Nicole estaba sentada junto a una amiga, sonriendo con entusiasmo mientras sus dedos pasaban rápidamente de una tecla a otra en su blackberry. Otras compañeras de su curso pronto se le unieron, con una de ellas casi desesperada por compartir los últimos éxitos del momento, uno de ellos Gotas de Agua Dulce, de Juanes. Era la banda favorita de esta chica, y la de muchas del paralelo en ese tiempo, aunque para ella en lo personal, Enrique Iglesias era mejor, y rara le habrían dicho por admitirlo.
Ella no era rara, no pensaba así de sí misma, aunque como mínimo un par de chicos, conocidos payasos del aula, de esa forma lo manifestasen con sus chistes pesados, unos más inteligentes que otros. Esta mañana se había visto cada detalle al espejo, mientras en casa se cambiaba y arreglaba, recordando el momento, en su primer día en el nuevo colegio, cuando comenzaron a denotarle enfermizo el tono de su piel. Al principio preguntó a sus padres si había alguna cosa que le tuviera mal en su apariencia y dijeron que no; preguntó a sus viejos amigos, y repitieron lo mismo.
Fue allí que juzgó por ella misma. Su cabello ondulado negro era delgado, le llegaba hasta la espalda alta, entre las escápulas, era del tipo graso. Por ello siempre lo mantenía presentable, sedoso, bien peinado, lavado, acondicionado y lo que falta hiciese. Sus ojos azabache eran grandes, perfectamente delineados al natural, los lóbulos de sus orejas eran delicados, y sus arcos no sobresalían demasiado de su rostro ovalado, de nariz de delicada giba, pero recta entre fosas.
En cuanto la piel...bueno, ella había sufrido anemia cuando era pequeña, sin embargo había sido hace mucho, así que no podía ser eso un motivador válido de tal sinsentido. Ella era ligeramente trigueña, si, y era facil ponerse pálida para ella al ser friolenta, y aún así nada como lo que de ella parodiaban con cruda sorna. De su figura, esbelta aunque de líneas fuertes a su manera, nadie decía nada, y de ello, a diferencia del pasado, no tenía ya una opinión negativa.
Su mente volvía al presente, viendo que a pesar de todo había personas por lo menos pretendiendo ser amables con ella en esos momentos superfluos de cuhicheos, de compartir, de experimentar la cercanía del otro. Cómo podría ella haberlo pensado, que tal situación podía ser el comienzo de un mundo más feliz y completo para la niña interior que llevaría en su pecho hacia el futuro, en verdad no podría imaginarlo. Mucho menos imaginaría que, en el mundo del idiota, solamente dos chicas más le acompañaban a hablar, apestadas por el resto de los suyos, mientras el burro asomaba su entreabierto hocico hediondo, siguiendo con su estúpida mirada las mariposas sobre las flores.
Las tres solitarias en ese mundo se unirían a reírse del babeante y fofo imbécil, antes que Nicole, algo más tolerante, le dijese amablemente que se largase de allí pues el recrel de los de primaria había acabado. Al oírlo el pequeño estúpido correría desaforado, aunque indeseoso, por regresar a su aula, tan solo para hallar puertas cerradas y un inspector furioso para reprenderlo y llevarlo a la dirección. La Nicole de ese mundo no vería como su peculiar aludido pataleó, insultó y gritó cargado de la furia y resentimiento de un perro callejero antes de colapsar en llanto.
Pero en su mundo, el único que conocía, Nicole parecía que iba a tener una adolescencia más feliz, incluso un poco antes. Esa era la tercera cosa que jamás se hubiese imaginado, cuando llegó sobre su cabeza y la de toda la humanidad el apabulloso día, el día que comenzó la tribulación. Su familia era evangélista, y creían honestamente en la Segunda Venida de Cristo, no en las catequesis católicas o misas en que la escuela metía a Nicole.
Pero que tal escatología le tocara la puerta de la forma en que lo hizo era ya ridículo.
Empezó con celulares perdiendo señal, y apagándose solos segundos después. Ella le dio golpecitos con el empeine del pulgar, pero este quedó muerto, sin saberlo en ese instante, para nunca más regresar. Sus amigas tuvieron la misma suerte poniéndose de pie.
Todas se pusieron nerviosas al ver que otras personas revisaban de forma similar sus propios teléfonos. Pasaron diez minutos, luego quince, pero la señal no volvía. Cuando la campana del timbre debía sonar, esta quedó estática, mientras unos se daban cuenta que la luz se había cortado.
A Nicole en este mundo jamás llegó a importunar la presencia del idiota, en efecto, pero sí sintió sus piernas fallar, y el corazón saliendole de la boca al ver lo que, en tiempos de Ezequiel, hubiese sido el carruaje de un dios flotando alto en el cielo.
Las chicas señalaban, murmurando asustadas al presenciar semejante visión, sin forma de saber nada, sin forma de poder ver si esto pasaba solo allí o en cualquier otro lado. Los profesores se apersonaron a ver el alboroto de los chicos de secundaria, mirando el cielo junto a ellos, alarmándose del objeto alargado color vino amarronado y plateado haciendo un gran agujero en medio de la neblina. No se preguntaron siquiera lo que realmente sucedía cuando, poco a poco, el fenómeno comenzó a titilar, mostrando en torno a sí colores, azul, verde, naranja...
Ese color brillante el cual un día descendió a la tierra. Nicole se quedó de pie, viendo el haz brillar atravesando la atmósfera, haciendo la tierra temblar. Ella cayó al suelo, raspando sus manos y brazos contra el adoquín mohoso, pero incapaz de levantarse, o mirar el orbe luminoso formándose en la distancia.