Novelita K-paxiana.
Prólogo.
En el rincón más recóndito del universo, donde la oscuridad del cosmos se cruza con el resplandor de las estrellas más lejanas, existe un planeta azul llamado Tierra. Un mundo donde el caos es ley y la lógica brilla por su ausencia, donde los seres humanos viven atrapados en sus absurdas costumbres, risas escandalosas y emociones descontroladas. Para los k-paxianos, una especie de avanzada, era un misterio digno de estudio. Y así lo hicieron, enviando a sus mejores exploradores a sumergirse en la experiencia humana. Uno de ellos fue B, un k-paxiano conocido por su cerebro afilado y su lengua aún más punzante.
B llegó a la Tierra con la misión de estudiar a los humanos, pero pronto descubrió que había algo más profundo, algo que ningún k-paxiano había anticipado: una atracción innegable hacia lo terriblemente ridículo, lo insensato, lo deliciosamente absurdo. Desde las novelitas picantonas hasta los chistes escatológicos que hacían que las carcajadas resonaran mientras comía frutitos secos, B se encontró cautivado, incluso a pesar de sí mismo. Y lo peor—o quizás lo mejor—fue que comenzó a disfrutarlo.
El sentido del humor de B se adaptó rápidamente al estilo terrícola. Se dio cuenta de que en la Tierra, las bromas más vulgares y las situaciones más ridículas se celebraban con aplausos y risas atronadoras. No pasó mucho tiempo antes de que él mismo comenzara a practicar el noble arte de hacer que los demás se rieran, aunque fuera a costa de humillar a alguien más. Al fin y al cabo, la humanidad se deleitaba en la autocrítica y el sarcasmo, y B, siendo un estudiante aplicado, aprendió rápido.
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La nave surcaba el vacío con la elegancia silenciosa de una sombra cósmica, deslizándose entre estrellas distantes y nebulosas centelleantes. El interior, sin embargo, estaba lejos de reflejar esa calma exterior. En su cabina principal, el capitán B observaba los controles con una aparente serenidad, aunque su mente se mantenía alerta. Había algo en aquella misión que no terminaba de cuadrar, un presentimiento que lo había acompañado desde que partieron de la Tierra hacia los territorios k-paxianos.
Acto 1. El regreso del viajero.
Había sido requerida su presencia en una misión diplomática, o al menos eso decía el informe oficial. Pero B sabía que los encuentros con los suyos rara vez se limitaban a los términos formales de los tratados. Los habitantes de K-Pax eran conocidos tanto por su estricta lógica como por su capacidad de convertir cualquier negociación en un desafío de voluntades. Y él, un veterano de múltiples combates y misiones de alto riesgo, sabía que este enfrentamiento sería diferente. No sería un duelo de espadas ni una batalla espacial, sino un juego de sutilezas y tentaciones donde la palabra era el arma más afilada.
La nave emitió un suave zumbido mientras atracaba en la estación de intercambio. B revisó los datos una vez más, repasando mentalmente cada protocolo aprendido en su tiempo en la Tierra. Respiró hondo y se alistó para la reunión. Cuando la puerta se abrió, la figura que lo esperaba no era el emisario habitual. En su lugar, una mujer de porte elegante y mirada calculadora entró en la cabina. Su atuendo, una mezcla de telas que parecían cambiar de color según el ángulo de la luz, dejaba claro que no era una simple funcionaria.
—Capitán B, supongo —dijo ella, con una voz tan suave como intrigante—. Soy la embajadora Jova, encargada de supervisar este... intercambio.
B asintió, disimulando su sorpresa. Había oído hablar de la señora Jova, pero no esperaba enfrentarla tan pronto ni en un entorno tan informal. Sabía que los k-paxianos no seguían siempre las convenciones terrícolas, pero la presencia de una figura tan destacada en una misión que, al menos en la superficie, parecía rutinaria, indicaba que algo más estaba en juego.
