La muerte siempre fue inesperada, aunque era la única certeza en la vida. Estaban los afortunados que sabían cuánto tiempo les quedaba, ya fuera por la predicción de un médico o por el parpadeo de su propia mano. ¿Se considerarían afortunados sabiendo que la muerte estaba cerca? Esperando el final. ¿Cómo podría una muerte oportuna ser tan afortunada?
Atlántida se derrumbaba sobre sus propios pies. El dolor recorría su cuerpo, estallando como lava volcánica. Suprimió un gemido mientras la oscuridad comenzaba a inundar su visión. Aferrándose al pecho, escuchó gritos en el fondo, puertas abriéndose, pasos apresurados, luego, vio puntos negros.
—B…
—¡Rápido!
—...oso.
Lo último que vio fue el techo. Una luz blanca cegaba su visión, mientras recuerdos de su vida pasaban ante sus ojos.
- - - - -
—¡Maldito ingrato! —gruñó el Presidente Medeor, levantando una mano pesada. De un golpe, golpeó a su hijo en la cara, enviando al pequeño niño a caer al suelo.