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La Leyenda de Huitzcoatl

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Synopsis
Huitzcoatl, un nuevo dios creado por los dioses primordiales de los Mexicas, sostiene su propia cosmovisión, una realidad que necesita de su concentración para mantenerse viva. Aunque posee un inmenso poder y la capacidad de residir en los cielos de su cosmovisión, Huitzcoatl prefiere vivir entre los humanos, inmerso en nuestro mundo actual. Su decisión de quedarse en la Tierra, mientras cuida de sus creaciones desde su cosmovisión, refleja su profundo vínculo con la humanidad. Sin embargo, su enorme poder y la vitalidad de su propia realidad han despertado celos en sus hermanos y hermanas, quienes, atrapados en la cosmovisión de los dioses padres, están comenzando a despertar fuerzas oscuras contra él. Estos celos impulsan una amenaza creciente, desafiando su existencia y la estabilidad de su cosmovisión.

Table of contents

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Chapter 1 - Prólogo

Tezcatlipoca y Xipetótec estaban sentados en el cielo, observando las actividades de la humanidad como solían hacer. De repente, ambos se enderezaron y se miraron el uno al otro con una extraña sensación. Al mismo tiempo, volvieron a mirar a los humanos abajo con aún más interés.

El primer rayo de luz del amanecer atravesó las hojas del bosque, despertando a Iztli de un sueño inquieto. Se sentó, frotando sus ojos cansados y observando cómo la luz se esparcía en el interior de su humilde choza. Su padre, Itzcóatl, ya estaba despierto, sentado junto a la hoguera apagada, afilando la punta de su lanza de obsidiana con movimientos precisos y meditados.

—Buenos días, padre —saludó Iztli, su voz rasposa por el frío matutino.

—Buenos días, hijo —respondió Itzcóatl sin levantar la vista—. ¿Estás listo?

Iztli sabía que su padre se refería a la caza de ese día. Un escalofrío de emoción recorrió su cuerpo.

—Estoy más que listo —dijo, con una mezcla de respeto y anticipación.

La choza se llenó de actividad. Iztli e Itzcóatl se vistieron con sus tilmatli de caza, cada una con patrones y símbolos que habían sido pasados de generación en generación. Iztli se detuvo un momento para colocar un pequeño amuleto alrededor de su cuello, un regalo de su abuela que decía era un talismán de protección.

Su madre, Xihuitl, preparó un pequeño paquete de alimentos: tortillas de maíz, frijoles cocidos y un poco de carne seca de venado. Al entregarles la comida, hizo una pequeña señal de bendición sobre el paquete. Sus ojos, llenos de amor y preocupación, parecían contener todas las promesas rotas y esperanzas perdidas de generaciones pasadas.

—Para que guíen tu camino y tu puntería —murmuró con voz suave, como una oración en la noche eterna.

Con pasos decididos, padre e hijo se adentraron en la frondosa jungla. Cada hoja que crujía bajo sus pies parecía un suspiro de la naturaleza, un recordatorio de que no eran más que intrusos en el reino de la selva. Los árboles se alzaban como monumentos antiguos, testigos silenciosos de innumerables cacerías y tragedias.

—Mira estas huellas —susurró Itzcóatl, señalando unas huellas frescas en el suelo húmedo cubierto de hojas caídas. Iztli se agachó para examinar las marcas, sus dedos tocando ligeramente el barro húmedo del suelo. Cada huella era una historia grabada en la tierra, una narración de vida y muerte que solo los cazadores sabían interpretar.

—Es grande, más grande de lo usual —murmuró Iztli, levantando la vista hacia su padre con un brillo de asombro y respeto en sus ojos que eran dos luceros perdidos en la negrura de la selva.

Tras horas de búsqueda, un ligero ruido los detuvo en seco. Un crujido de hojas, tan sutil que podría haber sido el susurro del viento. Pero ambos sabían que no era el viento. Iztli sintió una sensación de electricidad en el aire, como si la selva misma estuviera conteniendo la respiración, esperando el siguiente acto de un drama ancestral.

Itzcóatl levantó la mano en señal de alto y apuntó con la lanza hacia una zona más oscura del bosque. Y allí estaba: oculto entre las sombras y la vegetación, un par de ojos amarillos brillantes que los observaban con una intensidad casi humana. Eran los ojos de un depredador, de un dios de la selva que conocía cada secreto de la vida y la muerte.

—Nunca pierdas la calma —susurró Itzcóatl, su cuerpo tenso como una cuerda de arco a punto de disparar—. A mi señal.

Iztli sentía su corazón en la garganta. El mundo se redujo al espacio entre esos ojos brillantes y la punta de su lanza. El jaguar gruñó, un sonido bajo y retumbante que lo sacudió hasta lo más profundo de su ser.

—¡AHORA! —La voz de su padre rompió el momento.

Lanzaron las lanzas, pero el jaguar era una mancha borrosa. En un instante, se lanzó hacia Itzcóatl. Un grito rasgó la noche cuando los colmillos del jaguar se hundieron profundamente en él. Itzcóatl rugió, clavando su lanza en el costado de la criatura, pero el jaguar arremetió con más fuerza, derribándolo al suelo.

—¡Padre! —gritó Iztli, su voz teñida de una desesperación que nunca había sentido antes. Se lanzó, apuntando su lanza al corazón de la criatura.

Pero el jaguar era demasiado rápido. Con un bufido, esquivó sus ojos encontrándose con los de Iztli. Por un momento, el tiempo pareció congelarse. Luego, el jaguar se lanzó.

Iztli se preparó para el impacto. Pero nunca llegó. Un borrón de plumas intervino, y el jaguar aulló, retirándose a las sombras. Un colibrí flotaba donde había estado el jaguar un momento antes.

—Huītzilōpōchtli—susurró Itzcóatl, reconociendo la forma terrenal del dios—. Necesitamos un respiro.

Mientras se reunía alrededor de su padre herido, Iztli no podía sacudirse la mirada del jaguar de su mente. Era una mirada que parecía casi... humana. Como si lo conociera. Y en ese momento, sintió una oscura realización infiltrarse en su alma.

La jungla ya no era solo un santuario; era un reino de oscuras posibilidades. Un lugar de dioses y monstruos, y él estaba atrapado en su red. Su vida había cambiado irrevocablemente, y al mirar a su padre, su rostro retorcido de dolor, entendió que algunos cambios tenían un precio. Uno muy alto.

Al día siguiente, mientras Iztli y Xihuitl incineraban a Itzcoatl, Iztli se vistió con su capa de cazador, un manto de dolor y determinación. Se internó en la selva, su mente un torbellino de imágenes: el ataque del jaguar, la mirada casi humana del animal, y una sombra que parecía transformarse entre la luz de la luna y las sombras del bosque.

En su frenesí, Iztli golpeó un árbol con su puño desnudo. Fue entonces cuando notó que su mano sangraba, y en ese instante, un sonido extraño rompió el silencio. Un ruido que nunca había escuchado.

Siguiendo el sonido, Iztli se encontró ante una figura que se materializaba desde las sombras: Mictlantecutli.