Lunes, 25 de diciembre del Milenio II, Año 490 de la Quinta Era: Desarrollo.
Cecilia Ryford Davis, miembro de la Corte Imperial de Azur, avanzaba con paso firme junto a una escuadra de la Ordo Exterminatorum. El aire estaba cargado de la tensión palpable de su misión. La Corona la enviaba como representante; por otro lado, el Gran Maestre instruyó a la escuadra a actuar con severidad. Sus objetivos eran claros y ominosos: interrogar a prisioneros, desentrañar los secretos de las enigmáticas puertas del laberinto, y, sobre todo, purgar a los mutantes que acechaban en las sombras, dispuestos a infiltrarse en el territorio humano.
Mientras tanto, una flota naval imperial surcaba los mares con determinación, liderada por la imponente Nova Imperialis, un buque de asalto y captura clase Centurión que avanzaba como un leviatán en el océano. Su casco, de acero pulido, reflejaba la luz del sol en un espectáculo deslumbrante. Doce días habían pasado desde que zarparon de la bahía Tempestad, situada al noreste del Dominio Norte. La misión de la flota era clara: capturar al Flagelomante, el temido Señor del Enjambre, una variante mutante cuya presencia se sentía como una sombra ominosa sobre un archipiélago al este.
El grupo descendía por túneles húmedos y resbaladizos, donde el eco del goteo constante de las estalactitas resonaba como un canto fúnebre, mientras los chillidos distantes de criaturas ocultas se entrelazaban con el sonido del agua, envolviendo a los soldados en una atmósfera de creciente inquietud. La niebla pegajosa, densa y opresiva, se adhirió a sus cascos, mientras el hedor a podredumbre se entremezclaba con el aire, dificultando la respiración y provocando un malestar en el estómago. Cada paso era un desafío, una lucha constante contra el terreno traicionero; las botas de cuero se deslizaban sobre las piedras pulidas, cada tropiezo resonando como un recordatorio de que el peligro acechaba.
El equipo, consciente de que el grupo de apoyo con el que debían encontrarse nunca llegó, mantenía un estado de alerta. Bajaron por cuerdas, sus corazones latiendo al unísono con la adrenalina, mientras exploraban pasadizos tan amplios como angostos. Las paredes, irregulares y húmedas, parecían cerrarse a su alrededor, como si el mismo camino quisiera engullirlos. Desde las sombras, las bestias de maná, criaturas con ojos que brillaban como carbones encendidos, atacaban de manera impredecible, su odio primitivo y hambre voraz evidentes en cada embestida. Pero el grupo respondía con una disciplina feroz. Cada enfrentamiento, aunque fugaz, avivaba el ardor de sus dones, creando un destello de energía que iluminaba brevemente la penumbra.
El enredo de túneles y niveles descendentes podría haber sido un laberinto mortal, de no ser por el mapa holográfico proporcionado por la Ordo Exterminatorum. La luz azulada del dispositivo se proyectaba sobre las paredes, tejiendo una red de caminos interconectados que se enredaban en una maraña de rutas peligrosas, cada línea pulsando con la promesa de seguridad y la amenaza del abismo.
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Se encontraban en tierras centrales, en el Dominatus Aegis, un lugar que el imperio había bautizado como el Claros de las Bestias al no estar bajo su dominio. Era un territorio donde el peligro acechaba en cada esquina, donde la gloria y la muerte eran dos caras de la misma moneda.
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Al llegar a su destino, Cecilia Ryford Davis alzó la mirada hacia el imponente Torbellino, el pasaje que conducía directamente a los laberintos del Reino de la Prisión. Un escalofrío recorrió su espalda, como si la misma estructura etérea resonara con una advertencia ancestral. Las paredes de piedra oscura parecían respirar, emanando una energía y viento feroz inquietante que prometía tanto peligros ocultos como secretos inconfesables. A su lado, los exterminadores, especialistas en la caza de mutantes, se preparaban con una eficiencia casi sobrehumana, sus movimientos precisos y calculados.
A pesar de las imponentes defensas del lugar, el personal de guardia de la Tercera Compañía Hydra, asignada a la implacable Ordo Exterminatorum, mostraba una peligrosa complacencia. Caminaban con un paso rutinario, sus miradas distraídas, como si la amenaza inminente fuera un eco lejano en vez de una realidad palpable que se cernía sobre ellos. Sabían bien el valor de los prisioneros que custodiaban, seres condenados por crímenes abominables: algunos habían utilizado sus dones mágicos o psíquicos para perpetrar horrores indescriptibles, mientras que otros llevaban consigo secretos, piezas clave de información. Sin embargo, incluso con la constante amenaza de infiltración de mutantes, los guardias parecían envueltos en una indiferencia peligrosa, como si la fortaleza de las paredes que los rodeaban pudiera protegerlos de cualquier desventura.
Un exterminador se acercó a Cecilia, su figura imponente y enérgica emergiendo de la penumbra.
—Estamos listos —declaró, su voz resonando con un tono que no dejaba espacio para dudas, el sonido amplificado por el eco de su casco.
Mientras tanto, en un rincón más iluminado, el teniente, líder de la escuadra, delineaba la estrategia con una precisión militar. Su voz, firme y decidida, cortaba el aire mientras preparaba a su equipo para atravesar el Torbellino, adentrarse en el laberinto y seguir el sendero que los llevaría a sus objetivos. Cada palabra era un hilo que tejía la determinación de sus hombres, convirtiéndolos en una máquina de guerra lista para la acción.
Cecilia comenzó a caminar hacia el teniente, acompañada por el exterminador, pero su mente pronto se desvió hacia pensamientos más personales. Solo unas pocas personas de confianza conocían del mal insidioso que se gestaba en las entrañas del imperio. Aunque la vida cotidiana parecía relativamente normal, tanto ellos como la Corona eran conscientes de la cruda realidad. Anomalías, desapariciones inexplicables ocurrían, y los mutantes avanzaban implacablemente, capturando más territorio junto a La Plaga. El Flagelomante, el Señor del Enjambre y sus Aerópodos Flagélicos, eran las más recientes variantes mutantes documentadas (aunque hicieron su aparición hacía siglos), pero su existencia había despertado viejas preocupaciones. ¿Acaso nacerían más variantes de las ya conocidas, desatando un caos aún mayor?