Jova era una mujer imponente para el estándar de belleza k-paxiano, su presencia parecía dominar la sala. Todos la conocían simplemente como "La Señora". Sus pechos, generosos y bien definidos, se acentuaban bajo un vestido muy ajustado que cambiaba de tonalidad con cada movimiento, una tela viva que parecía imitar las estrellas mismas. Sus caderas, amplias y firmes, sugerían una fuerza contenida, y B no pudo evitar notar la confianza con la que caminaba, como si el universo entero girara en torno a ella. Las piernas largas y musculosas hablaban de un poderío físico que rivalizaba con su aguda inteligencia.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención no era solo su físico, sino la forma en que su porte y su presencia imponían respeto. Jova no era solo una embajadora; era una fuerza de la naturaleza, una mujer que combinaba la belleza con una astucia formidable. Sus ojos, de un tono púrpura profundo, parecían perforar cualquier fachada, leyendo intenciones antes de que fueran expresadas. Y aunque su sonrisa era suave, había en ella un filo que sugería que detrás de cada palabra y gesto calculado se ocultaba un desafío.
Mientras ella se acercaba, B se preparó mentalmente. Sabía que esta no sería una negociación simple. Con Jova, cada palabra sería un juego, cada mirada un movimiento estratégico, y cada decisión un paso hacia un desenlace incierto.
Se miraron en silencio por unos segundos, como si ambos midieran sus próximos movimientos. Fue entonces cuando B, dejando atrás cualquier duda, decidió que si había llegado tan lejos, no sería para retirarse ante la primera señal de peligro. Y así, con una sonrisa que ocultaba sus verdaderas intenciones, inició un diálogo que rápidamente dejó claro que la misión no sería solo diplomática, sino un duelo en el que los resultados eran tan imprevisibles como el cosmos mismo.
—A decir verdad, señora, soy más hábil desenvainando la espada que utilizándola en duelos sociales —dijo él, con una sonrisa a medias entre la ironía y la tentación. La nave vibraba ligeramente, como si el universo mismo anticipara el desenlace de aquella conversación...
—¿Y qué me dice del arte de la diplomacia? —respondió ella, cruzando las piernas de manera tan calculada que parecía coreografiada—. Porque en K-Pax, los tratados se negocian con mucho... contacto.
B intentó mantener su fachada de caballero terrícola, pero algo dentro de él cedía. La vida en la Tierra lo había vuelto menos rígido y más susceptible a los placeres que, en K-Pax, no serían más que un trámite.
—Debo advertirle, señora, que mis costumbres han cambiado —murmuró, como si tratara de convencerse a sí mismo—. En la Tierra, nos tomamos nuestro tiempo para disfrutar de... todo.
Ella se inclinó hacia él, y su aroma, una mezcla de especias galácticas y promesas secretas, lo envolvió. Sus labios se curvaron en una sonrisa que sugería que no creía ni una palabra de lo que él decía.
—En K-Pax, viajero, disfrutamos rápido y repetimos... varias veces.
El corazón de B latía como un tambor en medio del vacío espacial. En algún rincón de su mente, la parte de él que aún conservaba un ápice de la disciplina k-paxiana gritaba en advertencia. Pero la otra parte, la que había pasado demasiado tiempo entre humanos, comenzaba a tomar el control.
—En ese caso, señora, creo que es hora de recordarle que he aprendido algunas cosas en la Tierra —respondió, dejándose llevar—. Por ejemplo, cómo mezclar lo mejor de ambos mundos.
Ella arqueó una ceja, interesada.
—¿Y qué mezcla es esa?
—Paciencia terrícola, con la intensidad k-paxiana —susurró, mientras la distancia entre ellos se desvanecía.
El ambiente se cargó de un calor que ni WR 102, la estrella más caliente del universo conocido, podía igualar. Cuando finalmente la besó, no fue solo con la urgencia de un terrícola, sino con la pasión contenida de un k-paxiano que había pasado demasiado tiempo fuera de su planeta. Y en ese momento, B supo que había encontrado su propio equilibrio entre ambos mundos.
Después de todo, un caballero sabe exactamente dónde debe meter la espada... y cuándo dejar que el duelo se convierta en danza.
