Hubo una vez, un pequeño niño que no decía nada, que solamente miraba a las personas como si fuese un fantasma invisible en vez de un ser humano. Al ver esto, su madre, preocupada, lo tomó un sábado por la mañana en brazos y lo llevó de paseo por su barrio, mostrándolo a otros pequeños niños como él para ver qué pasaba. Lo que la mujer vio no le gustó para nada; el niño de oscuros ojos, expresión muerta y mirada en blanco simplemente era mirado de vuelta por los infantes, quienes o bien lo ignoraban de vuelta, o bien decidían acercarse a él con curiosidad para tocarlo, no sabiendo si era un juguete o alguien con quien jugar.
A su vez los segundos reaccionaban de dos posibles formas; o bien se aburrían de tocar al niño, quien se quedaba de piedra, mirándolos, o bien se frustraban y se lanzaban instintivamente a agredirlo, lanzándole objetos, tierra o lo que sea que tuvieran entre manos. En este último caso la madre se molestaba mucho de que esos niños molestaran a su pequeño, así que lo hacía saber a los adultos que los acompañaban sin dilación, los cuales a su vez tenían dos respuestas posibles. La primera de ellas era pedir disculpas por el asunto, mirar con intriga al silencioso y quietecito niño, y marcharse a otra parte para que sus retoños sigan jugando, o directamente a casa para la comida, el pañal o la siesta. La segunda manera era expresar abiertamente lo que los primeros callaban de las más variopintas formas, burlándose de la mujer, de su hijo, de ambos, o siendo indirectos, hablando en tono condescendiente a la mujer sobre que, posiblemente, su retoño tuviese algo malo en su interior, algo roto desde el origen.
Por varios días la mujer realizó estas mismas pruebas, y durante todos esos días ella y su niño recibieron las mismas respuestas, así que decidió llevar el asunto con uno de los más eminentes expertos de la mente y el alma que se pudo permitir. Llegó el día, uno en el que los caminos del destino finalmente sufrirían su primera partición irreconciliable; el experto revisó al niño, observó a detalle y con detenimiento cada parte de su cuerpo, de su mente, de su alma misma. Pero tal y como siempre había sido, y era ahora, el niño se mantuvo quieto, contemplando a la nada, sin forma de saber si de verdad o no pensaba, o en qué, así que el hombre, rascando su reseca barba de chivo, le daría su conclusión a la mujer, citando a un viejo sabio:
"Aquel hombre que se aísla a sí mismo del mundo, o bien es un dios, o bien un idiota".
Ese día el corazón de la pobre mujer se comenzó a romper, lentamente, cual si fuera la erosión de gotas de agua sobre un punto en la roca. La mujer regresó a su hogar, pasando pronto en agitados sueños la noche para la llegada del siguiente día; ella y su marido saldrían a trabajar, cada quien a su propio oficio, y al oficio de ella el niño también fue. No fue más que un minuto, cuando pasado el mediodía, el hombre apareció para recoger a su mujer, ella dejó a con él al niño, mientras alistaba algunas cosas; el hombre le dio al infante de comer, y unos conocidos llegaron a charlar.
El niño, pronto aburrido de mirarlos hablar, se fue a toda velocidad hacia la entrada abierta y la calle frente a aquella; con un aire de libertad, atravesó el camino como un carro más, y de ellos uno llegó en su dirección.
Por el filo de una rueda, el dios y el idiota surgieron desde uno solo.
El idiota, por su parte, vio la rueda frente a su rostro, tan impasible y quieto como siempre, viviendo para ser recogido por la agradecida mujer, viviendo para ser un brote de primavera que jamás nunca floreció, y eventualmente se marchitó.
Al otro, en cambio, la rueda le aplastó su pequeño cuerpo y lo quebró por dentro; el niño se quedó sin ese breve aliento que hace poco lo hizo sentir que volaba, se quedó sin sentir esas rápidas piernas que lo impulsaban a lo desconocido. Una lucidez emergió desde sus ojos, para pronto desvanecerse, mientras el carro retrocedía, la ayuda llegaba y se lo llevaba entre llantos de quienes le dieron vida; al lugar de la sanación entró, pero nunca más salió. La mujer se derrumbó desconsolada, el hombre permaneció sentado, mirando partir aquello de lo que hubiese podido sentir algún orgullo, de lo que su madre hubiese podido recibir un pedacito de cielo, de felicidad.
Le enterraron alto, detrás de una lápida de mármol labrado con su nombre, ahora parte de un recuerdo; su madre lo lloró, cada día lo lloró, tocando su lápida fría para sentir su calor una vez más, decorándola en flores cual vistió de bellas ropas al niño alguna vez. Así había sido, el cuerpo del pequeño había sido destruido, pero no así lo invisible que en su interior albergaba.
Ahora libre de verdad, de la atadura de su carne, libre de verdad, para volar hasta el infinito antes de poder caminar, el niño moriría, pero el dios nacería.