Por otro lado, Cecilia reflexionó ciertas cosas. "El Imperio protege..." Esa afirmación era solo una fachada, una cortina de humo destinada a engañar al público. La verdad era que el Imperio se estaba desmoronando, sus cimientos agrietándose bajo el peso de múltiples índoles. La Ordo Exterminatorum, una vez un bastión del poder imperial, se distanciaba cada vez más de la estructura central, acumulando a aquellos con dones extraordinarios, al igual que ciertas familias influyentes. Los políticos, ávidos de poder, comenzaban a consolidar sus propias guarniciones privadas, como leones acechando a su presa.
«¿Acaso estos últimos años de esta Quinta Era serán el final del imperio?» —se preguntó, mientras sus pensamientos se deslizaban hacia otros horizontes. Si eso es cierto, supongo que es hora de retirarme...
Suspiró, el peso de la incertidumbre presionando sobre su pecho. Cualquiera que fuera el desenlace de los días, de los años o incluso de ese mismo día, ya no le importaba tanto. Había preparado una carta que aguardaba para ser entregada a una persona específica dentro de la Corte, un gesto que contenía toda su esperanza. Si algo llegara a suceder, sabía que aquel hombre honraría su petición, como un faro en medio de la tormenta, guiando su camino hacia un futuro incierto.
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Los anchos pasillos del laberinto se extendían ante ellos como una serpiente colosal de piedra, sus sombras danzando en la penumbra mientras los ecos de sus pasos resonaban en el suelo de tierra y piedra, sus linternas yacían agregadas en los laterales de sus cascos, un recordatorio palpable de su presencia en aquel lugar olvidado por la luz. Las paredes, desgastadas y la descomposición, parecían susurrar secretos antiguos, como si el laberinto mismo tuviera vida y pudiera recordar los horrores que había presenciado. A medida que avanzaban, los primeros niveles, aunque amenazantes en apariencia, se revelaron más sencillos de lo esperado. Los prisioneros, aterrorizados hasta la médula, apenas opusieron resistencia durante los interrogatorios. Sus palabras, temblorosas y quebradas, apenas alcanzaban a ser un murmullo entre las gruesas paredes, pero eran lo suficientemente reveladoras para guiar al grupo hacia sus objetivos.
—Estos símbolos... —murmuró uno de los exterminadores, deteniéndose frente a una puerta marcada con grabados intrincados de la Orden a la que pertenecía. Sus dedos rasparon la superficie de la piedra, como si esperaran que los grabados revelaran un misterio oculto—. Indican una sala vacía, lo sabemos. Pero, ¿y si hay algo más allá de lo que podemos ver? Estas salas nunca han sido investigadas a fondo.
El teniente, que había mantenido su mirada firme y decidida, giró hacia su guerrero. Su tono era una mezcla de urgencia y paciencia templada, como el acero enfriándose tras ser forjado.
—No tenemos tiempo para dudas —su voz resonó con autoridad en el aire denso—. Las celdas con cadenas son las que realmente nos interesan. Necesitamos encontrar las pocas que interfieren con nuestros dones psíquicos y mágicos
El grupo asintió, la determinación brillando en sus ojos. Las palabras del teniente eran un recordatorio de la misión que llevaban a cabo, y el peligro que acechaba en cada sombra. Mientras el exterminador se alejaba de la puerta marcada, la atmósfera en el laberinto se tornó más pesada, como si el mismo aire estuviera cargado de secretos y presagios. La decisión de avanzar o explorar más a fondo pesaba sobre sus hombros, pero el tiempo, como un enemigo invisible, seguía avanzando implacable.
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Las cadenas, forjadas con un metal desconocido y misterioso, pendían de las paredes en ciertas salas del laberinto, como serpientes muertas atrapadas en un eterno abrazo de hierro. Cada eslabón brillaba con un destello tenue y siniestro, irradiando una energía opresiva que parecía apoderarse del aire a su alrededor. Aquella energía era casi tangible, nublando la mente y creando una sensación de inquietud que se aferraba a los pensamientos de los psíquicos. Los hechizos, incluso los más simples y familiares, se sentían bloqueados, como si un velo invisible se interpusiera entre ellos y su propia magia.
Las cadenas eran raras, demasiado raras. Su presencia evocaba un profundo desasosiego; eran un recordatorio de los horrores que habían tenido lugar en esos muros, de los secretos oscuros que se ocultaban tras cada puerta.
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El aire en el laberinto parecía vivo, susurrando advertencias con cada giro que tomaban. Las paredes, altas y cubiertas de musgo espeso, se erguían como guardianes antiguos, mientras que las grietas estaban habitadas por diminutas criaturas fosforescentes que brillaban tenuemente, proyectando sombras inquietantes en el suelo. A veces, cuando no las miraban directamente, las paredes parecían moverse, como si estuvieran respirando, ocultando secretos en cada pliegue y fisura. En ocasiones, puentes de piedra se materializaban en las alturas, uniendo distancias que antes parecían insalvables, como si el laberinto mismo estuviera jugueteando con sus intrusos.
Horas habían transcurrido en su exploración. Tras un avance rápido a través de los sectores dos y tres, decidieron detenerse para recuperar fuerzas. El grupo se dispersó ligeramente, cada miembro sintiendo la tensión del entorno. Los tres hechiceros exterminadores afinaron sus sentidos, abriendo sus mentes para detectar amenazas en el ambiente cargado de maná y peligros latentes, especialmente los mutantes que habitaban en aquel laberinto implacable.
Durante ese descanso estratégico, el silencio fue roto de repente por un sonido perturbador: unos chillidos agudos y desconcertantes resonaron a través de los corredores oscuros, una marca inconfundible de los mutantes que merodeaban por las sombras. La proximidad de la amenaza hizo que el teniente comenzara a canalizar su maná purificado en la palma de su mano, una corriente de energía vibrante que zumbaba entre sus dedos. En su otra mano, una granada de ignición se preparaba, lista para expulsar fuego devastador en el momento preciso. Sus músculos se tensaron, y su mente se concentró en la inminente confrontación.