El beso fue el tipo de detonación que, en cualquier otro lugar del universo, habría desencadenado una supernova. Pero allí, en ese rincón íntimo de la nave, solo encendió algo más profundo, algo que B había olvidado que existía. Mientras sus labios se entrelazaban en un juego de deseo y provocación, la señora decidió llevar el encuentro a otro nivel.
Con un movimiento sutil de su mano, los controles de la nave respondieron a su toque, activando una serie de hologramas que transformaron la cabina en un paisaje sensorial envolvente. Los colores y las luces se mezclaban en patrones hipnóticos, mientras una música suave y cadenciosa comenzaba a sonar, vibrando en el aire con una frecuencia que resonaba directamente en sus cuerpos.
B, atrapado entre la embriaguez del momento y la sorpresa, se dejó llevar. Sus manos recorrieron la curva de su espalda, notando cómo la ropa de la señora se desvanecía en una niebla translúcida, dejando su piel desnuda y cálida al tacto. La tecnología k-paxiana siempre había sido avanzada, pero esto superaba cualquier expectativa.
—Veo que ha aprendido a apreciar nuestros... métodos —murmuró ella contra su oído, sus labios rozándolo apenas, enviando un escalofrío por su columna.
B sonrió mientras su propia ropa comenzaba a disolverse en el aire, como si la nave misma estuviera despojándolos de todo lo superfluo, dejando solo lo esencial. Sintió cómo las costumbres terrícolas y k-paxianas se entrelazaban en su mente, formando una especie de manual improvisado para la situación.
—Digamos que he perfeccionado algunas técnicas mixtas —susurró él, deslizando sus dedos por su piel, explorando cada rincón como un cartógrafo que redescubre un continente perdido.
Ella se arqueó hacia él, dejándose llevar por la energía que fluía entre ambos. Los hologramas a su alrededor cambiaban con cada toque, cada beso, reflejando su pasión en una sinfonía de luces y colores. El tiempo dejó de existir en esa pequeña burbuja de placer y seducción. En ese momento, B recordó por qué había decidido quedarse en la Tierra, entre los humanos, con sus emociones intensas y su capacidad para perderse en el momento.
—Entonces, viajero —dijo ella, con voz entrecortada—, muéstreme cómo se cierran los tratos en su nuevo hogar.
Y así lo hizo. La nave, consciente de su privacidad, se silenció mientras ambos exploraban esa mezcla de paciencia terrícola e intensidad k-paxiana. Lo que comenzó como un duelo de insinuaciones se transformó en una danza sin gravedad, un juego en el que no había vencedores ni vencidos, solo dos seres disfrutando del encuentro cósmico más antiguo de todos.
Cuando finalmente se separaron, sus cuerpos flotando perezosamente en el espacio sin gravedad, B supo que algo había cambiado. Las barreras entre lo k-paxiano y lo terrícola se habían desmoronado, dejando solo una verdad simple y universal: hay placeres que trascienden los mundos y las especies.
—¿Qué más has aprendido de la Tierra, caballero? —preguntó ella con una sonrisa satisfecha, sus dedos trazando círculos en su pecho.
—Que a veces, no se trata de dónde meter la espada —respondió él, acariciando su mejilla con ternura—, sino de cómo disfrutar el momento antes de desenvainarla.
Acto 2. Juego de espadas.
B y la señora Jova flotaban en la suave ingravidez de la cabina, sus cuerpos aún cálidos, envueltos en la sensación de satisfacción que solo se encuentra en la combinación perfecta de deseo y humor. La nave seguía su rumbo silencioso a través del cosmos, pero para ellos, el universo entero parecía haberse detenido por un momento.
—Tengo que admitir —dijo B, mientras sus dedos trazaban patrones perezosos en la espalda desnuda de la señora—, que he perdido algo de la formalidad k-paxiana. Tal vez demasiado tiempo en la Tierra… o demasiadas noches viendo esas películas humanas.
—¿Películas humanas? —preguntó ella con una ceja arqueada, sonriendo como si ya adivinara la respuesta.
—Oh, sí —contestó él, su tono lleno de una ironía juguetona—. Hay una en particular que me ha influenciado mucho... ¿Cómo era? Ah, sí: Instinto Básico. Aunque debo decir que me ha hecho más daño que bien. Los humanos tienen un enfoque bastante directo para... resolver tensiones.
