Angélica deseaba que la noche fuera más larga para poder dormir y alejar el dolor, pero la mañana ya había llegado con la promesa del terrible día que tenía por delante.
Lo primero que notó al despertar fue que su hermano ya no estaba en su cama. Sentándose, se frotó los ojos hinchados que apenas podía abrir. Sus párpados se sentían pesados y su garganta estaba seca.
Un ligero golpe la hizo voltear hacia la puerta. Eva entró con una bandeja en la mano.
—Buenos días, mi señora. —la saludó y luego colocó la bandeja en la mesita de noche junto a ella.
Luego se quedó allí de pie. —Mi señora —miró hacia sus manos que frotaba juntas—. Lamento mucho. Ojalá tuviera el valor de desafiar a su padre y venir a liberarla.
—Está bien Eva. Lo que pasó, pasó y no te culpo. —dijo Angélica.
—Deseo cuidar de usted. Por favor, permítame.
Angélica asintió.
—Gracias, mi señora. ¿La ayudo a vestirse?
—Sí, por favor.