Sin embargo, lo que les aguardaba no eran los mutantes habituales, sino sus variantes más ágiles y letales: los Velocimánticos. Con su agilidad sobrenatural y reflejos como el rayo, estos seres representaban un peligro mucho más grande de lo que habían anticipado. El giro inesperado los tomó por sorpresa, obligándolos a desenfundar sus armas con rapidez y precisión. La atmósfera se volvió electrizante, cada segundo contaba, y la adrenalina comenzaba a correr en sus venas.
La Ígnea Thalmar, un arma de ingeniería mágica avanzada, se activó en un destello de luz. Su cañón resplandecía, cargando esferas brillantes que giraba con un poder casi palpable. El teniente, con los sentidos agudizados y la mente centrada, apuntó hacia la fuente del sonido, dispuesto a liberar el furor del maná y la tecnología combinados. Con un grito que resonó en el laberinto, lanzó la granada, mientras la Ígnea Thalmar rugía, una tormenta de fuego desatada contra la oscuridad. Mientras la tierra servía para encarcelar lo más posible a sus enemigos.
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Esta imponente herramienta de destrucción, alimentada por maná purificado almacenado en cristales, era tan letal como majestuosa. Su diseño elegante y funcional incluía un cargador circular ubicado estratégicamente bajo sus dos cañones, un sistema ingenioso que requería cristales impregnados con el maná del hechicero. Este proceso aseguraba que cada proyectil disparado fuera pura energía concentrada, capaz de desatar una devastación abrumadora. La purificación del maná era un ritual sagrado para los hechiceros, un proceso meticuloso que consistía en absorber el maná del entorno y canalizarlo con cuidado en cristales, objetos, o incluso en su propio cuerpo. Este arte no solo era esencial para el lanzamiento de conjuros, sino que también era vital para mantener la conexión con las fuerzas elementales del mundo.
Los hechiceros podían manipular los cuatro atributos elementales: fuego, agua, tierra y aire, aunque cada uno se especializaba en uno de ellos. Para descubrir su afinidad elemental, debían someterse a años de arduo entrenamiento. Durante este tiempo, imbuían en cuatro cristales los respectivos atributos, y el más brillante entre ellos se convertía en el reflejo de su especialización. Este ritual no solo era un acto de descubrimiento, sino también un camino hacia el dominio de su magia.
Enfrentarse a los Velocimánticos, criaturas cuadrúpedas de agilidad y ferocidad inigualables, representaba un desafío formidable que requería tanto habilidad como coordinación. Estas bestias, con su capacidad para aprender y adaptarse durante la batalla, eran un enemigo que no solo dependía de la fuerza bruta, sino también de la astucia. Cada movimiento de los exterminadores debía ser preciso y calculado, como una danza mortal en la que cualquier error podría ser fatal.
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Kalis, la más joven del grupo, brillaba en medio del caos, destacándose por su magia de creación. Con un gesto fluido de su mano, conjuró serpientes de fuego que danzaron en el aire, serpenteando con gracia y destreza. Las llamas ardían con un brillo intenso, y a su alrededor, motas de los cuatro colores danzaban como estrellas en una noche oscura. Mientras tanto, sus compañeros manipulaban la tierra y el escaso viento que corría a través del laberinto, utilizando su fuerza para amplificar la devastación de sus hechizos y expandir el alcance de la destrucción fogosa.
La magia de creación que Kalis empleaba se diferenciaba de la magia de control en un aspecto fundamental: dependía en gran medida de la creatividad del usuario. Cada invocación era una manifestación de su imaginación y habilidad, un reflejo de su mente ágil y despierta. La claridad mental era imperativa para ambos tipos de magia, pero Kalis, con su juventud e ingenio, personificaba este enfoque, adaptando y transformando sus hechizos en respuesta a las cambiantes demandas de la batalla. Sus compañeros, cuyas técnicas eran más rígidas y estructuradas, la observaban con una mezcla de admiración y respeto, reconociendo la belleza y la eficacia de su estilo.
A medida que el enfrentamiento se intensificaba, cada exterminador se esforzaba por superar la velocidad y astucia de los Velocimánticos. Las criaturas, rápidas como relámpagos y astutas como sombras, desafiaban a sus atacantes, esquivando ataques con movimientos acrobáticos y contraatacando con ferocidad. La batalla se tornaba feroz, una danza entre la vida y la muerte en los confines oscuros del laberinto. Los ecos de hechizos lanzados y gritos de combate resonaban en las paredes, creando una sinfonía caótica de desesperación y valentía.
Kalis, centrada y decidida, continuó invocando serpientes de fuego, cada una surgiendo del aire como una extensión de su voluntad, buscando no solo infligir daño, sino también crear oportunidades para sus compañeros. Con cada conjuro, su confianza crecía, y el laberinto, una prisión de sombras, se transformaba en su lienzo.
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La batalla había llegado a su fin, dejando tras de sí un rastro de cuerpos inertes y escombros calcinados. Los Velocimánticos, abatidos por la feroz resistencia de los exterminadores y la cortesana, yacían dispersos en el suelo, sus formas torcidas aun irradiando una sensación de amenaza latente, como ecos de una ferocidad que había sido silenciada, pero no olvidada. Cecilia Ryford Davis y el teniente, ambos exhaustos y marcados por la batalla, se apoyaron contra las frías paredes de piedra, recuperando el aliento mientras sus cuerpos procesaban la intensa lucha que acababan de soportar.
—Ya nada puede sorprenderme, la verdad —murmuró Cecilia, su voz cargada de fatiga mientras sus dedos rozaban la rugosa superficie de la pared, buscando un ancla en medio de su agotamiento. La vibración de la lucha aún resonaba en su cuerpo.
