación, rodeada por un círculo de espejos de obsidiana que reflejaban una luz tenue. Al fondo, la antigua puerta con sus candados oxidados parecía una posible salida, pero algo la mantenía inmovilizada, atrapada en una trampa sin solución aparente.
Desesperada, Juliette intentó gritar, pero no pudo. El círculo de espejos no solo bloqueaba el sonido, sino que también creaba una barrera de oscuridad a su alrededor. Su mente, llena de recuerdos confusos, parecía atrapada en un ciclo interminable.
— Mamá, ¿por qué estás haciendo esto? Desde que murió papá, eres lo único que me queda — suplicaba Juliette, su voz temblando con la angustia, pero su madre no la oía.
Recuerdos de su infancia la invadían, junto con imágenes de los rostros de sus amigos de cinco años y de muchos momentos felices que contrastaban con el mundo que ahora se desmoronaba a su alrededor. En medio de esa marea de memorias, la voz de su padre resonaba a lo lejos, como un eco distante.
— Siempre voy a estar contigo, mi niña.
— Te quiero, papá — había respondido ella con lágrimas en los ojos.
— Yo más, hija, pero debo irme — fueron sus últimas palabras. Nunca entendió por qué la abandonó, y esas preguntas la atormentaban incluso ahora.
Volviendo al presente Juliette luchó contra la barrera de espejos con todas sus fuerzas, pero el esfuerzo parecía en vano. La desesperación la envolvía, el miedo y la ansiedad la arrastraban hacia un abismo oscuro. Estaba convencida de que nunca podría escapar.
— ¿Por qué está pasando esto? ¿Por qué en mi cumpleaños, un día que debería ser de alegría? — pensaba, el desconcierto llenando su mente.
A pesar de la promesa de su tía Liv, Juliette no veía ninguna esperanza de ayuda. La oscuridad del círculo era casi palpable, y solo unas débiles luces reflejadas en los espejos ofrecían una pizca de esperanza.
De repente, algo cambió. Sin saber cómo, Juliette vio su reflejo en todos los espejos a la vez. En un instante, el hechizo se rompió y la barrera de oscuridad se desvaneció. Con una mezcla de determinación y pánico, corrió hacia la puerta, su corazón latiendo con fuerza. Cada paso hacia la libertad parecía una victoria sobre la desesperación.
Juliette sabía que abrir aquella puerta llena de candados sería un desafío monumental. La desesperación la impulsaba a probar combinación tras combinación, con la esperanza de no encontrarse de nuevo con su madre. Mientras intentaba descifrar los códigos, murmuró para sí misma:
—Estoy harta de este lugar y de estos malditos candados. ¡Quiero salir de aquí ya!
Uno tras otro, los candados comenzaron a ceder. Primero el 1134, luego el 345667, y finalmente, el último: 8999. Su mente retrocedió a una experiencia pasada, cuando, a los 16 años, había abierto una caja fuerte con facilidad. Ese recuerdo le dio un impulso de confianza para enfrentar el reto presente, a pesar de la presión del tiempo.
Mientras trabajaba en la última cerradura, Juliette se sumió en un recuerdo de aquel día:
Recuerdo: En un momento, le mostró a su madre una caja fuerte en su habitación.
—Tengo el dinero en la caja fuerte —le había dicho Juliette.
—¿Y por qué lo has metido ahí si no sabes abrirla? —preguntó su madre, con una mezcla de sorpresa y escepticismo.
—Claro que sé, mamá. Solo son cuatro números, no es para tanto —replicó Juliette con seguridad, demostrando su habilidad y confianza.
El tic-tac del reloj en el presente parecía más apremiante que nunca. Juliette volvió a concentrarse en el candado restante, impulsada por la certeza de que podía superar este desafío como lo había hecho antes.
Con un último esfuerzo, Juliette desbloqueó el último candado y la puerta finalmente se abrió. Un alivio inmenso la invadió al escapar de aquel lugar opresivo que su madre había creado.
