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Chapter 2 - Somnolencia

La reina Zenobia de Aquilonia caminaba apaciblemente por los jardines de palacio, seguida de varios cortesanos y una criada levantando una sombrilla sobre su cabeza. No es que se sintiese demasiado cómoda con ello, pero aquella era una de tantas minucias en la tradición real del país que su esposo aún no había podido desechar, ya fuera porque su corte se opusiese, o porque sus propios súbditos lo hicieran, viendo las reformas a viejas costumbres como un mal agüero. El jefe de la brigada de jardineros, adulador y formal como siempre, le describía a su señora las nuevas adiciones a los predios de su majestad, reportando con sumo detalle las labores de cuidado de las últimas lunas. 

- Estas hortensias imperiales son una exquisitez. Como verá, el arbusto ha sido debidamente podado en la forma de una carroza arreada por dos caballos.

Apreciando las floraciones púrpura intenso, la esposa real acarició los pétalos mientras preguntaba:

- ¿Y quienes son las personas que recortaste en mis plantas? 

- Son usted y su majestad el rey Conan, por supuesto.

Los cortesanos asentían sonriendo tontamente, mientras secundaban la afirmación y daban palabras vanas de maravilla ante la bella obra floral. La reina hubiese deseado que Próspero o el conde Trocero estuviesen allí para realmente dar una opinión relevante. A su parecer, mirando con más atención, la figura de la mujer, en la parte del rostro, se le hizo poco familiar a lo que solía ver en el espejo:

- No lo sé, jardinero - dijo ella - la nariz de esa mujer es recta, pero muy prominente. Además ese pompón tras la cabeza se ve extraño. Nunca me he peinado así.

El aludido tragó saliva, poniéndose visiblemente nervioso:

- Entiendo, mi señora. Lo arreglaremos enseguida.

- Tómate tu tiempo. Cuando venga a mirar de nuevo, quiero que luzca incluso mejor que ahora.

- Como ordene.

- Oye, espera...

La reina miró abajo, a lo que había sido sembrado en arborescencias miniatura en forma de domo, a todo el derredor del enorme arbusto podado:

- Estas flores azules, ¿qué son?

- Se conocen como las flores del anhelo, mi señora - respondió - Provienen de oriente, aunque el comerciante que me las vendió no sabía decirme su región de origen.

- Son de una belleza sencilla, representan bien lo que rodean.

- Ya lo creo. Tuve mis reservas al principio, pero terminaron siendo un complemento armónico al resto del conjunto.

- Tienes suerte de que no fuera maleza o espinos lo que te vendieron.

El hombre asintió, mientras los cortesanos solamente hablaban entre sí en voz baja, expectantes por observar lo que aún faltaba por recorrer de las renovaciones exteriores. Algunos no podían evitar exagerar la belleza de sus propios jardines y patios con sus acompañantes, cuidando de que la reina no los escuchara. Otros, en cambio, supieron mantener la boca cerrada, sobre todo los de mayor edad, que vivieron bajo el yugo de Numedides, un hábito de prudencia adquirido de tanto ver el error de otros.

A través de las puertas de la muralla, los dragones negros le abrieron el paso a un hombre con los atavíos de mensajero, quien respiraba agitado por haber corrido largo trecho, empapado en sudor bajo el ardiente sol. Este fue escoltado hacia donde estaba el gran salón de fiestas, y solamente al ver de reojo el cabello negro de la soberana es que cambió abruptamente, haciendo que sus guías interpusieran la hoja de sus espadas en su cuello. Horrorizado, este se puso de rodillas:

- ¡No, por favor, no me maten! Debo entregarle este pergamino a la reina.

- Jamás dijiste eso cuando te dejamos entrar - dijo uno de los dragones.

Otro, menos paciente, añadió, quitándole el papel enrollado:

- Te mandaré a entregar mensajes al infierno si avanzas un paso más.

Oyendo el barullo, Zenobia exclamó, dando rápidas zancadas hacia donde estaban los hombres en armadura de acero, recogiéndose levemente su larga falda:

- ¿¡Qué está pasando aquí?!¡¿Por que todo el alboroto?!

Poniéndose en firmes y saludando con el puño al pecho, agacharon la cabeza, diciendo al unísono:

- Su Majestad...

- ¿Y bien?¿Me dirán qué ocurre?

- Este de aquí pidió una audiencia con el rey - dijo uno de ellos - Pero ahora quiere verla a usted...

- Trajo este rollo sellado - dijo el otro - Díganos, ¿qué quiere hacer, mi señora?

- Pues preguntarle a él mismo - dijo, mirando al mensajero - por qué cambió de opinión.

Este vaciló por un momento, pero pronto se posternó y respondió:

- Quien trajo la carta a nuestra frontera me indicó de forma específica que solamente la reina podía leerle este mensaje al rey, con tal que nadie fuera de su círculo se enterase del contenido.

- ¿Y quién te dio el pergamino?

- No sé su nombre. Venía con una caravana, dijeron en el puesto fronterizo que habían viajado desde Sultanapur. 

- Me parece que estás complicando tu propia situación.

- Perdón por la vaguedad, pero incluso querían pagarme una comisión en oro y jade por traerlo. El que me lo dio insistió bastante.

- ¿Sabes algo más, como por ejemplo, quién le dio el rollo al otro hombre? - preguntó la reina.

- Yo le pregunté lo mismo, y me respondió que lo recibió en el puerto de Garchall, en el país de Uttakhur. Le pagaron con las mismas monedas de las que quería darme una parte...

- Y dime, ¿al final te pagó o no? Mejor dinos la verdad, porque estoy perdiendo la paciencia - dijo el segundo dragón - Colgarte por importunar a la reina sería un gran placer...

Zenobia le hizo un gesto con la mano para que se callara, y este obedeció de inmediato. El mensajero juntó sus manos, poniéndolas sobre su frente:

- Debo admitir que acepté, menos de lo que quería darme, pero por favor, por amor a Mitra, que he dicho toda la verdad, mi reina.

Sin vacilar, Zenobia ordenó:

- Examínenlo...

Los dragones se miraron, pues lo hicieron antes de que entrara, pero repitieron el proceso, con mayor violencia esta vez, apartándolo para bajarle los pantalones. En ese momento se oyó el ruidoso tintineo de metales sobre el camino de mármol.

- Es como suponía...

El mensajero se vistió nuevamente, humillado, y los dragones recogieron varias monedas redondas de oro, con geométricos grabados y un agujero cuadrado en su centro. La mención del jade, que estaba esculpido similarmente a las monedas, reafirmó sus sospechas:

- Guardia, entrégame el rollo.

Este obedeció y se lo dio en la mano, haciendo una reverencia, mientras que el mensajero se guardaba subrepticiamente aquel dinero que no se le había caído:

- En cuanto a ti - dijo la reina - Puedes salir libremente de aquí.

- Muchas gracias mi reina...

- Pero tendré que ordenar que recibas azotes cuando vuelvas a tu puesto, por recibir un soborno. Esa es la ley.

Uno de los dragones lo llevó del brazo, casi haciendo que el pobre infeliz arrastrara los pies hasta las puertas, mientras le susurraba en tono amenazante:

- Si te vuelvo a ver por aquí, juro que yo mismo te haré cortar la cabeza. Y es mejor que te vean de vuelta en la frontera, si no te haremos cazar como a un perro, ya conozco tu cara.

El mensajero asentía aterrado, y momentos después fue empujado fuera del castillo.