El teniente, aun tosiendo para limpiar sus pulmones del polvo y la tensión acumulada, no respondió de inmediato. En su mente, se agitaban preguntas sin respuesta, un mar de desconcierto ante la inesperada aparición de los Velocimánticos, criaturas que desafiaban todo lo que conocían sobre el laberinto.
—¿Velocimánticos aquí? —exclamó finalmente, su voz impregnada de incredulidad y preocupación—. ¿Qué demonios está pasando? —Se levantó, volviéndose hacia sus compañeros de Orden, cada uno con expresiones que reflejaban su propio asombro y dudas—. Descansemos y revisemos el mapa. Necesitamos planificar nuestro próximo movimiento con cuidado. Además, debemos agregar la aparición de una variante en nuestro informe.
Con un gesto práctico, el teniente arrojó un pequeño artefacto cuadrado al suelo. De él emergió un holograma, proyectando un mapa detallado del laberinto. Las líneas luminosas se entrelazaban como venas, iluminando las áreas ya exploradas y revelando las posibles rutas hacia adelante. Cada rincón del mapa parecía palpitar con una vida propia, mientras el teniente analizaba las rutas marcadas, consciente de que cada decisión podría ser crucial.
Las horas transcurridas desde su llegada pesaban en la mente de todos, pero había algo que no dejaba de acechar sus pensamientos: la inesperada aparición de los Velocimánticos, criaturas que, según toda lógica, no deberían estar allí. Era una anomalía.
—Estamos aquí —señaló el teniente, deslizando su dedo por el mapa holográfico hasta detenerse en un punto intermedio—. Hemos cubierto los sectores uno y dos del nivel dos, pero lo que tenemos por delante es aún más complicado. Más estrecho, con más callejones sin salida y puertas que no conocemos.
Mientras el teniente hablaba, su mente no pudo evitar vagar hacia los informes clasificados de la Ordo Exterminatorum.
«El Torbellino fue descubierto hace setenta y un años. Junto con los miembros de confianza, hemos alcanzado el sector dos del nivel dos. Y solo han presenciado a los mutantes, pero nunca variantes.» —Esa revelación le dejó un escalofrío: si los Velocimánticos estaban allí, ¿qué otras variantes, o secretos oscuros y peligrosos aguardaban en las sombras del laberinto?
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Siguieron avanzando. No obstante, a pesar de sus esfuerzos y logros en el laberinto, el equipo no confiaba plenamente en Cecilia. Para ellos, seguía siendo una forastera, una intrusa. Aunque había demostrado su valía de manera contundente en varias ocasiones. El verdadero motivo de su desconfianza, más allá de sus acciones, era que la Corona había enviado a una representante a un lugar que, según acuerdos antiguos, debía ser exclusivo de los exterminadores.
Mientras la escuadra avanzaba por los pasillos retorcidos del laberinto, la elegida de la Corte podía sentir la tensión acumulándose en el aire, espesa y palpable, como un manto que cubría sus corazones. Sabía que la misión oficial era explorar y recabar información, pero su verdadero objetivo era mucho más personal y urgente. Sin embargo, también era consciente de que actuar precipitadamente o intentar tomar el liderazgo podría delatar sus intenciones y poner en peligro todo lo que había planeado. Incapacitar a los exterminadores era una opción tentadora, pero la reciente aparición de una variante mutante poderosa reducía drásticamente sus probabilidades de éxito. No podía permitirse gastar más energía mental de la necesaria; cada decisión debía ser calculada.
El teniente, un hombre cuyo carácter había sido forjado en el crisol de las batallas, llevaba horas observándola con desconfianza, su mirada una mezcla de escrutinio y autoridad. Finalmente, decidido a confrontarla, se detuvo junto a ella mientras el resto de la escuadra continuaba avanzando, sus pasos resonando en el eco del laberinto.
—¿Qué te ocurre, Cecilia? —preguntó, su tono severo y directo como el filo de una espada, la incomodidad en su voz casi palpable—. No pareces estar completamente enfocada en la misión. ¿Hay algo que deba saber?
Cecilia Ryford Davis mantuvo una expresión imperturbable, aunque su mente trabajaba a toda velocidad, buscando las palabras que le permitirían navegar este terreno peligroso sin caer en la trampa de su propia ambición.
—Teniente —comenzó, su voz resonando con una calma ensayada que ocultaba la tormenta de pensamientos en su interior—, entiendo la importancia de nuestra misión, pero... he tenido algunas preocupaciones recientemente.
—¿Preocupaciones? —bufó el teniente, su mirada aguda penetrándola como un cuchillo afilado—. No puedo permitir que tus preocupaciones pongan en riesgo la seguridad de mi escuadra ni la ejecución de esta operación. Si hay algo que necesitas compartir, ahora es el momento.
Cecilia inhaló profundamente, sopesando sus opciones. Decidió optar por una verdad a medias, lo suficientemente convincente como para desviar las sospechas del teniente, pero sin revelar el verdadero peso de sus pensamientos.
—Es sobre las noticias recientes que recibimos antes de esta operación. Los disturbios en las ciudades colmenas de los Dominios Norte y Sur. Son demasiados, como si algo grande estuviera por suceder... Como miembro de la Corte, siento que debería estar allí, al lado de la Corona. Nuestro rey.
El teniente la observó en silencio durante un largo momento, evaluando cada matiz de sus palabras, buscando alguna grieta en su fachada.
—Entiendo tus inquietudes, pero necesitamos que te concentres en la misión en este momento. La seguridad de todos depende de ello —dijo finalmente, su tono intentando equilibrar la empatía con la autoridad, como un equilibrista en una cuerda floja.
Dentro de su mente, el teniente luchaba con la tentación de ordenar la retirada de Cecilia, considerándola una distracción peligrosa en un entorno que requería absoluta concentración. Pero sabía que cualquier decisión precipitada sería reportada al Gran Maestre y a ciertos altos mandos, e incluso a la Corona misma, lo que podría comprometer tanto su reputación como la estabilidad de futuras inmersiones. Por el momento, lo más prudente era mantenerla bajo vigilancia.