Ella se echó a reír, una risa melodiosa que resonó en la cabina, como un eco de campanas lejanas. Se deslizó por su lado, sus ojos brillando con un destello travieso mientras se apoyaba en él.
—Bueno, viajero, diría que el enfoque humano te sienta muy bien. En K-Pax, todo es tan cerebral... a veces, se nos olvida disfrutar de lo sencillo. Pero tú... tú traes lo mejor de ambos mundos. Quizás, incluso, lo has mejorado.
B se inclinó para besarla de nuevo, esta vez con una suavidad que contrastaba con la pasión de antes. Se permitió disfrutar del momento, sin prisa, saboreando cada segundo. La ironía de la situación no se le escapaba: un k-paxiano que había llegado a la Tierra para estudiar a los humanos, ahora estaba siendo estudiado por una mujer que claramente sabía más de negociación que cualquier diplomático terrestre o k-paxiano que hubiera conocido.
—Lo que me gusta de la Tierra —dijo B, cuando se separaron—, es que las reglas son flexibles. Aquí, puedes tomarte tu tiempo o ir directamente al grano. Depende de la compañía, claro.
—Exacto —asintió ella, con una sonrisa pícara—. Aunque debo decir que tu espada no se ve ni terrícola ni k-paxiana... parece una mezcla perfecta. Y tengo curiosidad, viajero, ¿te entrenaron así en la Tierra o es un talento natural?
B soltó una carcajada, apreciando el humor descarado de Jova. Le gustaba que no se tomara demasiado en serio, que hubiera esa chispa de ironía entre ellos.
—Un poco de ambas —admitió, mirándola con un brillo en los ojos—. Aunque debo dar crédito a la Tierra por enseñarme lo que es la improvisación. Parece que aquí las mejores cosas ocurren cuando dejas que todo fluya.
Ella se acercó, sus labios rozando su oído mientras le susurraba:
—En K-Pax, decimos que la improvisación es la clave para sorprender... y la sorpresa, viajero, es el verdadero arte del placer.
—Entonces, digamos que soy todo un artista —murmuró B, capturando sus labios en un beso profundo y lento.
Los minutos se alargaron, los besos se convirtieron en caricias, y las caricias en algo más. Entre risas y suspiros, B y la señora exploraron cada rincón de esa improvisación, encontrando nuevas formas de sorprenderse mutuamente.
Cuando finalmente se recostaron, satisfechos y agotados, la nave seguía su curso a través de las estrellas, como si no hubiera nada más importante en el universo que esa pequeña burbuja de tiempo y espacio donde un k-paxiano y una humana habían aprendido el verdadero arte de negociar.
—¿Sabes? —dijo B, mientras la abrazaba, su voz suave pero llena de humor—. Creo que nunca había disfrutado tanto de un acuerdo interestelar.
Ella rió suavemente, acurrucándose contra él.
—Yo tampoco, viajero. Quizás deberíamos revisar los términos... varias veces.
Y así, en medio de la vastedad del espacio, B se dio cuenta de que, a veces, lo mejor de ser un caballero no era solo saber dónde meter la espada, sino aprender a disfrutar del juego antes y después de desenvainarla.
B y la señora flotaban en el espacio reducido de la cabina, pero sus mentes estaban muy lejos de las negociaciones formales o las tensiones diplomáticas que los habían reunido. La ingravidez les permitía un nivel de intimidad que iba más allá de lo físico, una conexión que parecía fluir libremente en medio de la vastedad del cosmos. Pero, para B, aquel momento era mucho más que un simple encuentro entre dos k-paxianos.
Mientras descansaba, su mente divagó hacia su tiempo en la Tierra, recordando las largas noches en Huelva, donde se había camuflado entre amigos que no solo toleraban sus rarezas, sino que las celebraban. Allá, se había convertido en un experto en frutos secos terrícolas y en chucherías, desarrollando un gusto particular por los pistachos. Nadie sospechaba que el extraño hombre que puntuaba a las personas con estrellas, sin jamás revelar si tener más o menos era algo bueno, venía de un planeta lejano. Era un juego suyo, algo que mantenía a sus amigos intrigados y siempre adivinando, pero para B, era un reflejo de su propia lucha por entender y adaptarse a las complejidades de la vida humana.
