Ahora solo quedaban Miguel y yo en la habitación.
Miguel se levantó y caminó hacia mí. Inconscientemente di unos pasos atrás y me apoyé contra la pared.
Miguel extendió la mano y la presionó contra la pared detrás de mí. —¿De qué hablamos? Te dije que te quedaras aquí y que no salieras. ¿Lo hiciste?
Me molestaba el tono condescendiente de Miguel. —Lo hice. He sido una prisionera en esta casa de la manada toda la semana. He estado en tu maldita habitación la mayor parte del tiempo.
—¿Entonces qué vas a hacer ahora? —dijo Miguel.
—Voy a regresar a mi habitación y mantenerme alejada de ti, hijo de p*ta que restringes la libertad de las personas. —dije.
Antes de que pudiera moverme, Miguel había agarrado mi muñeca con su otra mano y la clavó contra la pared.
—¿Qué estás haciendo? —grité.
—¿Quién te dio permiso para hablarme así? ¿Nunca has pensado en cumplir con nuestro trato? Dilo. Di lo que piensas. —dijo Miguel.