—Cecilia —continuó, su voz más firme, casi un susurro de advertencia—, necesitamos que tus acciones se alineen con el beneficio del equipo y nuestro objetivo principal. La Corona aún está con Satella, la Meteorite y la Tiradora Divina. No deberías estar tan preocupada.
—Lo comprendo, teniente —respondió la cortesana, su tono tan firme como el del teniente, aunque bajo la superficie, la ansiedad seguía creciendo, como un fuego oculto tras una pared de piedra.
El teniente la miró un momento más antes de asentir, aparentemente satisfecho con su respuesta, aunque la duda aún danzaba en su mente como un fantasma.
—Bien. Continuemos, entonces. No podemos permitirnos distracciones en este lugar.
Con eso, la conversación concluyó por el momento, pero en el interior de Cecilia, una decisión comenzaba a tomar forma. Sabía que la próxima vez que actuara, tendría que ser decisiva. Necesitaba encontrar la ruta para llegar a esa puerta y liberar a quien estaba dentro antes de que se le escapara su momento crucial. Ya había memorizado el sendero en su mente, cada giro y cada recoveco, y la verdadera misión estaba en juego. Estaba dispuesta a arriesgarlo todo para llevarla a cabo, incluso si eso significaba enfrentar no solo a los mutantes, sino también a aquellos que estaban con ella.
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La designada a la Corte se detuvo en seco, observando cómo la escuadra de Exterminadores avanzaba por el laberinto sin percatarse de su falta. O eso creía ella. La tensión latente que había estado creciendo entre ellos alcanzó un punto crítico cuando el teniente, con la determinación grabada en su rostro, decidió confrontarla. Su mirada, afilada como una espada desenvainada, reflejaba más que simple sospecha; había recibido instrucciones claras de cierto Campeón Exterminador para vigilarla de cerca. Algo oscuro y codicioso había atraído a la Corona a este lugar, y Cecilia sabía que sus verdaderas intenciones estaban a punto de revelarse.
—No creo que seas tan estúpida... Somos cuatro contra una, aunque seas una psíquica —dijo el teniente, su voz resonando con una mezcla de desafío y advertencia.
Un silencio tenso se instaló en el aire, como si el mundo mismo contuviera la respiración ante el inminente enfrentamiento. Sin embargo, nadie prestó atención a esa pequeña anomalía, demasiado concentrados en el cruce de miradas entre el teniente y Cecilia.
Con una serenidad que solo intensificaba la tensión, Cecilia Ryford Davis pronunció sus siguientes palabras con una frialdad calculada:
—Tal vez no lo comprendas, teniente. Esta misión es más grande que todos nosotros. Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario, incluso si eso significa dejarlos atrás.
Sus palabras resonaron en el laberinto como un eco ominoso, dejando al teniente momentáneamente atónito. Comprendió al fin que cuando Cecilia mencionaba "esta misión", no se refería a la operación actual. Había algo más en juego.
El Imperio ya había hecho mucho como para irritar a la Orden. Ella quería algo o a alguien en este reino, y su mirada se endureció ante esa certeza. Pero antes de que pudiera reaccionar, Cecilia ya había decidido su próximo movimiento.
Sin esperar respuesta, activó su habilidad psíquica, Cianósfera. Un grueso muro de polvo verde azulado se expandió rápidamente por el pasillo, envolviendo a los exterminadores en una niebla cegadora. La densidad del polvo distorsionaba la percepción y la luz, complicando cualquier intento de ataque directo.
—¡A las armas! —gritó el teniente, su voz llena de urgencia mientras los exterminadores intentaban reorganizarse en medio del caos.
Las balas de maná cruzaron el aire, silbando en la confusión, pero Cecilia se movió con una velocidad sobrehumana. Sus esferas de energía desviaban los proyectiles con precisión milimétrica, iluminando el polvo que brillaba con una luz verde azulada, creando un paisaje de sombras y destellos que confundía a sus enemigos.
Francorion, hermano de Kalis y un exterminador del mismo rango, usó su habilidad Garra Astral para intentar localizarla. Sin embargo, las fluctuaciones del polvo y la energía interferían con su percepción, haciendo que sus cortes en el aire fallaran en alcanzar su objetivo.
—¡Espero que no te enojes si te arranco una pierna! —dijo Francorion, sus ojos encendidos de furia y determinación mientras los otros exterminadores se dispersaban en un intento de rodearla.
Cecilia, rápida como un rayo, desvió dos látigos de fuego lanzados por la hechicera Kalis, extinguiendo las llamas en el aire con un giro de su mano. En respuesta, lanzó una esfera de energía que obligó a sus adversarios a retroceder, creando aún más caos en el amplio escenario, donde la desorganización infiltraba sus filas.
—¡Mantengan la formación! —ordenó el teniente, intentando disipar el polvo con una ráfaga de viento. Pero sus esfuerzos solo consiguieron remover aún más el polvo, dificultando la visibilidad.
Con la rabia consumiéndolo, el teniente avanzó con furia implacable. De su palma, un símbolo de los enanos se iluminó en bronce, y con él, una espada. Era un artefacto de resplandor abrasador, envuelta en llamas carmesí, su brillo prometía desmembrar cualquier barrera que se interpusiera en su camino. Sin embargo, la cortesana había anticipado su embate. Su velo psíquico se materializó con una claridad etérea, transformándose en un escudo impenetrable que interceptó el golpe con una frialdad calculada.
En respuesta por los choques, estalló una explosión de energías, un estallido deslumbrante que arrojó al teniente contra la pared con una violencia desmedida, dejándolo tambaleándose y aturdido. Cecilia fue empujada a varios metros. Su furia ahora se veía sofocada por el impacto brutal.
—¡Cecilia! ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Kalis, levantándose con dificultad, el dolor distorsionando sus facciones mientras una mueca de preocupación se formaba en sus labios.
Cecilia Ryford Davis la miró, respirando con dificultad por el esfuerzo, pero su expresión era de compasión mezclada con firmeza.