Los recuerdos de esas noches lo hicieron sonreír. Había algo casi filosófico en abrir un pistacho con el toque preciso, una habilidad que había perfeccionado hasta el punto de poder hacerlo con los ojos cerrados. Sus amigos se habían burlado de él cuando había bromeado diciendo que un día sería capaz de abrir pistachos entre nalga y nalga. Claro, era una exageración, pero el concepto siempre lo había divertido.
—¿En qué piensas? —preguntó la señora, sacándolo de sus pensamientos.
—En la Tierra —respondió B, todavía sonriendo—. En Huelva, para ser más específico. Un lugar lleno de gente peculiar, pero con una calidez que nunca encontré en otro sitio. Allá, me hice un experto en frutos secos, entre otras cosas. Tal vez por eso me he vuelto tan… flexible en estas negociaciones.
—¿Frutos secos? —Ella arqueó una ceja, divertida—. Eso es algo que no esperaba oír.
—La vida en la Tierra me enseñó a encontrar placer en lo simple. Un pistacho bien abierto es todo un arte, casi como una negociación exitosa. Y después de todo, es solo cuestión de aplicar la presión correcta en el momento adecuado.
La señora rió, esa risa suave y melodiosa que tanto le gustaba a B. Había algo en ella, una mezcla de ironía y comprensión, que lo hacía sentirse comprendido de una manera que nunca había esperado. Su mente vagó de nuevo a aquellos días en la Tierra, a las risas compartidas con amigos y a las noches interminables devorando novelitas chinas y coreanas, esas historias llenas de giros inesperados y héroes que, de una manera u otra, siempre encontraban su camino hacia la victoria.
—Parece que la Tierra te ha cambiado más de lo que pensabas —dijo ella, sus dedos jugando con un mechón de su cabello—. ¿Quién hubiera imaginado que un k-paxiano se convertiría en un experto en pistachos y novelitas humanas?
—Es curioso, ¿no? —asintió B—. La Tierra tiene una forma única de hacerte ver la vida de otra manera. Te enseña a ser paciente, a disfrutar de los pequeños placeres. Y al final, te das cuenta de que no importa de dónde vengas, sino de dónde quieres ir.
Ella lo miró fijamente, y en sus ojos vio una comprensión profunda, como si ella también hubiera aprendido a valorar esos pequeños placeres. Tal vez, pensó B, no estaban tan lejos como parecía. K-Pax y la Tierra, por diferentes que fueran, compartían algo esencial: la capacidad de sorprender, de enseñar, de cambiar a aquellos que las habitaban.
—Entonces, viajero —dijo ella, inclinándose hacia él—, ¿a dónde quieres ir ahora?
B la miró, sus ojos chispeando con un toque de travesura.
—A donde tú me lleves, señora. Aunque, para ser honesto, si tus habilidades son tan impresionantes como tus… atributos, no puedo esperar a ver qué más tienes reservado —dijo con una sonrisa juguetona—. Estoy seguro de que improvisar con alguien como tú será una experiencia para recordar.
Jova levantó una ceja, una sonrisa divertida curvando sus labios mientras se acercaba a él.
—Oh, ¿es eso un cumplido, viajero? O simplemente te has vuelto un experto en apreciar los detalles... bien definidos.
B soltó una risa, disfrutando de la dinámica ligera entre ellos.
—Un poco de ambos —admitió, guiñándole un ojo—. Si tus sorpresas son tan... exuberantes como tu presencia, no puedo esperar para ver qué viene a continuación. Además, nunca he tenido la oportunidad de explorar una negociación intergaláctica con un toque tan... dinámico.
Jova se inclinó hacia él, su risa suave y contagiosa.
—Entonces, preparémonos para un viaje lleno de sorpresas. Y quién sabe, tal vez te sorprenda con algo que no habías imaginado... o que simplemente no te esperabas, de ninguna forma.