Sin embargo, al cruzar el umbral, experimentó algo inesperado. Un estallido de energía y una distorsión temporal que la golpearon a ella , llevándola de vuelta a la cocina de su casa, justo el día anterior. Aunque el entorno era familiar, algo había cambiado. Juliette percibía una sutil diferencia que, aunque no podía identificar, le daba la sensación de que era positiva.
Este giro inesperado dejó a Juliette atónita, con la sensación de que su vida había dado un vuelco significativo. Mientras el pasado se desvanecía, un nuevo futuro lleno de posibilidades y misterios se abría ante ella.
7:30 a.m. del 14 de febrero:
El día de su cumpleaños, Juliette se puso la misma ropa de siempre. Al entrar en la cocina, encontró el desayuno dispuesto en la mesa, idéntico al del día anterior. Sin embargo, lo que realmente la dejó sin aliento fue ver a su padre, vivo y de pie en la cocina, mirándola como si nunca hubiera partido.
— ¡Papá! — exclamó Juliette, con la voz quebrada por la emoción, apresurándose a darle un gran abrazo, como los que recordaba de pequeña. Aunque todo sucedía con una naturalidad asombrosa, Juliette aún no se daba cuenta de que estaba reviviendo un momento del pasado.
— ¿Te he echado mucho de menos? ¿Por qué te fuiste? — preguntó, con lágrimas en los ojos.
— Lo siento, hija, tenía cosas importantes que hacer, pero ya estoy aquí — respondió su padre con voz tranquilizadora mientras se abrazaban. — Yo también te extrañé, corazón. Espero que estés bien.
— Sí, papá, no puedo creer que hayas vuelto — dijo Juliette, aún incrédula.
— Sí, y no volveré a dejarte sola, pase lo que pase — prometió él.
Mientras la madre observaba, sumidos en el largo abrazo y entre sonrisas, se sentaron alrededor de la mesa. La madre se acercó con la misma tarta del día anterior, adornada con las velas de su 19 cumpleaños.
— Cariño, felicidades. Espero que te guste — le dijo el padre, mostrándole las llaves de un coche con un pequeño lazo rosa.
— Puedes acercarte a la ventana para verlo — le indicó la madre. Juliette, dando un salto de alegría, corrió hacia la ventana y vio su regalo en la puerta de la casa: un coche nuevo y brillante, el que había deseado desde que aprobó el carnet de conducir.
— ¡Ay, Dios, me encanta! — gritó, sorprendida por el regalo que le habían hecho sus padres.
— Os amo, papá, mamá, os amo. ¡Gracias! — exclamó Juliette, y salió corriendo hacia la puerta para ver su nuevo coche. Entró en él y se sentó al volante, emocionada. Pero, de pronto...
Juliette se acomodó al volante y escuchó un clic seco: los seguros de las puertas se cerraron de golpe, dejándola atrapada. Las luces del coche comenzaron a parpadear sin previo aviso, creando un ambiente inquietante. Algo se movió rápidamente en el espejo retrovisor, y un escalofrío recorrió su espalda. Al escuchar una respiración profunda desde los asientos traseros, su piel se erizó. Con el corazón acelerado, forzó su mirada hacia atrás y lo que vio la hizo gritar: un demonio de ojos brillantes y piel roja la observaba desde el asiento trasero.
Sus gritos resonaron en el coche mientras forcejeaba con la puerta, que permanecía inmóvil. Desesperada, Juliette intentaba comprender lo que estaba pasando. ¿Estaba soñando? ¿O era todo una ilusión?
—¿Por qué entré aquí? ¿Qué hice? —murmuró, con la voz temblando. La idea de que su padre, quien había muerto cuando ella era niña, pudiera estar de vuelta parecía imposible.
—¡No puedo salir de aquí! —exclamó, luchando contra el pánico. No entendía si lo que vivía era real o una cruel broma.
—¿Y si no estoy en el tiempo que me corresponde? ¿Dónde estoy? —se preguntó, su mente en un torbellino de dudas. La misteriosa puerta de los candados podría haberla arrastrado a un viaje temporal desconocido.