—No entienden lo que está en juego —murmuró, más para sí misma que para ellos. Sabía que el giro que su plan tomaría sería brusco, pero necesario; un rumbo en el que el Imperio no llegara a caer—. No lo entenderían. No me escucharían. Sé la verdad, pero no tengo las pruebas necesarias.
Con un último esfuerzo, concentró todas sus esferas de energía en un solo punto, creando una explosión que lanzó a los exterminadores hacia atrás, destrozando su formación. La presión del poder la llevó al límite, y la sangre comenzó a brotar de su nariz.
Aprovechando la confusión, Cecilia Ryford Davis se giró y corrió, adentrándose más en los oscuros y sinuosos pasillos del laberinto, dejando atrás a sus perseguidores. Sabía que no tenía mucho tiempo antes de que los exterminadores se reorganizaran y la siguieran, pero había ganado un momento crucial de ventaja. Con cada paso, el eco de su decisión resonaba en su mente, acercándola más a su verdadero objetivo, uno que no podía permitirse fallar.
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Después de una paciente espera, los múltiples mecanismos de la puerta finalmente cedieron con un crujido metálico, liberando un eco que resonó por el laberinto. Cecilia empujó con fuerza, sus manos temblorosas por la anticipación, hasta que la puerta se abrió lo suficiente para que pudiera deslizarse al otro lado. Ante ella se extendía un pasillo sumido en la oscuridad, iluminado únicamente por una débil luz blanquecina al final, que parecía flotar en el aire como una promesa distante y esperanzadora.
Al avanzar, sus pasos resonaron en la penumbra, el eco de su corazón latiendo con fuerza acompañando cada movimiento. Finalmente, llegó al lugar donde él estaba encadenado. Su figura, una sombra inmóvil, se inclinaba hacia adelante, la cabeza gacha en señal de agotamiento, como si la desesperación misma hubiera pesado sobre él durante años. Las cadenas lo mantenían prisionero, constriñendo su cuerpo y anulando sus habilidades psíquicas.
Cecilia se apresuró a liberar esas cadenas, sus manos trabajando con urgencia y determinación. Sentía el peso de cada eslabón, la carga de lo que estas cadenas habían representado para aquella persona.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó al aire, su voz rasposa y apenas un susurro, como si el tiempo mismo fuera un enemigo invisible que se burlaba de él.
Cecilia lo observó con compasión mientras soltaba la última cadena, liberando finalmente su cuerpo. Un tenue suspiro escapó de los labios de él, como si el peso de los años se disolviera en ese instante, un respiro que era tanto de alivio como de dolor.
—No te preocupes por eso, Oliver... —respondió ella, su tono firme pero suave.
—Es un alivio... —murmuró él, sintiendo cómo sus habilidades psíquicas comenzaban a despertar, primero como un eco distante y luego con una fuerza creciente que lo llenaba de energía.
—Nuestros aliados de Nexum Noctis deben estar causando alboroto en las capitales de Gladiar y Apiaria Prime —informó Cecilia, mientras pasaba el brazo izquierdo de Oliver por su cuello para ayudarlo a mantenerse en pie—. Haremos nuestra entrada cuando estés al cien por ciento de tu capacidad.
Oliver soltó un suspiro de alivio al reconocer su voz, y una chispa de humor se encendió en sus ojos cansados, un destello de vida en medio de la oscuridad.
—¿Realmente me veo tan demacrado? —preguntó él con una sonrisa débil pero aliviada, intentando restarle importancia a su estado.
—Sí —respondió Cecilia con suavidad, su mirada llena de una mezcla de preocupación y determinación—. Pero no te preocupes, voy a sacarte de aquí.
Ambos rieron, un sonido extraño en la sombría sala de prisión, pero que trajo un breve alivio a la tensión del momento. Mientras caminaban por los pasillos del laberinto, sus pasos se sincronizaban en una danza de esperanza y desesperación, cuando de repente, un alboroto resonó a lo lejos, acercándose con cada segundo. Oliver, curioso, preguntó a Cecilia si había logrado deshacerse del grupo con el que había llegado.
—Sí, lo hice —confirmó ella, aunque la intriga en su voz reflejaba lo que estaba escuchando: los dones siendo activados, la Ígnea Thalmar, la Tempestad ZR-88 y el sonido de las granadas de fragmentación estallando en la distancia.
Oliver, al darse cuenta de cierta cosa, se detuvo por un momento y la miró, sus ojos brillando con sorpresa.
—¡Vaya! Tú también estás hecha un desastre. ¿Qué te ha pasado? —preguntó, notando las marcas de la batalla en su cuerpo.
—Mutantes, Velocimánticos... —respondió Cecilia con un suspiro, recordando cada enfrentamiento que había tenido que afrontar para llegar hasta él—. Un encuentro con la escuadra de Exterminadores, y de camino aquí, me topé con un maldito Toxiplófago.
Oliver levantó una ceja, impresionado por su valentía.
—¿En serio? Velocimánticos y Toxiplófagos por aquí... Algo no está bien en el Reino de la Prisión.
Mientras caminaban, notaron que los poderes de los exterminadores se activaban de manera errática, acompañados de sonidos de cristalización, como si una tormenta estuviera por estallar. Era como si algo en el ambiente estuviera interfiriendo, un detalle inquietante que no pasó desapercibido para Cecilia, cuyos instintos agudos estaban en alerta.
Finalmente, dejó a Oliver en una sala segura con comida y agua. Mientras él comía con avidez, recuperando poco a poco sus fuerzas, Cecilia se sumergió en sus pensamientos, reflexionando sobre la extraña situación que los rodeaba. Los Velocimánticos, el Toxiplófago... había una red de complicaciones que se tejía en este lugar.
—Me siento débil —dijo Oliver de repente, interrumpiendo sus pensamientos mientras tomaba un sorbo de agua, su voz cargada de preocupación.
Cecilia asintió, su mirada firme y decidida.
—Debes permanecer oculto hasta que te recuperes completamente. He hablado con la Corona para liberarte en secreto, pero por ahora, necesitamos ser cautelosos.
