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Vi cómo la cara de Miguel se tornaba roja de excitación, sus brazos alrededor de mis piernas, sus movimientos volviéndose más frenéticos, su poderosa cintura retorciéndose violentamente, su larga y gruesa espada devastando el suave y húmedo orificio debajo de mí. Temblé y sentí que mis piernas se debilitaban.
Miguel seguía rascando y frotando mis nalgas, empujando mis muslos hacia afuera. Casi no había espacio entre nosotros, y cada uno de sus golpes llegaba a lo más profundo de mi cuerpo. Alcé la mirada, intentando lamer el sudor de la boca y la barbilla de Miguel. Enlacé mi lengua con la suya, y nos intercambiamos saliva erótica.
Ambos estábamos tan absortos en el éxtasis del sexo que no podíamos sentir nada más que el uno al otro, y la atmósfera en el coche era inimaginablemente erótica. En este pequeño mundo, no había discusiones, no confrontaciones, solo amor sin fin y posesividad.
Cuando todo terminó, estaba tan cansada que no podía hablar.