El terror la envolvía mientras buscaba desesperadamente una manera de escapar. Sus ojos, temblando, se posaron en una caja de cartas de tarot que asomaba bajo una esquina del asiento.
—¿Un juego de cartas? —su sorpresa era evidente.
—¿Podría ser esto la clave para salir? —se preguntó, estirándose para alcanzar las cartas. Su mente corría, buscando cualquier indicio de una salida.
—Pero si logro salir de aquí, ¿a dónde iré? —se cuestionó, temiendo que cada respuesta pudiera llevarla a un lugar aún más aterrador.
Juliette no dejaba de hacerse preguntas mientras observaba cómo las figuras de sus padres comenzaban a distorsionarse, como si se derritieran y se borraran. Abrió la caja de cartas del tarot y empezó a revisar las cartas. Al tomar una, el mago de la carta se materializó en el asiento de al lado, haciendo que su corazón se acelerara. Al cambiar de carta, eligiendo ahora La Muerte, observó aterrorizada cómo la figura también se hacía real. Cada carta y cada criatura que aparecía intensificaban su miedo.
—¿Cómo es posible? ¡Las cartas tienen vida! —exclamó, su voz temblando entre el miedo y la incredulidad.
—Parecéis peligrosos, y no tengo idea de cómo jugar —vociferó, dirigiéndose a la criatura con una risa nerviosa—. ¿Acaso esta baraja cree que soy vidente? —se preguntó, con la mente abrumada mientras examinaba cada carta.
Desesperada, Juliette intentaba descifrar este surrealista juego. Después de un tiempo, apareció La Rueda de la Fortuna y, de repente, las puertas del coche se abrieron sin explicación. Juliette salió corriendo, alejándose de allí como alma que lleva el diablo.
Buscando refugio, se adentró en un bosque cercano y se detuvo para recuperar el aliento. El silencio del lugar, oscuro y apartado, se volvió abrumador. El miedo y la soledad la hicieron estallar en lágrimas. Sabía que su pesadilla aún no había terminado y deseaba volver a casa. Pero,
cuando creía que nada podía empeorar, vio acercarse a un hombre con capucha negra y un cuchillo en la mano.
Agotada y sin fuerzas por gritar, el estrés y el miedo provocaban movimientos involuntarios en sus manos, que jugaban de forma inquietante. La angustia la envolvía mientras enfrentaba la prueba definitiva de su tormento.
—Ya está, basta —murmuró con voz quebrada, su desesperación palpable.
—Ya has jugado bastante conmigo —exclamó con voz temblorosa—. Déjame salir de este mundo que no es mío.
Juliette habló con voz temblorosa, esforzándose por hacerse oír por su madre, aunque sabía que estaba demasiado lejos para escucharla. Al mismo tiempo, le lanzó una mirada fiera, con la esperanza de que, al menos, pudiera sentir su furia a la distancia.
Entre la espesura del bosque, Juliette vio brillar algo. Se acercó, extendiendo las manos para recogerlo del suelo. Era un collar en forma de corazón azul, con una cadena de plata reluciente. Sorprendida, se distrajo al observarlo, olvidándose por un momento del hombre con la capucha negra que la acechaba. De repente, sintió un frío pinchazo en la espalda, seguido de un dolor tan terrible que la dejó sin respiración. Cayó al suelo, perdiendo la consciencia.
Casi inconsciente y sin saber cuánto tiempo llevaba herida en el suelo, sus oídos se llenaron de retazos de ruidos: extrañas pisadas entre la hojarasca de los árboles. Aturdida, observó con dificultad un rostro que se acercaba, mirándola con ojos vacíos y profundos. Era una cara familiar que se le presentó de nuevo: el alma de su padre. Su espíritu la cargó en brazos para llevarla a un lugar seguro.
—Salgamos de aquí, cariño —susurró su padre mientras la llevaba en brazos hacia las afueras del bosque.
—Tienes que perdonarme, amor. Tu madre y yo te hemos metido en esto —dijo su padre, su voz cargada de remordimiento.