Tras un breve silencio, ambos acordaron que debían dividir a sus aliados para recolectar más información una vez escaparan. Oliver mencionó la necesidad de un cuartel seguro para llevar a cabo su plan, una base desde la cual podrían orquestar el siguiente movimiento, un lugar que les permitiría prepararse para lo que estaba por venir.
Cecilia asintió, sabiendo que el tiempo era esencial y que cada decisión debía tomarse con una gran precisión. Con una última mirada hacia Oliver, se preparó para lo que vendría, consciente de que el camino que tenían por delante sería aún más peligroso.
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En medio de la creciente tensión, los exterminadores permanecían en alerta, sus sentidos agudizados por el peligro inminente que palpaba en el aire. A pesar de las heridas que marcaban sus cuerpos, el teniente y Francorion lideraban la vanguardia, sus rostros revelando el dolor y la fatiga mientras sus brazos sufrían bajo la brutal cristalización ardiente que quemaba partes de su piel y ralentizaba sus movimientos. Se enfrentaban a un enemigo que desafiaba sus expectativas, un ser que dominaba tanto el hielo como el fuego, y que parecía alimentarse de su sufrimiento.
El exterminador, disparaba su arma con sistema de rotación adherida a brazal del antebrazo. Cada disparo hacía que la vibración se filtrara por todo el brazo hasta el hombro.
Los mutantes y variantes los rodeaban como depredadores hambrientos, sus miradas insaciables acechando en las sombras, pero era el hielo ardiente del enemigo enigmático el que atacaba con mayor ferocidad. Congelándolos en su lugar, el fuego invisible les infligía un dolor insoportable, una tortura que les robaba el aliento y los mantenían al borde de la desesperación. Este ser, maestro de las emboscadas, atacaba desde los puntos ciegos, sin darles oportunidad de reaccionar. Utilizaba a los Velocimánticos como distracción y a los Toxiplófagos como armas vivientes, manipulando la batalla con una precisión inquietante.
Por el momento, la escuadra no había sufrido el ácido corrosivo que los Toxiplófagos podían escupir desde sus múltiples bocas, pero la amenaza permanecía latente en el aire enrarecido, una nube de peligro siempre presente. Para los exterminadores, era crucial utilizar sus "armaduras de Nihilium", fabricadas con minerales espectrales. Estas armaduras eran una fusión única de materia física y energía espectral, creando una defensa robusta pero ligera, con el componente espectral sincronizándose con el poder del individuo, perfectas para proporcionar tanto fuerza como resistencia. Sin embargo, la situación se tornaba cada vez más desesperada; el enemigo no mostraba piedad.
A pesar de la constante agresión, Kalis y el exterminador restante lograban esquivar los ataques con destreza desde la retaguardia, moviéndose con la agilidad de un felino. El teniente y Francorion se defendían con sus propios dones, cada movimiento un cálculo desesperado para sobrevivir. Sabían que tendrían que usar sus habilidades al máximo si querían tener alguna esperanza de superar esta emboscada en la ciudadela (era un lugar totalmente amplio con pilares), casi como un círculo de muerte. Aunque ya habían eliminado a la mayoría de las aberraciones, el dolor persistía, clavándose en sus nervios como agujas de hielo, mientras el enemigo se infiltraba entre ellos con una facilidad inquietante.
La situación empeoró de repente cuando dos Acrománticos emergieron de las sombras. Estas variantes mutantes eran altas e imponentes, con una epidermis que parecía impenetrable, su mera presencia era una amenaza palpable que hacía temblar la moral de los exterminadores. Francorion, con su Garra Astral, lanzó un ataque desesperado, pero solo logró rasgar el aire, fallando en su objetivo debido a su visión comprometida. En su frustración, dirigió su furia hacia un grupo de Toxiplófagos y mutantes, eliminándolos en un barrido de energía psíquica que iluminó el campo de batalla con un fulgor verde azulado brillante. Luego, armándose con su Tempestad ZR-88, apretó el gatillo, disparando con precisión, mientras los mutantes y variantes continuaban su asalto sin piedad; quedaban menos de cuatro, pero su ferocidad no había disminuido.
De repente, una explosión sacudió el campo de batalla, rodeando a los exterminadores en una prisión de hielo y fuego. Las llamas lamían el hielo, creando un tormento dual que amenazaba con consumirlos por completo, un espectáculo aterrador que hacía que el aire vibrara con el calor y el frío en un frenético abrazo. Con un último esfuerzo, el teniente y Francorion unieron sus fuerzas, canalizando todo su poder en una onda de choque que rompió el hielo y dispersó los cuerpos de los mutantes en un estallido de luz y fragmentos de hielo, como si el mismo tiempo se detuviera por un momento.
Sin embargo, el enemigo principal permanecía oculto, observando desde las sombras con ojos fríos y calculadores, su presencia una amenaza latente que se cernía sobre ellos. Desde la perspectiva de los cuatro exterminadores, el hielo ardiente avanzaba implacablemente, una fuerza que no discriminaba, amenazando tanto a ellos como a los mutantes y variantes que compartían el campo de batalla, una lucha encarnizada que desdibujaba las líneas entre aliados y enemigos, cada instante llevándolos más cerca del abismo.
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Cecilia irrumpió en el corazón del caos, donde los exterminadores yacían congelados en una grotesca escultura de sangre y hielo. La confusión y la furia se arremolinaban en su mente, mientras sus ojos captaban el macabro espectáculo: hilos carmesíes se deslizaban lentamente entre las grietas de los cuerpos helados, teñidos de un extraño resplandor que emanaba del hielo ardiente que los envolvía. Era una imagen que desafiaba la lógica, un cuadro infernal que revelaba la brutalidad de la lucha.
Un dolor agudo le atravesó la cabeza, y sintió la tibieza de su propia sangre brotando de la nariz. La Cianósfera le exigía un alto precio, uno que conocía demasiado bien. Se debatía entre la urgencia de acabar con la criatura que había hecho esto o la necesidad de retirarse para marcharse con Oliver. Pero sabía que no podía permitir que ese ser enigmático escapara del laberinto, vagando libremente por el Reino de la Prisión. No después de haber presenciado la destrucción que había dejado a su paso: mutantes, variantes... humanos, todos caídos ante su poder implacable.
