—Uf, ¿por qué tiene tantas cosas sucias? —Priscilla murmuraba enojada entre dientes, llevando la carga de trabajo a las lavanderas.
Priscilla caminaba con un grupo de sirvientas en silencio. Estas personas nunca le hablaban.
Desde la terrible paliza de hace unos días, las sirvientas eran tan obedientes como un perro. Ni siquiera se atrevían a hablar en los pasillos, a pesar de la falta de aristócratas. La imagen de sus compañeros ensangrentados les atormentaba la mente.
—Mi abuela solía decirme que la gente de Teran eran salvajes que ni siquiera sabían bañarse adecuadamente —dijo Priscilla a la criada más cercana en un intento de hacer amistad—. Quién lo hubiera pensado, que a la Princesa le gustara bañarse tanto.