El espíritu de su padre la llevó a las ruinas de un pequeño pueblo abandonado, un lugar donde podría curar sus heridas. Al despertar, sus ojos verdes esmeralda se abrieron con dificultad, enfocando la figura de su padre, o más bien, la de su espíritu. No podía creer lo que veía.
—Hija mía, eres lo más importante que tengo, y debo pedirte perdón —dijo su padre con voz quebrada.
—¿Papá? —exclamó Juliette, aún dolorida y con lágrimas en los ojos.
—Herederra de mi corazón, no llores. Perdóname por haberte hecho sufrir.
—No debí hacerlo. Perdóname —le dijo su padre mientras le secaba las lágrimas con ternura.
—Papá, no tengo nada que perdonarte. Es a mamá a quien le guardo rencor; ella es quien me ha hecho daño —respondió Juliette con firmeza.
—Gracias, cariño —contestó su padre, con gratitud en su voz.
—Pero... ¿Papá, cómo es que puedo verte? —preguntó Juliette, llorando y con la voz rota.
—Tu madre te ha mentido siempre. No eres esquizofrénica; en realidad, eres un puente entre la vida y la muerte, una especie de médium. Por eso puedes verme, y también a los muertos. Es tu don, y por eso no me sientes, porque estoy sin cuerpo físico.
—Ahora debo irme, cariño. No puedo permanecer mucho tiempo aquí, pero estás en un lugar seguro, y siempre estaré cerca de ti —le dijo su padre antes de desaparecer en una oscura y espesa neblina.
Una vez sola en aquella habitación oscura, Juliette miró a su alrededor, tocando su cabello rubio rizado mientras reflexionaba sobre lo ocurrido.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo hizo eso? —se preguntó en voz alta, aún confusa.
—Vale, todo ha sido un poco extraño —murmuró para sí misma mientras examinaba la habitación. Parecía una vieja habitación de hotel, grande, con una cama igual de grande y un cabecero dorado. A su derecha, en la mesita de noche cercana, observó un papel doblado. Parecía una nota. ¿Quién la habría dejado?
—¿Una carta? Creo que esto no estaba aquí antes —se dijo a sí misma mientras alargaba la mano hacia el papel para recogerlo y desplegarlo:
Para Juliette, de tu papá:
Si quieres salir de esta ciudad, necesitarás descifrar el nombre de la calle que te llevará a otro lugar. Sé que puedes hacerlo, cariño; siempre has sido muy lista. Te proporcionaré pistas cada vez que las necesites y te encuentres en un lugar nuevo. No confíes en tu madre; ella es la causante de todo esto y quien te encerró en aquel lugar. Confío en ti.
Juliette, lo que no te he dicho es que tu madre no siempre fue así. Hace años, antes de que nacieras, hizo un pacto con una entidad oscura para salvarnos de una amenaza sobrenatural. A cambio, la entidad exigió que sacrificara a su propia familia para obtener poder. Lo que no sabía era que el sacrificio no sería físico, sino emocional y espiritual.
Tu madre ha estado bajo el control de esta entidad desde entonces, y todo lo que ha hecho ha sido una lucha desesperada por liberarse del pacto que la
ató a su voluntad. Aunque parece que te ha causado daño, su verdadero objetivo siempre ha sido protegerte y prepararte para este momento.
Si logras superar los desafíos y derrotar a la entidad, no solo liberarás a tu madre de su desgracia, sino que restaurarás la paz en nuestro mundo. Confío en ti, Juliette. Tienes el poder de hacer lo que yo no pude.
P.D.: Ten cuidado con los espíritus que verás en el camino de vuelta a tu mundo. No quiero perderte. Protégete y avanza con cuidado; estás en un universo que no es el tuyo, y tu madre intentará hacerte daño. Escapa sin que ella se dé cuenta. Te amo.
Juliette dejó caer las carta en sus manos temblorosas y su mente Inundada de preguntas ¿ podría realmente confiar en lo que había leído ? Antes de que pudiera encontrar una respuesta , una sombra se deslizó por puerta entre abierta de la habitación, y Juliette supo que el próximo paso en su camino estaba lleno de peligros y revelaciones que no podía imaginar.