Con un rápido vistazo, Cecilia analizó la situación. Era la primera vez que se avistaban variantes en el Reino de la Prisión, y el horror de esa realidad la golpeó como una ola helada. El teniente y Francorion yacían inmóviles, sus cuerpos atrapados en un hielo que ardía con una luz siniestra, como si el mismísimo infierno se hubiera congelado en un instante eterno. Los otros exterminadores estaban esparcidos en posiciones que solo podían describirse como desesperadas, atrapados en una muerte lenta y agonizante, cada uno de ellos un testimonio de la masacre que había tenido lugar.
—¡Maldito seas! —susurró entre dientes, con un veneno que resonaba en la oscuridad. Esta no era solo una derrota; era un llamado a la acción, una revelación de que algo terrible estaba en marcha.
Pero había algo más, una chispa de curiosidad que se encendió en su mente. ¿Variantes en el Reino de la Prisión? Algo estaba terriblemente mal. Además, algo con un poder insondable y peligrosamente real estaba rondando en el Reino de la Prisión. Y no era un simple intruso; quizás algo había nacido en el seno de aquel lugar maldito e inexplorado. No podía haber entrado a través del Torbellino, pero ahí estaba, dejando tras de sí una estela de devastación. No debía dejar que escapara, ni que viviera para llevar su caos al mundo exterior.
Las sombras danzaban en torno a los cuerpos cristalizados, proyectando formas distorsionadas que creaban una atmósfera de pesadilla. A medida que observaba, las grotescas formaciones de hielo seguían su curso, dividiendo la escuadra y a los mutantes en fragmentos cristalizados, matándolos en un fuerte y cruel crujido. Estalagmitas letales se alzaban del suelo y las paredes, afiladas y mortales, listas para reclamar más víctimas.
En su desesperada huida, sintió un tirón frío en su pierna derecha, y el terror le recorrió la espina al darse cuenta de que estaba siendo cristalizada. Sin perder tiempo, activó la Cianósfera y su velo psíquico, que apenas logró detener la propagación del hielo ardiente.
A pesar de que la criatura había perdido un brazo a manos de la cortesana, algo inquietante en su figura captó la atención de ella: características humanas se mezclaban con lo que parecía ser un mutante. Su respiración se volvió más pesada, cada inhalación un esfuerzo titánico mientras luchaba por mantener la concentración y el control sobre su poder.
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Oliver encontró a Cecilia en un estado desgarrador. Su cuerpo, maltrecho y herido mortalmente, estaba marcado por fragmentos de hielo ardiente que se incrustaban en su piel, vientre y la ausencia de su pierna derecha era una visión brutal que resonaba con el eco de la batalla que había librado. Apenas se aferraba a la consciencia; sus ojos vidriosos buscaban a Oliver con desesperación y agotamiento. Con sumo cuidado, él la tomó en sus brazos, sintiendo cómo la vida se le escapaba entre los dedos.
—Cecilia, aguanta. No te dejaré aquí —susurró Oliver, con una voz teñida de una determinación que solo quienes han perdido todo pueden comprender.
Mientras avanzaba, el sonido crujiente del hielo bajo sus pies resonó como un lamento. Pisó un trozo de hielo, vestigio de los exterminadores caídos, y con un gesto imbuido de energía psíquica, lo apartó a un lado, preparándose para lo que sabía que aún se avecinaba. Utilizando la Teleportación Vinculante, un rápido centelleo de verde azulado, intercambió su posición con el hielo, anticipando un posible ataque del enemigo que se ocultaba en los pilares. A lo lejos, observó cómo una pared de hielo se levantaba con rapidez, revelando la huida del adversario y, al mismo tiempo, su deseo de no ser visto. La impotencia creció en su interior al darse cuenta de que, en su estado actual, no tenía la fuerza suficiente para invocar su Aura Refractante y atacar directamente a ese monstruo que acechaba.
—¡No puedes esconderte para siempre! —gritó Oliver, su voz resonando con furia y desafío a través de la ciudadela.
De repente, Cecilia tosió violentamente, expulsando sangre que manchó su rostro. Con un doloroso nudo en la garganta, Oliver la bajó con cuidado al suelo, sabiendo que no había nada que pudiera hacer para salvarla. Sus últimas palabras, "Híbrido", se grabaron en los oídos de Oliver como un enigma inquietante, revelando un misterio aún por desvelar. Esa palabra, simple en apariencia, llevaba consigo el peso de innumerables tragedias por venir.
Con el corazón destrozado, Oliver se levantó, cargando a Cecilia en sus brazos. Su cuerpo estaba exhausto, pero su espíritu se renovaba con una fuerza que comenzaba a crecer en su interior, brillando con una intensidad que no había sentido antes. Sabía que el enemigo seguía allí, acechando en algún lugar cercano, observando desde las sombras y esperando el momento oportuno para atacar de nuevo.
Pero ahora, más que nunca, Oliver estaba decidido a continuar la misión, solo y sin su confidente. Sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, no solo por enfrentar a los traidores y a esa criatura maligna que vagaba libre, sino también por esta nueva amenaza que había surgido. Además, debía desentrañar el misterio de su propia existencia y confrontar a la enigmática entidad conocida como Palabra del Mundo.
Oliver tomó aquel artefacto cuadrado y se concentró en memorizar el camino de vuelta. Mientras avanzaba por el oscuro laberinto, cada paso resonaba con firmeza y resolución. Sabía que el verdadero desafío apenas comenzaba, y que el destino de muchos descansaba ahora en sus manos. La muerte de su colega, la caída de la escuadra de Exterminadores y la aparición de este nuevo ser eran solo el preludio de una batalla mucho más grande. Con la oscuridad cerrándose a su alrededor, Oliver se preparó para lo que estaba por venir, consciente de que el camino por delante sería largo y peligroso, pero decidido a enfrentarlo con toda la fuerza que aún le quedaba.